Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Ella tardó un rato en responder, quizá porque no asimilaba lo que estaba contemplando. Por fin, llevándose la mano a la boca en un gesto de horror, dijo:

– Es la estatua de Anfiún… ¡Está viva!

Kratos la agarró de la cintura y la volvió hacia sí. Durante la batalla, Aidé había servido de cebo para que el hombrecillo que se hacía llamar Gran Barantán atrajera al demonio metálico Molgru. No estaba dispuesto a que volviera a correr un peligro similar.

– Baja a los sótanos del torreón y escóndete bien. Llévate a Darkos y a las criadas. ¡Y también a Rhumi!

– ¿Qué vas a hacer?

– Ningún dios ni demonio va a destruir mi ciudad. Eso te lo aseguro.

Para vestirse y armarse, Kratos se permitió el lujo de entrar en Protahitéi durante unos segundos. Después bajó por la escalera de caracol dando órdenes a voces. Cuando llegó al piso inferior, los soldados de guardia se cuadraron ante él.

– ¡Partágiro!

– ¡Sí, tah Kratos! -respondió el jefe de su escolta entrechocando los talones.

– Reúne a todos los hombres posibles, con lanzas y escudos. A la plaza central. ¡Más rápidos que el rayo!

Partágiro se apresuró a cumplir las órdenes y Kratos corrió por la calle de

Malabashi hacia la plaza. La campana que habían instalado en el torreón tocaba a rebato, mientras por toda la ciudad sonaban trompetas que se respondían unas a otras llamando a zafarrancho de combate.

Cuando llegó a la plaza, que tras dos días de trabajo había quedado casi despejada de escombros, Kratos se topó con decenas de hombres y mujeres que bajaban despavoridos por la calle de Abinia. Era difícil convertir de nuevo a esa turba asustada en un ejército, pero Kratos había traído consigo al corneta de la guardia y le ordenó que tocara con toda la fuerza de sus pulmones Formar falange.

La vida de la Horda Roja estaba regulada a son de trompeta. Había más de cien toques distintos que todos los Invictos debían conocer. Los oficiales se encargaban de examinarlos periódicamente y comprobar que no los olvidaban, so pena de arresto. Las siete notas de Formar falange surtieron el efecto mágico de detener la estampida. Los hombres se frenaron en el acto y, aunque pertenecían a unidades distintas, algunos de ellos a la caballería o al cuerpo de arqueros, empezaron a cerrar filas allí donde les señalaba Kratos.

La mayoría bajaban desarmados. Kratos eligió para la primera fila a los que traían espadas o lanzas, y colocó detrás a los demás para que hicieran bulto, al menos hasta que llegara el equipo que había encargado. De las mujeres que habían huido de la taberna algunas siguieron huyendo, pero otras, tan acostumbradas como los hombres a interpretar los toques de trompeta, corrieron a las casas y las armerías para coger lanzas y escudos de los astilleros.

Las llamas del incendio se veían más altas ahora, por encima de los tejados de las casas que flanqueaban la calle de Abinia.

– Es el pabellón de la armería, tah Kratos. Ese monstruo debe haberle prendido fuego con los ojos.

Kratos se volvió a su derecha, sorprendido de oír una voz femenina. Era la Atagaira morena. Llevaba una espada al cinto, pero de algún modo se había agenciado también una lanza y se había plantado en la primera fila junto a Kybes.

Pensó en decirles que ése no era su sitio y enviarlos al final de la formación, pero se arrepintió al instante. Todo aquel que estuviera dispuesto a enfrentarse en primera fila a una amenaza sobrenatural era bienvenido.

A lo lejos se seguían oyendo gritos, y también golpes y estrépito de cascotes derrumbándose, como si una brigada de demolición estuviera echando abajo edificios a golpe de ariete. Kratos consiguió por fin organizar algo parecido a una falange en que las seis o siete primeras filas disponían de picas y escudos. Normalmente los fogosos, los infantes que formaban en vanguardia, llevaban lanzas de tres metros, mientras que los verdugos, más veteranos, los apoyaban desde atrás con picas de cinco metros. Ahora, considerando el tamaño de la estatua de Anfiún, Kratos ordenó que las armas más largas pasaran a la primera fila.

– ¡Adelante!

Los Invictos marcharon cuesta arriba por la calle de Abinia, marcando el paso con fuerza para que el retemblar de las botas sirviera de acicate al valor. En su avance siguieron topándose con gente que huía. Al encontrarse de frente con la falange, se apartaban a los lados, saltando sobre muros derruidos o colándose por ventanas rotas, y muchos de ellos se agregaban al fondo de la formación.

No tardaron mucho en ver a la estatua viviente de Anfiún, iluminada por el vivo resplandor de Rimom.

– ¡Ese hijo de puta se ha aburrido ya de destrozarme la taberna! -exclamó Gavilán, que formaba tres escudos a la derecha de Kratos. El capitán cojeaba de forma ostensible, tenía la hombrera izquierda de la túnica quemada y los jirones se le pegaban a la piel abrasada, pero se había negado a que Kratos lo mandara a cualquier fila que no fuese la primera.

– ¡Tu taberna ya era un destrozo, Gavilán! -gritó Oxay, cuya rubia cabeza descollaba entre las demás. Sólo Trescuerpos lo superaba en altura.

Dios o demonio, el coloso sabía bien lo que hacía: se había dirigido al lugar donde más daños podía causar. A la derecha de la calle de Abinia había una manzana donde se alzaban quince casas en condiciones aceptables que de lejos parecían casi intactas. Cuando eran de un solo piso, el gigante se dedicaba a hundir sus tejados a puñetazos. Si las moradas tenían dos o tres plantas, la emprendía a golpes y patadas con sus paredes hasta que se desmoronaban enteras entre un ensordecedor estrépito y nubes de polvo.

La mayoría de los edificios se hallaban vacíos, pues sus habitantes habían huido alertados por los gritos y las llamas del Mirador de Nikastu. Pero cuando Anfiún derrumbó uno de los tejados se oyeron agudos chillidos de terror. El gigante se inclinó sobre el hueco, metió los brazos y sacó una presa en cada mano. Había sorprendido a una pareja tan enfrascada en su abrazo amoroso que no había llegado a percatarse de los ruidos del exterior.

El gigante los levantó en alto, dos marionetas desnudas que pataleaban en el aire. Los alaridos de ambos se apagaron al instante cuando las enormes manos metálicas les aplastaron la cabeza.

Entre los soldados que marchaban calle arriba se oyeron insultos e improperios dirigidos contra la estatua viviente. Ésta pareció oírlos, se volvió hacia ellos y desde donde se hallaba les arrojó ambos cuerpos.

El cadáver de la mujer voló decenas de metros antes de chocar contra el suelo con tal fuerza que rebotó y se estrelló contra Gavilán. Éste trató de amortiguar el impacto con el escudo, pero cayó de espaldas y derribó a varios hombres de atrás.

El avance de la formación se detuvo un instante mientras los compañeros ayudaban a Gavilán y a los demás caídos a levantarse. El cuerpo de la mujer, que debió ser bella antes de que el coloso aplastara su cráneo, quedó tendido en el suelo, mientras las filas de soldados trataban de esquivarla sin pisotearla.

Gavilán volvió a ocupar su puesto. Su escudo, pintado de rojo como los demás, mostraba ahora un salpicón más oscuro.

– ¡Sabía que las mujeres se morían por arrojarse a mis brazos, pero esto es excesivo!

– ¡Capitán, hay veces en que tus bromas de mal gusto se convierten en repugnantes! -dijo Kratos.

– ¡No vamos a salir de ésta, tah Kratos, así que deja que me vaya al infierno siendo el mismo zafio bruto de siempre!

Entre los demás se oyeron algunas carcajadas. Kratos comprendió que no era por insensibilidad: estaban aterrorizados. No iban a luchar contra Aifolus, ni siquiera contra demonios de metal, sino contra un dios, en contra de todo lo que les habían inculcado desde niños.

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