Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Cuando iba a cantar el tercer verso con el nombre de Hairón, descubrió que los hombres lo habían cambiado espontáneamente.

– ¡Corred, Invictos de Kratos! ¡Que vibren las voces! ¡Que tiemblen las piedras! ¡ Corred, Invictos de Kratos!

– ¡¡Corred, Invictos de Kratos!! -gritó él, y su voz de adolescente se quebró en un gallo.

No, no había sido tan mala idea. Bajó la vista un segundo y abrió el meñique izquierdo. Pegado al astil de la lanza vio el doble pliegue de su dedo, la curiosa mutación que compartía con su padre.

Sí, el sitio de Darkos May, por peligroso que fuera, estaba al lado de Kratos May.

En la primera fila los rayos incendiarios ya habían derribado a seis o siete hombres, que después eran aplastados por los pisotones de los que venían detrás. Había caído Oxay, y también el trompeta Makrum, y el veterano Mardrán de la compañía Narval. Y Gavilán, su querido Gavilán, el hombre que parecía capaz de descender a los infiernos y regresar vivo.

Kratos se preguntó cuánto tardarían aquellos ojos inhumanos y letales en clavar la mirada en él. La tentación de entrar en Urtahitéi era muy fuerte. Pero si se adelantaba y embestía solo contra aquel coloso, ¿qué conseguiría más que quebrar la gruesa asta de su pica?

No, ahora no era tah Kratos, maestro con nueve marcas. Ahora era el general de la Horda, uno más de los Invictos, y si había de vivir o morir lo haría junto con sus hermanos.

Aunque no debieron tardar más de siete segundos en recorrer la distancia que los separaba de Anfiún, se les hicieron eternos. Por fin, mientras los rayos rojos seguían haciendo estragos en la falange, la primera fila de los Invictos, reconstruida sobre la marcha por puro coraje y desesperación, chocó contra la estatua.

Guiadas con rabia homicida, las picas convergieron hacia el pecho y la cintura del gigante. Las puntas de hierro resbalaron sobre aquel metal bruñido como un espejo, arrancando chispas amarillas. Sin modificar su hierática sonrisa, Anfiún echó atrás el brazo derecho para tomar impulso y descargó un tajo sobre la primera fila.

Casi sin darse cuenta, Kratos se encontró en el suelo, empujado por la caída de varios hombres. Sin arredrarse ni soltar la pica, se levantó, afianzó los pies en el empedrado y volvió a golpear con la punta en el pecho del monstruo.

– ¡Empujad, Invictos! ¡Empujad!

Las lanzas se partían, pero los hombres seguían presionando con las varas despuntadas. La estatua descargó un espadazo de arriba abajo que partió en dos el escudo de Kybes, y el mestizo cayó de espaldas. Los rayos rojos seguían sembrando la muerte en las filas medias, mientras su espada y sus pies rompían escudos y picas y aplastaban cuerpos en la vanguardia.

La formación de la Horda dejó de ser una falange y se convirtió en una turba de hombres desesperados que rompieron las filas, formaron un círculo alrededor del gigante y se dedicaron a aporrear en vano sus piernas. El monstruo estaba rodeado, pero eso lo hacía incluso más eficaz y mortífero: le bastaba con girar en círculos con la espada para segar a los hombres como la hierba que mencionaban en su himno.

Kratos vio cómo la Atagaira ayudaba a levantarse a Kybes. El mestizo estaba desarmado y tenía el brazo derecho colgando, seguramente roto. Kratos le tendió la pica por encima de varias cabezas.

– ¡Y tú, qué! -gritó Kybes.

Yo tengo que hacer otra cosa, pensó Kratos. Ahora sí había llegado el momento de actuar como un Tahedorán.

Pronunció la fórmula de la Urtahitéi. Apenas hizo caso al latigazo de los riñones. Ahora los movimientos del gigante eran mucho más lentos, aunque seguían pareciéndole demasiado rápidos para una criatura de seis metros y varias toneladas de peso.

La espada pasó como una guadaña monstruosa, arrancando cabezas y torsos enteros. Kratos se agachó bajo su hoja, que zumbó por encima de él con una engañosa lentitud, WUUUUSSSS. Sin levantarse apenas, gateó junto a las piernas de la estatua hasta situarse a su espalda.

Cuando era un inofensivo Xóanos, la talla imitaba una túnica roja con pliegues verticales. Ahora se había convertido en una coraza lisa que no ofrecía asideros.

Kratos no los buscó. Se agachó de nuevo, tomó impulso y saltó en vertical con todas sus fuerzas. Multiplicadas éstas por la aceleración, consiguió levantar los pies casi cuatro metros del suelo, lo suficiente para que sus manos alcanzaran los hombros de Anfiún. Sin perder tiempo, se izó a pulso y se colgó de su cuello rodeándolo con el brazo izquierdo.

Por supuesto, ni soñaba con estrangular a una criatura de metal. Sin saber si su plan funcionaría, sacó del cinturón el diente de sable que había conseguido al convertirse en Tahedorán y buscó con él el ojo del gigante.

Aunque colgado tras la nuca no pudo ver dónde golpeaba, oyó un crujido y sintió cómo la punta del diente rompía algo parecido a cristal. Su segunda puñalada resbaló en la frente de la estatua, pero la tercera acertó de lleno en el ojo izquierdo.

Había tardado menos de medio segundo en asestar las tres cuchilladas; los hombres que combatían en el suelo vieron el brazo de su general como un borrón confuso imposible de seguir. Pero la estatua animada también era rápida. Al mismo tiempo que Kratos rompía el cristal del ojo izquierdo, los hombros de metal se iluminaron.

Kratos notó un centenar de impactos minúsculos en el cuerpo, le dolía todo. El aire restalló como en una tormenta y una fuerza invisible lo lanzó por los aires.

El Tahedorán cayó de espaldas sobre un colchón de brazos que sus hombres tendieron para amortiguar el choque. Logró caer de pie, pero tenía todo el vello del cuerpo erizado y notaba un intenso dolor entre el hombro izquierdo y el esternón. Salió de la Tahitéi pensando que era lo mejor. En ese mismo momento cayó de espaldas llevándose la mano al pecho. No conseguía respirar y sufría la angustiosa impresión de que su corazón se había detenido.

Voy a morir. Ahora, comprendió, mientras empezaba a verlo todo negro.

El instinto más que la razón le aconsejó que entrara de nuevo en Urtahitéi. Tal vez supusiera su muerte instantánea, pero subvocalizó los nueve números otra vez.

Su instinto había acertado. El latigazo que le atravesó el cuerpo surtió un efecto inmediato. Su corazón empezó a latir de nuevo y la sangre le corrió por las venas.

¿Qué más poderes malignos posee esta criatura?, se preguntó mientras se ponía en pie. Le dolía todo el cuerpo, bien fuera por la aceleración o por la violenta sacudida que lo había despedido de los hombros de la estatua. Esperó unos segundos y volvió a desacelerarse, preparado para entrar en Urtahitéi de nuevo si notaba algún síntoma raro; pero esta vez su corazón siguió latiendo al ritmo desbocado de la batalla.

El ataque desesperado de Kratos había conseguido algo. El gigante no sólo dejó de disparar sus rayos. Al parecer, tampoco podía ver, porque empezó a girarse a los lados, lanzando golpes y patadas descontrolados. Mas incluso ciego seguía siendo un adversario terrible y los hombres caían a su alrededor como moscas.

Pero una furia homicida había poseído a los Invictos. Como hienas que huelen la sangre del león, reemplazaban a los caídos y seguían acosándolo con lanzas enteras o rotas, escudos, espadas y puñales.

– ¡Llevadlo hacia allá! -gritó Kratos, señalando hacia la taberna de Gavilán. No quería dar más explicaciones; ignoraba si la estatua era capaz de escuchar y entender sus palabras.

Pero los soldados sí captaron sus intenciones. Los que estaban calle arriba abrieron filas para dejar pasar al gigante, mientras que los demás no cejaron de hostigar y empujar. Anfiún seguía repartiendo golpes a discreción, pero sus ataques habían perdido eficacia y su espada hendía el aire o arrancaba chispas del suelo y las paredes de roca más veces de las que alcanzaba blancos humanos.

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