Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Ambos habían vuelto a la taberna de Gavilán. En la mesa, entre Kybes y ella, descansaba la breve nota que Derguín le había entregado a un centinela de la Horda antes de desaparecer, según los escasos testigos, a lomos de una bestia alada.

He partido con Mikhon Tiq por recuperar la Espada de Fuego. No pudiera llevaros. Sólo sitio para dos. Volveré. Seguid a Kratos. Nos peleamos los dos, pero seguid donde él esté. Yo os encontraré.

La había escrito en el idioma de los Aifolu para evitar que nadie que no fuese Kybes la pudiese leer. Aunque el estilo adolecía de ciertas incorrecciones, el mensaje era claro.

– ¿Que sigamos a Kratos? -se quejó Baoyim-. ¿Adónde? No parece moverse de Pasonorte. Y éste no es nuestro sitio.

Como para corroborarlo, estaban sentados los dos solos en una mesa donde habrían cabido seis comensales más. Nadie intentaba unirse a ellos ni les invitaba a una ronda.

– En realidad -continuó Baoyim-, nunca he pertenecido a ningún sitio, ¿sabes? Siempre he sido muy rara. -Se tocó los rizos negros y los sacudió con cierto desdén, como si quisiera librarse de ellos. Se le había subido la bebida, pero la borrachera le estaba dando más mohína que eufórica-. Mírame, ni siquiera parezco una Atagaira.

– Eres una mujer muy hermosa, Baoyim.

– ¡Para ti puede que lo sea, pero en mi raza soy un bicho raro! Además… ¡si a ti ni siquiera te gustan las mujeres!

– Que me gusten los hombres no quiere decir que no sepa admirar la belleza femenina, Baoyim. Créeme, si decidiera tener una novia tú serías mi primera opción.

– ¿Seguro? ¡Me estás tomando el pelo!

Baoyim siguió lamentándose un rato de lo desarraigada que se sentía. Kybes dejó que hablara. Debía ser muy duro verse separada de su pueblo, que más que un pueblo o una raza era prácticamente una especie distinta, incapaz de procrear con el resto de los humanos de Tramórea.

Mientras ella hablaba de las montañas nevadas de Acruria, de sus lagos limpios como espejos y de sus valles de esmeralda, Kybes meditó sobre su propio desarraigo. Si a Baoyim la miraban raro por ser una mujer guerrera, a él lo señalaban, a veces con disimulo y a veces sin ningún rebozo, por sus córneas amarillas y los tres círculos negros tatuados en la frente que lo delataban como miembro del Martal. Como si no supieran de sobra que había combatido con los Invictos en la batalla de la Roca de Sangre y que era él quien había brindado a Kratos información clave para tenderle una trampa a la caballería pesada de Ulisha.

No era nada nuevo para él. Ya desde niño se sentía fuera de lugar. Había nacido en Valiblauka, una región situada en el cruce entre Ritión, Malabashi y Pashkri. Su padre era un Aifolu que decidió abandonar la vida nómada y se convirtió en comerciante y Ritión de adopción.

Siendo Kybes el primogénito, su padre estaba empeñado en que heredase el negocio familiar. Pero Kybes soñaba con grandes proezas y amaba el arte de la espada sobre todas las cosas. A los doce años se había escapado de casa para viajar a Koras y estudiar con los maestros de Uhdanfiún. No llevaba ni tres horas de camino cuando los criados lo pillaron y se lo llevaron de vuelta al hogar.

Su padre le propinó una buena zurra. Mas, por otra parte, al darse cuenta de que por las malas no disuadiría a su hijo de sus afanes guerreros, le asignó un maestro de espada que el propio Kybes pagaba trabajando día y noche para la empresa paterna.

A los veinte años se despidió de la familia y, prácticamente con una mano delante y otra detrás, se encaminó al puerto de Haida y tomó un barco hacia Áinar.

Pero en el camino hizo escala en Narak y su destino cambió. Al enterarse de que el nuevo Zemalnit acababa de instalarse en la ciudad y había fundado su propia academia de la guerra, el Arubshar, Kybes se presentó a la prueba de ingreso.

Derguín y él habían congeniado enseguida. El Zemalnit era un joven amigable y nada pretencioso, y su sentido del humor tenía mucho en común con el de Kybes: ambos empezaban por reírse de sí mismos antes de burlarse de los demás. Como maestro, Derguín era paciente, poseía un talento increíble con la espada y un don para convertir lo complicado en sencillo y enseñárselo así a los demás.

Por otra parte, aunque de risa fácil, Derguín era proclive a accesos de melancolía y a encerrarse en sus cavilaciones. En parte, esa tendencia a ensimismarse era lo que atraía a Kybes. Tal vez fuera una impresión suya, pero Derguín Gorión parecía ver más allá de las cosas, como si sus pupilas captaran otra realidad que se escondía detrás de la que veían los demás. Además, era un gran narrador. Le gustaba hablar de lugares lejanos, tanto los que conocía por sus lecturas como los que había visitado durante la búsqueda de la Espada de Fuego. Sus relatos poseían la virtud de inspirar en los demás el inefable sueño de alcanzar el país desconocido que se extiende más allá del horizonte.

Aun así, Kybes seguía dudando si quedarse en Narak o proseguir viaje hasta Áinar; sólo en Uhdanfiún podría conocer los secretos de las Tahitéis. Pero entonces conoció a Semias. A ambos les bastó mirarse a los ojos para darse cuenta de que no sólo se caían bien, sino que entre ellos podía surgir algo más que camaradería.

Si bien Kybes se había acostado con algunas mujeres, la experiencia no le había colmado tanto como esperaba. Por otra parte, cuando veía a otros jóvenes ejercitarse medio desnudos en la palestra, se daba cuenta de que el puro goce estético de ver sus músculos contraídos y untados de aceite encubría algo más. Con Semias descubrió qué era ese «algo».

La homosexualidad estaba prohibida en Áinar. La primera vez se castigaba al sodomita con veinte latigazos en público. La segunda vez con castración y ahorcamiento -por ese orden: no se ahorraba dolor al reo-. En cambio, Narak, como la mayoría de las ciudades Ritionas, era mucho más tolerante. De Narak era el poeta Baryún, autor del Elogio de lo efímero, que también había cantado al amor entre hombres en su Más hermoso que el espolón de una nave de guerra.

Así que todo quedó decidido. Kybes encontró su lugar en Narak. Allí podía manejar la espada, tenía un maestro de esgrima que además despertaba sus sueños y también un amigo y amante. ¿Qué más podía pedir?

La felicidad, como dijo precisamente Baryún, es la más inestable de las posesiones, tan huidiza como el polvo que impregna las alas de las mariposas. En cuestión de días, todo se había ido al garete. Por la lealtad que sentía hacia Derguín, Kybes había aceptado casi sin pensárselo la loca misión de espiar en el Martal. Los peligros, la tensión y el temor constante de ser descubierto podía soportarlos. Pero los horrores en los que había participado le habían dejado una marca indeleble. Más de una noche se despertaba entre gritos creyendo que volvía a estar en la Torre de la Sangre sacrificando inocentes, o en la tienda de Ulisha bebiendo aquella horrible pócima bajo los ojos de la máscara del Enviado, o de rodillas en el suelo recogiendo los restos de sus propios dedos cortados por la espada de Bintra.

Mientras él vivía aquella pesadilla, Semias y sus compañeros los Ubsharim morían asesinados, y la academia donde Kybes había pasado la época más dichosa de su vida era destruida en un incendio. Aunque hubiese podido regresar, ya no tenía dónde.

Al menos, tras la victoria en la Roca de Sangre la situación se había arreglado un poco. Kybes llegó a pensar que conocería otro momento de estabilidad, aunque no llegase a ser tan feliz. Gracias al Gran Barantán podía blandir la espada de nuevo. Que todo el universo a su alrededor se hubiese vuelto del revés, que la mayoría de la gente pareciese zurda, que el sol saliera por el oeste y se ocultara por oriente, que las letras corrieran de derecha a izquierda: todo era un precio aceptable con tal de volverse a manejar por sí solo.

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