Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Poco a poco, a costa de muchas bajas, los Invictos empujaron o más bien azuzaron a su enemigo calle arriba, hasta el solar ahora sembrado de muebles rotos y cenizas de toldos que había sido la taberna de Gavilán. La intención de Kratos era llevar al coloso hasta la tapia de la parte norte. Al otro lado había una caída de más de cincuenta metros por una escarpa casi vertical y sembrada de rocas filosas como hachas.

Pero cuando llegó junto al muro, el gigante pareció sospechar algo. Tal vez, incluso ciego, poseía un sexto sentido que le avisaba de que a su espalda se abría un precipicio, o era más astuto de lo que creían y se había percatado de que si todos sus enemigos se aglomeraban delante de él significaba que a su espalda había peligro.

La estatua separó las piernas y plantó los pies en el suelo con tal fuerza que del empedrado saltaron esquirlas de granito. Kratos notó que algo se le clavaba en el ojo y se agachó. Fue sólo un segundo, y se enderezó de nuevo.

– ¡Tranquilo, tah Kratos! ¡No creo que tengas que ponerte un parche!

Kratos se volvió. Al ver que quien le había hablado era Gavilán se le escapó un grito de júbilo. El veterano tenía aún peor aspecto que antes, con ampollas en el rostro, sin cejas ni pelo y prácticamente desnudo y lleno de quemaduras, pero aguantaba en pie y empuñaba una pica rota en las manos.

– ¡No me abraces si no quieres despellejarme, general! -advirtió a Kratos al ver sus intenciones.

Volvieron su atención al coloso. Estaba ya casi pegado a la pared, que allí era poco más que un pretil de un metro de altura. Pero cuando volvieron a azuzarlo con las lanzas, Anfiún las barrió con su espada y quebró las astas. De algún modo, parecía haber recobrado la vista. No iba a resultar fácil moverlo de ahí.

Kratos miró a su alrededor. La mayoría de las picas estaban rotas y apenas quedaban escudos. Los hombres estaban ensangrentados, quemados, muchos de ellos armados tan sólo con sus puños, y miraban al coloso jadeando con rabia e impotencia.

Por primera vez, la estatua habló dirigiéndose a ellos en Ainari. Su boca seguía cerrada, pero su voz llegaba como un trueno a todas partes.

– PREPARAOS PARA LA GLORIOSA LLEGADA DE LOS YÚGAROI, GUSANOS. EL SUEÑO DE LOS DIOSES HA TERMINADO. HEMOS DESPERTADO PARA CONQUISTAR TRAMÓREA. ¡EL TIEMPO DE LOS HUMANOS SE ACABÓ!

El sueño de los dioses ha terminado, masculló Kratos.

De modo que lo que vaticinaba Linar, lo que temía Derguín, lo que él se negaba a creer era cierto.

«¿Qué significa esta absurda historia? ¡Los dioses a los que adoramos no pueden ser nuestros enemigos!»

Así había contestado a Linar cuando el mago les contó el Mito de las Edades. Aquella noche, Kratos estaba tan furioso que se marchó dejándolo con la palabra en la boca.

Mas esa furia era insignificante comparada con la que ahora hervía en sus venas. ¡Toda su vida ofreciendo sacrificios al justo Manígulat, a la benévola Himíe, a la valiente Taniar, al belicoso Anfiún, a la hermosa Pothine! ¡Pagando diezmos a sus sacerdotes, acordándose de derramar gotas de vino en cada libación, perdiendo un tiempo irrecuperable en salmodiar repetitivas plegarias para impetrar sus favores!

Cuarenta años había vivido engañado. Pero ni un día más.

Se adelantó un par de pasos empuñando en ambas manos la gruesa pica de fresno, la tercera que le pasaban durante la batalla. El monstruo se alzaba ante él, seis metros de metal brillante como un espejo en el que ni las lanzas ni las espadas habían dejado el menor rasguño.

– ¡Escuchadme a mí, dioses o demonios del Bardaliut!

– ¿QUÉ TIENES QUE DECIR, LARVA DE MOSCA?

– Nikastu es nuestra. Pasonorte es nuestro. ¡Tramórea es nuestra! Si tanto la queréis, ¡oh, dioses!, os va a costar ver vuestras entrañas ensartadas en las puntas de nuestras lanzas y vuestro precioso icor empapando las hojas de nuestras espadas.

– ¿QUIÉN ES EL GUSANO MORTAL QUE OSA HABLAR ASÍ AL DIOS ANFIÚN? ¡DIME TU NOMBRE PARA QUE LO APUNTE EN LA HOJA DE PAPEL CON LA QUE ME LIMPIO EL TRASERO!

La ira de Kratos se disparó hasta la órbita de Taniar. De repente, los seis metros de la estatua móvil se le hicieron pocos. Ni la aceleración habría hecho arder sus venas como la cólera sobrehumana que lo poseía ahora.

– ¡Soy Kratos May, hijo de Drofón May! ¡Tahedorán del noveno grado, señor de la Horda Roja, general y hermano de los Invictos, maestro del Zemalnit, esposo de Aidé, padre de Darkos May y de un hijo por venir! ¡Un hombre, un vulgar hombre que ha de morir, pero no sin ver antes tus huesos desparramados por el suelo!

Por tercera vez en la noche, Kratos visualizó los nueve números y cargó contra la estatua aferrando la pica y gritando ¡Allawé!

La punta impactó bajo la cintura de Anfiún y arrancó chispas de su superficie metálica. Kratos notó que el hombro derecho, el mismo que lo había atormentado tanto tiempo, se salía de su articulación y al momento volvía a encajar con un doloroso chasquido. La lanza se le escurrió de las manos y él cayó de rodillas al suelo, ridículo, pequeño, al alcance de los enormes pies y puños de la estatua.

– ¡ ¡¡ALLAWÉ!!!!

El grito de ira brotó de cientos, miles de gargantas. Kratos alzó la mirada y vio una empalizada de picas proyectándose sobre su cabeza y chocando contra el cuerpo del dios-monstruo. Las puntas rechinaron, resbalaron, las astas ya rotas se partieron otra vez. Pero había tantas lanzas que juntas formaron un grueso haz de madera y de hierro, y por debajo de ellas aparecieron Invictos con espadas, puñales o las manos desnudas, y corrieron hacia las piernas de la estatua y, clavando los pies en el empedrado, aplicaron los hombros y empujaron entre gruñidos y gritos de ánimo.

A la derecha de Kratos, el gigante Trescuerpos resoplaba y presionaba con su escudo contra el muslo de aquel coloso que casi lo triplicaba en estatura.

No lo conseguirán, pensó Kratos, todavía de rodillas.

Una mano lo agarró del codo izquierdo y tiró de él para levantarlo. Su voz era tan grave y lenta que Kratos desaceleró para poder entenderla.

– ¡… y a por él, padre!

Ayudado por Darkos, Kratos se incorporó. Después, ambos se abalanzaron contra las rodillas de la estatua y empujaron con todas sus fuerzas.

Los enormes pies rechinaron sobre las piedras y las pantorrillas de metal chocaron contra el pretil. Entre todos no habían logrado desplazar a Anfiún más que dos palmos, pero era suficiente. Las picas siguieron empujando contra el pecho del gigante, que empezó a inclinarse hacia atrás. Durante unos segundos se quedó así, como un pino talado a punto de caer, braceando en el aire. Después se inclinó un poco más, el peso del torso lo desequilibró y, por fin, sus pies se despegaron del suelo y pasaron por encima del muro.

Todos los que estaban en primera fila corrieron a asomarse. Alumbrada por la acerada luz de Rimom, la estatua cayó diez metros en vertical, chocó con un espantoso crujido contra las afiladas peñas, rebotó, rodó y resbaló por una pendiente y después se precipitó por un nuevo abismo de treinta metros hasta estamparse en el lecho seco de un río.

Tras el último impacto, su pecho empezó a emitir destellos y luces de colores a una velocidad imposible y a lanzar haces de chispas que saltaban como relámpagos entre las piedras.

– ¡Hid-dalá! -exclamó Darkos.

– ¿Qué has dicho? -le preguntó su padre.

– Es lo que dijo el Gran Barantán cuando destruyó a Molgru. ¡Nosotros hemos destruido a un dios!

– ¿Estás tan seguro, hijo?

– Ahora lo verás.

Como si las palabras de Darkos fueran proféticas, el cuerpo de la estatua se iluminó y, con un estallido que superó todos los demás ruidos, reventó en una bola de fuego que se levantó más de cincuenta metros, tanto que los Invictos retrocedieron apartándose del calor.

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