– Te agradezco tu interés, pero tenemos otras cosas que hacer, Baoyim.
– Pueden esperar. Todos dependemos de tu brazo y sus nueve marcas de maestría, tah Kratos -dijo muy seria, pero después sonrió. Tenía los dientes muy blancos y perfectamente alineados-. ¿Te importaría quitarte la casaca?
– Eso, quítate la casaca -dijo Aidé con un tono sarcástico que la Atagaira no pareció captar.
Justo lo que quería evitar, pensó Kratos. Lo cierto era que el hombro le dolía mucho. Aunque no fuera el mismo tipo de molestia que le había impedido manejar la espada durante tanto tiempo, necesitó ayuda para desnudarse. Cuando Baoyim hizo ademán de tirarle de la manga, Aidé se acercó.
– Permite que lo haga yo, querida.
Cuando Baoyim le tocó el hombro, el contacto distó mucho de ser placentero. Tras clavarle los dedos sin contemplaciones en varios puntos, dictaminó que era una luxación y que, puesto que el hombro había vuelto a colocarse por sí solo, lo único que tenía Kratos ahora era una inflamación.
– ¿Te importa aplicarle tú misma este ungüento? -le pidió a Aidé, tendiéndole un frasco lleno con una pasta amarillenta-. Ya que vamos a ver a una reina, me gustaría al menos lavarme la cara y peinarme.
Muy sonriente y melosa, Aidé le indicó dónde podía hacerlo. Mientras la Atagaira se aseaba al otro lado de una cortina, la joven untó el hombro de
Kratos con el ungüento.
– Mmmm… Qué gusto. ¿Cuántas veces al día ha dicho que tienes que echármelo?
– No me lo ha dicho todavía. Es una mujer muy guapa, ¿no te parece?
– ¿Bromeas? Es tan machorra como todas las Atagairas -respondió Kratos, bajando la voz. En realidad, la mezcla de músculos y curvas de Baoyim (combinación que podía apreciarse a simple vista, pues la Atagaira enseñaba brazos y piernas sin ningún pudor) resultaba muy atractiva. Cosa que no confesaría ni aunque le arrancaran las uñas de cuajo-. Además, sabes que a mí sólo me gustan las rubias.
– ¿Seguro? Recuerdo que Shayre tenía el pelo tan negro como Baoyim.
Kratos levantó la mirada. Aidé sonreía. Pero él sabía de sobra que hablaba en broma hasta cierto punto.
– Y ahora te vas a ver a otra mujer… Espero que te portes bien, tah Kratos. Ya sabemos cómo es la divina Samikir -dijo Aidé, mientras le ayudaba a ponerse la casaca.
En realidad, la joven no lo sabía del todo. Kratos no le había confesado que, durante sus días de cautiverio en la pirámide de Malib, se había acostado dos veces con la divina Samikir. Para ser precisos, había sido más bien al contrario. Kratos estaba encadenado con grilletes, de modo que su papel había sido bastante pasivo. Aunque él no había podido hacer nada por evitarlo, a veces le asaltaba el recuerdo de aquel placer, exquisito y degradante a la vez, y se sentía culpable. Por eso no había hablado de ello con Aidé ni con nadie más.
Ya empezaba a alborear cuando bajaron a los subterráneos del torreón. Había dos niveles. El primero era una bodega que, después de limpiarla lo mejor posible, habían convertido también en armería. En el suelo se abría un hueco que daba acceso a una angosta escalera por la que se bajaba al segundo sótano, un pasillo rodeado de celdas. Habían encerrado a Samikir en la que se encontraba más cerca de la escalera. Cinco puertas más allá, al final de la galería, estaba Urusamsha. Kratos pensó que también sería interesante hablar con él, pero por el momento le pareció mejor concentrarse en su entrevista con la reina de Malib.
La celda que le habían adjudicado era la más espaciosa de los calabozos y Kratos había hecho que le instalaran dos alfombras, una cama, una mesa y varias sillas. No se trataba de un alojamiento palaciego, pero él había estado prisionero en condiciones peores. Y precisamente por culpa de Samikir.
La acompañaban el eunuco Barsilo y dos criadas. Cuando los visitantes entraron, ambas mujeres se apresuraron a ponerse delante de la reina tendiendo entre ambas una cortina a modo de biombo. Pero como detrás había una lámpara de luznago, la silueta de Samikir, que se había levantado de la silla, se perfilaba con toda nitidez en la tela.
– ¿Desde cuándo las Atagairas tienen el pelo negro? -preguntó sin preámbulos.
– No hemos venido aquí a contestar las preguntas de la divina Samikir – dijo Kratos.
– Nuestra pregunta es muy sencilla. Sería descortés por vuestra parte no responder.
– No es ningún misterio, majestad -dijo Baoyim. Luego debió recordar el protocolo relativo a la reina, a quien había que hablar en tercera persona, y añadió-: La respuesta a la pregunta de su divina majestad es muy sencilla. A veces nacemos Atagairas morenas, del mismo modo que entre otros pueblos nacen mujeres albinas.
Samikir, que había dejado de interesarse a mitad de la respuesta, se dirigió a Kratos de nuevo.
– ¿Y a qué debemos el honor de tu visita, tah Kratos? ¿Has decidido dejar de someternos de una vez a este trato ultrajante y enviarnos de vuelta a Malib con una escolta adecuada a nuestra categoría?
– Jamás he pretendido ofender a su divina majestad.
– ¿Encerrarnos en una hedionda mazmorra no te parece un ultraje?
– Antes de alojar aquí a su majestad, limpiamos y perfumamos a conciencia estos sótanos. Por desgracia, la ciudad está en ruinas, como bien debe saber su majestad, ya que es soberana de esta región. Tengo a una cuadrilla de hombres trabajando para acondicionar una mansión digna de la divina Samikir -añadió, mintiendo sobre la marcha-. Por el momento, esta alcoba era lo mejor que podíamos ofrecer a la reina en aras de su seguridad.
– No nos interesa esa mansión de la que nos hablas, tah Kratos. Poseemos residencias y palacios de sobra en Malib y los alrededores. Y por más que llames alcoba a una mazmorra, seguirá siendo una mazmorra.
Kratos hizo un gesto a Barsilo para que le acercara una silla. El eunuco puso un mal gesto, pero le obedeció. Algo que satisfizo sobremanera a Kratos, que había soportado más de una vejación del visir durante su cautiverio en la pirámide.
– ¿Vas a sentarte en nuestra presencia? ¿Ésos son los modales del jefe de la Horda Roja?
– Su majestad ha de saber que ha sido una noche larga y agotadora. Por eso espero que disculpe a su humilde servidor si aprovecha esta conversación para descansar. Su majestad también puede sentarse. Si tal es su deseo, por supuesto.
La reina no se dignó contestar. Kratos se acomodó en la silla. De esa manera, la presión que sentía en cierta parte de su cuerpo le resultaba menos molesta y tenía la impresión de controlar mejor la situación. Kybes, Baoyim y Ahri, que se había unido a la pequeña comitiva, permanecieron un paso detrás de él.
– Hasta aquí han llegado algunos ruidos extraños -dijo Barsilo con su voz atiplada. Debía haber perdido casi diez kilos en los últimos días, pero seguían sobrándole por lo menos veinte-. ¿Qué ha ocurrido esta noche, tah Kratos?
– Una refriega sin importancia.
– Estamos dos pisos bajo tierra. No puede haber sido algo tan insignificante cuando incluso aquí nos hemos sobresaltado.
Kratos suspiró. Comprendió que si quería información, también tendría que facilitarla. Además, ¿qué sentido había en ocultar a la reina Samikir lo ocurrido? Las palabras de Anfiún no declaraban la guerra a la Horda Roja, sino a todos los humanos. De modo que le contó a Samikir todos los acontecimientos desde el primer prodigio, cuando la faz de un dios se dibujó en la luna azul.
El relato debió interesar tanto a la reina que se olvidó de su negativa a sentarse y ordenó a Barsilo que le trajera otra silla. Las criadas tuvieron que inclinarse para que la cortina quedara a tal altura que dejara ver tan sólo el rostro de Samikir. Tarea en la que no siempre acertaron, porque la reina a ratos inclinaba la espalda para apoyar la barbilla en la mano y a ratos volvía a enderezarse, momentos en que ofrecía a Kratos una breve visión de sus divinos pechos; y sin duda a Baoyim, Kybes y Ahri también, ya que disfrutaban de un ángulo de visión más elevado.
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