Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– No lo sé, majestad. Tendría que estar delante de ese dios y verificar qué obras y prodigios es capaz de realizar. Según los mitos, no todos los dioses son igualmente poderosos. Taniar y Anfiún, por ejemplo, serían más poderosos que Vanth, pero menos que Manígulat.

– ¿Dirías que su poder es una medida de su divinidad? ¿Que Manígulat es más dios que Vanth, según tus palabras?

– Ignoro qué responder a esa pregunta, majestad.

– Yo soy y no soy una diosa. Soy inmortal, a menos que tah Kratos se empeñe en demostrar lo contrario con su espada, pues si me decapitara no me sería fácil conservar mi inmortalidad.

– Entonces no eres realmente… inmortal, majestad.

– Como erudito a quien le gusta tanto precisar los términos, encontrarías que «duradera» es un adjetivo más exacto para mí. No me verás envejecer ni enfermar. Y espero que tampoco me veas morir, mas para eso debo evitar ciertos peligros.

– ¿Por qué no puedes envejecer ni enfermar? -dijo Kratos.

– ¡De nuevo una pregunta muy directa!

– Prefiero no seguir con tantos rodeos. Si, como tú has dicho, estamos a punto de entrar en una nueva era, no quiero que su llegada nos sorprenda hablando aquí.

– No envejezco porque no está en mi naturaleza, tah Kratos. Soy de los llamados Antiguos. Vivimos entre vosotros, a medias entre los dioses y los humanos. Duraderos, pero no tan poderosos como los Yúgaroi. No me verás volar ni incendiar un barco con la mirada, ni soy capaz de levantarte con una mano y destrozar tus huesos entre mis dedos. Un dios sí podría hacer todo eso que acabo de decir.

– ¿Quiénes sois los Antiguos…, majestad? -preguntó Baoyim.

– Personas cuya naturaleza fue alterada, como os ocurre a vosotras, las Atagairas. Estuvimos ocultos entre los cien mil sin que los dioses lo supieran. Después volvimos a escondernos durante siglos en bosques y cuevas, lejos de vosotros, pues como seres intermedios no éramos aceptados ni por dioses ni por mortales. En sus guerras, para ellos todo era blanco o era negro, enemigos o aliados.

»Hace algo más de cien años decidí que, puesto que los grandes dioses se habían apartado del mundo y no parecía que fuesen a regresar, ¿por qué no dejar de esconder mi condición y actuar como una divinidad entre los mortales? De ese modo descubrí que la celebridad exagerada podía ser una protección tan eficaz como el anonimato.

– ¿Sois los Antiguos una amenaza? -preguntó Kratos.

– Tú también lo ves todo en blanco o negro, ¿verdad, tah Kratos?

– Cuando se trata de la guerra, sí.

– No, no creo que seamos una amenaza. No quedamos tantos. ¿Te parezco yo una amenaza?

Kratos no supo qué contestar. Pese al cambio en su tono y en su actitud, los ojos de Samikir seguían siendo fríos como los de una serpiente. Otro de los adagios de Vurtán era: «Ten a los enemigos en tu propia cama». Sin llegar tan lejos -copular con Samikir no era una experiencia que deseara repetir-, no pensaba perderla de vista.

– Majestad -intervino Kybes-, ¿la criatura a la que hemos destruido era un dios?

– No. A los verdaderos dioses no les gusta arriesgarse.

– Pero si son tan poderosos e inmortales…

– Por eso mismo. Cuanto más valioso es lo que se posee, mayor es el miedo de perderlo. Lo que habéis destruido era un ídolo mágico poseído por el espíritu del dios, un avatar de Anfiún. Pero si queréis acabar con los dioses, tendréis que luchar contra ellos en persona.

– ¿Se les puede derrotar? ¿Se les puede matar? -preguntó Kratos.

– Todo en este mundo y en el resto de los mundos puede destruirse. Los universos se crean del fuego y se destruyen en el fuego, y cuando lo hacen todo recuerdo de lo que fue se pierde, salvo en la mente inmortal de las Moiras. Incluso es posible que ellas lleguen a su propio final, y entonces el olvido será el amo de todo.

– ¡Las Moiras! -repitió Ahri-. Oí hablar de ese concepto al Primer Profesor de la orden. Decía que eran la verdadera encarnación de Kartine y que el destino no dependía…

– Dejemos las filosofías -le interrumpió Kratos-. No sé qué quieres decir con eso de los universos, Samikir. Sólo me interesa saber qué va a ocurrir ahora. ¿Dónde están los dioses? ¿Cómo podemos matarlos?

– Son dos preguntas distintas, tah Kratos. ¿Matarlos? Con muchísima suerte. ¿Cuántos de tus hombres han perecido en la lucha contra la estatua de Anfiún?

– Demasiados.

– Pues muchísimos más tendrán que morir si queréis acabar con los dioses, y aun así no creo que lo consigáis. Porque a la pregunta de dónde están ya conoces la respuesta: en el Bardaliut. ¿Piensas escalar al cielo, tah Kratos?

– De eso me encargaré yo.

Todos se volvieron hacia la entrada, sorprendidos. La voz le había resultado a Kratos extraña y familiar al mismo tiempo.

Con razón. Darkos, que acababa de abrir la puerta de la celda, la cerró tras de sí. Era él quien había hablado, y sin embargo su inflexión y su tono sonaban distintos. Aunque debería estar durmiendo todavía, se había escapado de la alcoba descalzo, vestido tan sólo con una túnica interior. Tenía la mirada perdida, la cabeza un poco ladeada, apenas parpadeaba y un hilillo de saliva le goteaba por la comisura de la boca.

No es él, pensó. Alguien lo había poseído.

– ¡Engendro del demonio, seas quien seas deja a mi hijo! -exclamó, poniéndose en pie y agarrando a Darkos por los hombros.

– No me parió ningún demonio, tah Kratos.

Kratos se apartó un paso. Oír una voz modulada como la de un adulto en la boca de un muchacho que además no hacía ningún gesto para acompañar sus palabras resultaba siniestro. Kybes y Baoyim debieron pensar lo mismo y retrocedieron hasta casi toparse con Samikir. La reina se limitaba a observar con una ceja enarcada.

– Controla tus modales, que ahora no eres un vulgar espadachín, sino un general -prosiguió la voz.

Kratos conocía de sobra ese deje mordaz e insolente. De modo que aquello era un truco de Kalagorinor. Yatom se había comunicado con él de forma parecida para ordenarle que adiestrara a Derguín. Y ahí había empezado todo.

– Tú eres…

– Soy quien te arregló el hombro, así que deberías mostrar un mínimo de respeto y agradecimiento.

– Me da igual lo que hayas hecho por mí, hombrecillo. ¡Deja a mi hijo en

paz!

– Tu hijo no recibirá el menor daño. ¿Acaso no te lo cuidé bien y traté de inculcarle un poco de educación?

– Di lo que tengas que decir, Barantán, Kalitres o como demonios te llames, y sal del cuerpo de mi hijo.

– La semidivina Samikir, a la que por cierto me ha decepcionado ver tan vestida, te ha preguntado si pensabas escalar al cielo, y yo te he respondido que eso era asunto mío.

– ¿Qué quieres decir?

– No quiero abusar del contacto mental, porque tu hijo va a padecer luego una buena jaqueca. Cosa que, por otra parte, no le vendrá mal. Seguramente habrá cometido hoy alguna trastada que merezca castigo.

– ¡Di lo que tengas que decir!

Kratos sentía unos deseos terribles de abofetear al Gran Barantán. Por desgracia, las bofetadas golpearían las mejillas de su hijo, no las del hombrecillo.

– Dirígete al puerto de Teluria, en Pabsha. Allí te veré dentro de cuatro días y te diré en persona lo que tienes que hacer.

– ¿En cuatro días? ¿Pretendes que vaya volando?

– No es tiempo lo que nos sobra, tah Kratos. Lleva hombres contigo.

– ¿Cuántos?

– Tú eres el general. Yo no entiendo de guerras. ¿Quinientos? ¿Mil? Los que puedas, siempre que llegues a tiempo.

– Pides algo imposible…

– ¡Ah! Algo más. Imaginemos que consigo poneros delante de los dioses. No son precisamente fáciles de matar.

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