Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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En la primera gran guerra entre ambas razas, los acrecentados, que todavía no se hacían llamar dioses, utilizaron los vastos recursos de la región exterior del sistema solar. Los naturales dominaban por aquel entonces la zona interior hasta la órbita del cuarto planeta y también poseían armas poderosas. Si a veces los acrecentados conseguían eludir la vigilancia de la red de satélites y aniquilaban ciudades de millones de habitantes, por su parte los naturales contraatacaban con sus propios proyectiles y destruían hábitats espaciales tan grandes como el Bardaliut.

Pero ¿qué pueden hacer los mortales de ahora, confinados a la superficie de Tramórea? ¿Arrojar piedras contra las alturas mientras insultan a los dioses?

Eso, al menos, es lo que deben creer el resto de los Yúgaroi. Tarimán

sabe más, pero se guarda bien sus pensamientos.

Manígulat agradece los aplausos de sus hermanos. Con otro gesto, las paredes del Bardaliut vuelven a convertirse en mármol, que ahora aparece salpicado con un jaspeado verde muy agradable a la vista. El rey de los dioses se acerca a Anfiún y con un gesto desdeñoso, como al desgaire, le levanta el castigo.

Por fin, el señor de la guerra deja de sacudirse. Un cuerpo normal que golpeara el suelo con tanta violencia como ha hecho él se habría roto los huesos de pies y manos, y se habría descoyuntado todas las articulaciones en las convulsiones de aquella mezcla de pataleta y ataque de epilepsia que le ha provocado el poder de Manígulat.

Pero el cuerpo de Anfíun, como ya quedó dicho, no es normal.

El dios de la guerra se incorpora. Aunque mide unos centímetros más que Manígulat, ahora se encorva, de forma consciente o no.

– ¿Has tenido suficiente? -pregunta Manígulat.

Anfiún mira al suelo sin contestar. El rey de los dioses repite la pregunta, añadiendo un pulso electromagnético que hace contraerse todos los miembros de Anfiún. Es un solo espasmo, pero basta para recordarle la lección.

– No he oído tu respuesta, hermano.

– He tenido suficiente. Tú ganas.

El tono de Anfiún no suena en absoluto humilde ni convencido, pero Manígulat se conforma con su semidisculpa y olvida de momento el asunto.

Las luces de la sala se atenúan ligeramente y empieza a sonar una suave música. Tarimán, que la coteja con sus recuerdos, comprueba que es una pieza de ritmo marcial dedicada a un antiquísimo dios de la guerra. También flotan sutiles aromas en el aire que aceleran las pulsaciones y erizan la piel provocando cierto grado de excitación que, sin ser sexual, casi lo parece. No se trata de un intento de manipulación. Los dioses saben manejar sus equilibrios químicos internos, de modo que quien quiera puede contrarrestar o anular el efecto de esas feromonas. Lo que está haciendo Manígulat simplemente es crear un ambiente acorde con el tono grandioso de su discurso.

– La guerra contra los mortales ha vuelto a empezar. Y ésta, hermanos, será la definitiva -anuncia.

Hace tiempo que dejaron de referirse a los humanos de Tramórea como naturales. La palabra «natural» sigue sugiriendo connotaciones positivas, incluso para seres que renunciaron a su naturaleza original hace eras. Ahora prefieren hablar de dioses y mortales.

– En esta ocasión no seremos benévolos ni generosos con ellos -prosigue Manígulat-. Esta vez los aniquilaremos.

La diosa Vanth carraspea tímidamente. Su cuerpo está envuelto por una especie de gasas que flotan en el aire, etéreos remolinos de polvo de hadas que revelan sus formas con lo que ella pretende sea una elegante combinación de sensualidad y misticismo. Tarimán encuentra ese estilo más bien empalagoso.

– Me permito recordarte que son nuestros antepasados, hermano -dice la diosa.

Vanth tiende a ser más compasiva que los demás. O tal vez más débil e indecisa.

– No son nuestros antepasados -interviene Taniar, la diosa de ébano, actuando de nuevo como vocera de Manígulat-. Son descendientes de nuestros antepasados, que no es lo mismo.

– Oh, diosa de la inteligencia, eres tan sutil que la lógica de tu razonamiento se me escapa -responde Vanth.

– ¿Debo ponerte un ejemplo para convertir lo sutil en concreto?

– Sí, por favor, hermana, ilústrame.

– ¿Existen todavía chimpancés en Tramórea? -pregunta Taniar.

Es algo más que una interrogación retórica. La diosa hace una pausa y su mirada se queda en blanco. Tarimán comprende que está accediendo a los bancos de datos y observación del Bardaliut. Ahora que Tramórea vuelve a estar abierta a los dioses, la información le llega enseguida.

– Sí, quedan chimpancés en las selvas de Pashkri -se responde ella misma-. También compartimos ancestros comunes con ellos. ¿Debemos tratar a esas criaturas peludas y malolientes con tanto respeto como si fueran nuestros bisabuelos?

– Yo no he sugerido nada parecido, hermana. Además, estaba hablando de los mortales, no de los chimpancés.

– En el fondo te refieres a lo mismo, hermana. Hay menos diferencias entre los chimpancés y los humanos que entre éstos y nosotros. Hace mucho que no tenemos nada en común con los mortales.

Tarimán piensa que mortales y dioses no están tan alejados como Taniar quiere creer. El ADN de los humanos de Tramórea se puede mezclar con el de los Yúgaroi y producir sujetos viables. Lo sabe porque él mismo realizó ese experimento a través de un waldo, o lo que los mortales denominan un Xóanos. Dicho experimento tiene nombre: Togul Barok. Aunque el resto de los presentes lo ignore, se ha salvado de la lluvia de fuego celeste enviada por Manígulat. Y ahora mismo no está nada contento con los dioses.

Tarimán conoce el estado de ánimo y los pensamientos de Togul Barok y de muchas otras personas gracias a un pequeño objeto que guarda en su poder desde hace mucho tiempo. Un objeto que alguien que pronto les visitará no va a tardar en reclamarle.

– Aunque fueran como chimpancés -insiste Vanth-. ¿Por qué debemos exterminarlos? Son tan pequeños e indefensos…

– Si quieres alguno como mascota, yo misma te conseguiré uno -sugiere Shirta, que da nombre a la luna verde. Entre los dioses debe haber pocas mentes más crueles e insensibles que la suya.

– No confundáis mis palabras interpretando que insinúan alguna oscura necesidad maternal por mi parte -responde Vanth-. Pero siento lástima por esas criaturas encerradas en su propio atasco evolutivo.

– La lástima es para los débiles.

– En ese caso, fuimos débiles en el pasado. ¿Es necesario que os recuerde que hace miles de años, cuando se produjo la catástrofe, salvamos a todos los humanos que pudimos? Si en aquel entonces obramos de tal manera y ahora los aniquilamos, estaremos reconociendo que cometimos un error.

– Pues reconozcámoslo -la interrumpe Manígulat-. Yo lo reconozco, hermana.

Vanth agacha la barbilla. El tono de Manígulat no admite discusión ulterior.

¿Fue un error?, se pregunta Tarimán. En su opinión, Tramórea era un hermoso proyecto. Y, sobre todo, divertido. De hecho, para él sigue siéndolo hoy día. Aunque la diversión entrañe riesgos para su persona.

Todo empezó tras la primera gran guerra entre naturales y acrecentados. Aquel conflicto acabó sin vencedores, pero desgastó a ambos bandos. Los acrecentados, que controlaban la región exterior del sistema solar, habían agotado buena parte de sus recursos. Por eso decidieron abandonar a los naturales a su suerte, fuera ésta buena o mala, y buscarse la vida en parajes más remotos.

Por desgracia, viajar entre las estrellas es lento, muy lento. Para recorrer los veinte años luz que los separaban de su destino emplearon más de un siglo. Eran inmortales y tiempo no les faltaba. Pero el tedio acababa afectándolos tanto como a los naturales. Por el camino estallaron muchas rencillas entre ellos y algunas naves se perdieron, destruidas por sus propios ocupantes en peleas provocadas por el aburrimiento infinito, la claustrofobia y el roce constante.

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