Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Tiene que haber una razón -insistió Kratos-. Todo el mundo tiene siempre una razón para lo que hace. Incluso los dioses.

– ¿Por qué es tan importante saberlo?

– Porque si averiguamos lo que quieren, si descubrimos sus planes, podremos frustrarlos en lugar de esperar a que nos vuelvan a golpear.

– ¿De veras pretendes luchar contra los dioses, tah Kratos? -preguntó Abatón señalando al cielo-. ¿Qué vamos a hacer contra quienes pueden apagar las lunas? ¿Subir a ellas? ¿Construimos una torre tan alta que llegue hasta Taniar, como en esa canción de niñas?

Tal vez eso ya se hizo, se dijo Kratos, pensando en Etemenanki.

– Debemos saber más -se empeñó.

Recordó los consejos de Vurtán, que fue su general en el batallón Narval y ejerció como jefe de la Horda apenas unas horas. Vurtán estaba escribiendo un tratado de táctica militar, pero no había llegado a terminarlo. Partágiro, que había sido ayudante personal de Vurtán y tal vez su amante, le había entregado sus notas a Kratos.

Los consejos del fallecido general habían demostrado ser muy útiles. «No golpees al enemigo en los brazos, sino en el corazón. No busques su punto más débil, sino atácalo allá donde es más fuerte.» Aplicando aquel precepto, Kratos había decidido lanzarse contra el centro del campamento Aifolu. Bien era cierto que sólo la llegada de Derguín y las Atagairas los había salvado, pero de nada habrían servido los refuerzos si en aquel momento los Invictos no se hubiesen encontrado a tan poca distancia de la tienda de Ulisha.

Ahora, ¿cuál era el corazón de los dioses? ¿Dónde atacarlos? Vurtán también había escrito: «Conoce siempre cómo piensa tu enemigo». ¿Cómo conocer el pensamiento de los dioses? ¿Preguntándoles a ellos?

Desde luego, la estatua parlante de Anfiún no había quedado en condiciones de ofrecer mucha conversación. De haber hablado con ellos, su charla probablemente se habría reducido a insultos y amenazas. Pero había alguien en Nikastu que alardeaba de ser una divinidad inmortal.

Samikir, reina de Malib. Caprichosa, un poco demente y traidora como una serpiente. Pero la tenía a mano, y no en el Bardaliut o las inalcanzables lunas. Para empezar, al menos era algo.

El eunuco Barsilo, visir de la corte de Malib, aseguraba que Samikir poseía siete décimas partes de sangre divina y tres de mortal. ¿Cómo se medía eso? El caso era que para preservar la perenne juventud de su cuerpo no comía alimentos sólidos, se bañaba en leche de vicuña y jamás vestía ropa alguna.

En el calabozo del torreón donde la tenían encerrada no le habían podido ofrecer su baño lácteo; entre otras razones, porque no disponían de vicuñas. Pero la reina seguía alimentándose con zumos y batidos, y conservaba su costumbre de permanecer desnuda.

Algo que puso nervioso a Kratos sólo con pensarlo. Sin duda, el cuerpo de la reina tenía algo de divino. Pero las reacciones físicas que provocaba no se debían sólo a la estrechez de su talle, la longitud de sus piernas y la finura de sus tobillos, el perfil respingón de sus nalgas o la forma en que sus pechos se mantenían erguidos pese a unas proporciones que podrían calificarse de generosas. No: además de tales dones, la piel impoluta de Samikir emitía algún tipo de efluvio irresistible que ponía en evidencia a cualquier varón que se le acercara.

Kratos decidió que lo mejor era no acercarse demasiado a la reina, pero por si acaso se puso bajo los pantalones una sólida coquilla de cuero. También pensó en hacerse acompañar por personas a las que los encantos de la reina afectaran lo menos posible: seguramente escucharían sus palabras de forma más fría y objetiva. Por tal motivo, ordenó a Partágiro que buscara a Kybes y a Baoyim y los trajera a su presencia.

Los recibió al aire libre, al pie del torreón. El mestizo de Aifolu traía el brazo derecho en cabestrillo. Considerando que la espada que lo había golpeado y le había destrozado el escudo medía tres metros, Kybes había salido bien librado. A muchos otros los había partido por la mitad de arriba abajo o de lado a lado.

– Quiero que me acompañes a ver a la reina Samikir. Kybes enarcó una

ceja.

– ¿Por alguna razón en particular, tah Kratos?

– Eh… Bueno, es una mujer muy especial, que causa estragos en los hombres, y había pensado que tú… Dicen que… -Kratos se maldijo a sí mismo por su balbuceo. ¿Por qué tenía que ser tan timorato en esos asuntos?

– Si te refieres a ese general tuerto que cuando ando cerca comenta como quien no quiere la cosa lo de «bujarrón de ojos amarillos», pues la verdad es que tiene razón. Como puedes ver, mis ojos son amarillos.

– No pretendía ofenderte.

– No me ofendes, tah Kratos. Me gustan más los hombres que las mujeres. No soy el único aquí, ciertamente -añadió, mirando de forma significativa a Partágiro, que permanecía apartado unos pasos para no escuchar la conversación-. De todos modos, he de confesarte que en una ocasión estuve en presencia de la reina Samikir y a mí también me provocó esos estragos a los que te refieres.

– Debe ser todo un personaje -intervino Baoyim-. Me gustaría conocerla.

– Tendrás ocasión -dijo Kratos-. También había pensado en pedírtelo.

La Atagaira, que tenía muy marcadas las ojeras, contuvo un bostezo. Si todos estaban agotados, Baoyim tenía más razones. Después de combatir con los demás contra el gigante de metal, llevaba horas curando quemaduras, entablillando brazos y piernas rotos y cosiendo heridas.

Ahora se acercó a Kratos.

– Ese ojo… ¿Es sólo un derrame o te ha entrado algo en él?

– Me saltó algo durante el combate. No tiene importancia.

– Sólo tenemos dos ojos, tah Kratos. Siempre hay que darle importancia a lo que les ocurre. Me gustaría examinarlo en un lugar donde haya algo más de luz.

– Primero quiero que veamos a Samikir.

– Tah Kratos, en mi patria se me considera experta en las artes curativas. Yo no discutiría jamás tu dominio del arte de la espada.

– Harás bien en escucharla -la apoyó Kybes.

Kratos cedió, y llevó a Baoyim y Kybes a sus aposentos, en lo alto de la torre. Lo cierto era que el ojo le molestaba mucho y le costaba reprimir las ganas de frotárselo con el puño.

Kratos se sentó en el borde de la cama, una simple yacija que parecía más lujosa gracias a que la habían puesto encima de un gran lecho de piedra, reliquia de los antiguos moradores. El resto de la estancia empezaba a parecer un dormitorio de verdad gracias a los tapices que Aidé había colgado en las paredes, a un par de biombos decorados con dibujos de tigres de Pashkri, un velador de mármol y dos arcones de cedro. Salvo uno de los arcones, todo lo demás por cortesía de Ulisha, Puño del Destructor.

Alumbrada por un luznago cuya lámpara sacudía Kybes para azuzar al animal de modo que diera más resplandor, Baoyim le examinó el ojo. La Atagaira se acercó tanto que casi lo rozó. Después de la batalla y de trabajar toda la noche, la mujer olía a sudor, pero era un olor menos agrio que el que despedían todos ellos y no resultaba desagradable.

– Mira para ese lado, tah Kratos -le ordenó la guerrera.

Al hacerlo, Kratos vio de reojo a Aidé, que estaba apoyada en el alféizar de la ventana, con los brazos cruzados y cara de pocos amigos. Seguramente habría preferido que lo atendiera un médico menos atractivo que la Atagaira.

– Ahora no te muevas. Será un segundo… Ya está. Mira.

Baoyim le enseñó algo que había pillado en la punta de la pinza. La esquirla de piedra, según ella, tenía forma de clavo; pero Kratos tenía que apartarse para verla mejor y al hacerlo apenas la distinguía.

– No te toques. Para cuidarte el ojo, pon agua a hervir echándole sal, sin pasarte, y cuando se enfríe lávate con ella. Ahora, si no te importa, me gustaría ver también tu hombro.

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