– Ahora, mis hermanos Yúgaroi, después de estos mil años nada impide que nos divirtamos un poco.
Baoyim fue la primera que reparó en lo que ocurría y tiró de la manga a Kybes.
– ¡Mira! Kybes se volvió hacia el centro de la taberna. La estatua de Anfiún, el Xóanos de madera descolorido por el tiempo, se había convertido en algo muy distinto. Las piezas de la armadura que la recubrían habían dejado de ser rojas, transformándose en un metal tan bruñido que reflejaba las luces como un espejo. Las manos y el rostro mantenían su color castaño, pero la textura había cambiado de forma sutil.
Aquella metamorfosis se habría limitado a un prodigio llamativo e inocuo de no haber sido porque la estatua cobró vida y se bajó del pedestal.
El podio medía un metro. No era una gran elevación, pero cuando un objeto de varias toneladas cae desde esa altura, el impacto se hace notar.
Tras unos segundos de estupefacción, todos los que se habían levantado de las mesas para contemplar el prodigio de los cielos empezaron a gritar. Aunque adoraban a Anfiún como señor de la guerra y le habían renovado las ofrendas en la segunda noche de funcionamiento de la taberna, a nadie se le ocurrió acudir a postrarse a sus pies para dar gracias por el honor que suponía aquella extraña visita.
Todos los gritos de horror parecieron concentrarse en uno de tono y timbre femeninos, como si los guerreros quisieran rivalizar con las camareras y las chicas de compañía por ver quién emitía la nota más aguda. Y después de los gritos vinieron las carreras para huir.
Kybes y Baoyim se asomaron al pretil donde habían apoyado sus jarras de cerveza. Por allí era imposible escapar: había una caída de más de cincuenta metros. Ni el lado oeste ni el norte ofrecían mejor salida que el oriental: las paredes eran bajas, pero no así las pendientes que se abrían al otro lado. Si no querían romperse todos los huesos del cuerpo, la única salida que les quedaba era por la parte sur.
Mas para llegar a ella tenían que pasar peligrosamente cerca de la estatua.
– ¿Crees que tendrá malas intenciones? -preguntó Baoyim, con la voz mucho menos pastosa que unos minutos antes.
– Lo vamos a saber enseguida -respondió Kybes.
Los clientes de la taberna, que en aquel momento debían rondar los trescientos, intentaron huir rodeando al Xóanos por ambos lados, manteniendo una distancia segura con él. En vano. Los empujones motivados por las prisas, el temor y las apreturas hicieron que los menos afortunados se vieran obligados a pasar rozando la estatua viviente.
El revivido Anfiún no tardó en demostrar sus sentimientos hacia los guerreros que le habían ofrecido pastelillos e hidromiel. Giró el cuello a ambos lados y, sin abandonar su misteriosa sonrisa ni hacer gesto alguno, se agachó ligeramente a la derecha, interceptó el paso de un soldado de caballería y lo levantó en el aire rodeándole el torso y la cabeza con una mano. Con la otra le aferró las piernas y después separó ambos brazos, desmembrando a su presa
con menos esfuerzo del que habría necesitado Kybes para partir en dos un panecillo recién horneado.
– ¡Santa Iluanka, ayúdanos! -exclamó Baoyim.
Anfiún arrojó lejos de sí ambas mitades. La superior voló casi quince metros, gritando mientras dejaba por el aire un reguero de sangre y de intestinos, y no se calló hasta que su cabeza se estrelló contra las piedras a apenas tres pasos de Kybes y Baoyim.
Ése fue el inicio del caos. Conforme la gente pasaba a su lado como un río que se dividiera al fluir bajo un pilote, el gigante de seis metros se revolvía a derecha e izquierda. Sus manos anchas como escudos lanzaban a sus víctimas por los aires, y sus pisotones reducían a astillas las piernas de los que trataban de huir y a pulpa machacada los cuerpos de quienes ya habían caído al suelo.
Kybes y Baoyim cruzaron una mirada. Si el gigante decidía quedarse en el centro de la taberna, lo más prudente parecía esperar donde estaban. Pero la estatua viva demostró que tenía más armas. Sus ojos inexpresivos se iluminaron una fracción de segundo, y de ellos brotaron dos haces de luz rojos que iluminaron un toldo y le prendieron fuego al instante. Sin dejar de golpear y aplastar a diestro y siniestro, Anfiún dirigió esos rayos mortíferos contra los demás toldos y también contra las mesas, que ardían como teas untadas de resina. Después decidió emplear la nueva arma también contra los humanos. Muchas de las personas que corrían pegadas a las paredes exteriores creyéndose lejos del alcance del gigante cayeron al suelo entre alaridos con la ropa y los cabellos prendidos en llamas.
– ¡Sígueme! -dijo Kybes, tirando de la mano de Baoyim.
– ¿Estás loco?
– ¡Es el mundo el que se ha vuelto loco! ¡Vamos!
Corrieron directamente hacia el monstruo de metal bruñido, en lugar de intentar rodearlo. Un rayo rojo pasó sobre sus cabezas, a apenas medio metro, y a sus espaldas oyeron un grito de dolor que se confundió con los demás. Olía a pelo y carne quemada, a sangre y vísceras derramadas, pero Kybes no reparó en aquellos hedores. Durante un instante, se arrepintió de haberse quedado en Narak en vez de seguir viaje a Uhdanfiún. ¡Si hubiera aprendido al menos la primera aceleración!
Pensando que en cualquier momento una mano gigante le arrancaría la cabeza o lo aplastaría un pie de metal, entrecerró los ojos, apretó los dientes y puso el cuerpo de lado para pasar entre las piernas de la estatua. Al hacerlo las rozó y las notó frías como el hielo.
Siguió corriendo, decidido a no mirar atrás. Pero al oír el grito de Baoyim no pudo evitar volverse. Anfiún se agachó al sentir pasar a la Atagaira, la agarró de la capa y tiró de ella, levantándola en el aire.
Con una rapidez asombrosa, Baoyim pulsó un broche plateado que tenía bajo la barbilla, se soltó la capa y cayó al suelo. Kybes le tendió la mano y tiró de ella con fuerza para ayudarla a colarse entre las piernas de la estatua. Ésta no prestó atención a la presa que se le acababa de escapar: tenía de sobra, pues la masa de gente caída, pisoteada y quemada había formado un tapón que impedía la huida a los demás. Pese a no tener más paredes que antepechos de cinco palmos de altura, la taberna de Gavilán se había convertido en una ratonera mortal. Más de un prisionero en aquella trampa optó por arrojarse al vacío y romperse los huesos contra las rocas antes que enfrentarse con la ira de todo un dios.
Kybes y Baoyim salieron por la puerta. El mestizo se disponía a huir con los demás calle abajo, pero la Atagaira le asió de la manga y lo frenó.
– ¿Qué haces? ¡Hay que largarse de aquí!
– ¡No sin nuestras armas! ¡Vamos a la armería!
– ¿Para qué? ¿Qué pretendes hacer?
– ¿Qué voy a pretender, Kybes? ¡Luchar!
Desde el torreón, a Kratos le llegaron los gritos de pavor. Pocos minutos después vio gente que bajaba corriendo por la calle de Abinia hacia la plaza central.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Aidé, que había tardado unos minutos más que él en subir al terrado-. ¿Un incendio?
Desde el torreón se dominaba prácticamente toda la ciudad. Kratos se acercó a la parte norte y trató de distinguir qué ocurría entre las llamas. Parecía que se había prendido fuego en unos cuantos toldos, pero además se veían unos extraños rayos rojos que trazaban líneas rectas y no las curvas y quebradas propias de los relámpagos.
– No puede ser verdad… -musitó.
Aidé se acercó a él, cubriéndose los hombros con un chal. Kratos se puso detrás de ella y le pasó un brazo junto al cuello para señalar con el dedo hacia la taberna de Gavilán.
– Tú tienes mejor vista. Dime qué ves allí, Aidé.
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