Javier Negrete - El sueño de los dioses

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El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– Eso ya lo sospechaba.

– Sospechar es poco. Cuando entres en Urtahitéi y descubras que tu rival de tres metros, huesos indestructibles y piel que repara por sí sola sus heridas se mueve además mucho más rápido que tú…, probablemente echarás de menos conocer más aceleraciones.

– ¿Existen más?

– No lo sé. Yo no soy Tahedorán. Descúbrelo tú. ¡Dentro de cuatro días en Teluria!

– Es una locura. No esperes verme ahí.

Sabes que lo vas a hacer, le advirtió una vocecilla interior.

– Un último consejo. Sujeta a tu hijo si no quieres que se rompa la nariz. ¡Adiós a todos!

Darkos perdió el tono muscular de repente y se desplomó como un guiñapo, pero Kratos tuvo los reflejos suficientes para agarrarlo a tiempo.

– ¡Maldito hombrecillo! -exclamó, rabioso-. ¡Ya te ajustaré las cuentas cuando te pille!

– Si me permites opinar, tah Kratos -dijo Kybes-, por insolente que sea el Gran Barantán, creo que convendría seguir sus instrucciones.

Sin soltar a su hijo, Kratos se volvió hacia Kybes.

– ¿Por qué?

– A los hombres se los conoce por sus frutos. Al oírle hablar dan ganas de partirle la boca, pero lo cierto es que Barantán le salvó la vida a tu hijo, destruyó a uno de esos demonios y gracias a él yo puedo manejar la espada de nuevo. Si estamos en guerra y el mundo se divide en enemigos y aliados, él es un aliado.

Quién sabe, pensó Kratos. Los Kalagorinor tenían sus propios designios. Pero la alternativa era quedarse en Pasonorte y aguardar a que otra desgracia les cayera encima. Tal vez literalmente del cielo.

– Salgamos de aquí -dijo-. Hay que empezar con los preparativos cuanto antes.

– Planea bien esos preparativos. Sospecho que tu viaje será más largo de lo que crees, tah Kratos -dijo Samikir.

– ¿Por qué? No me vengas con más enigmas, mujer. Ya he tenido suficientes como para colmar mi paciencia.

– Salta a la vista por la forma en que pierdes los modales. Pero no creo que Teluria sea tu destino final. ¿No te ha dicho él que era un puerto? Los puertos son lugares de paso.

– ¿Vas a decirme adónde tendremos que viajar?

– En algún lugar del este hay una ciudad prohibida. Tártara. Tengo el pálpito de que la visitarás, tah Kratos.

– No había oído jamás ese nombre. ¿Tú has estado en ella alguna vez?

– Yo no, pero mi hermana sí.

– ¿Tu hermana?

– Creo que la conoces. Se llama Tríane.

EL BARDALIUT

La irrupción del visitante pilla a casi todos por sorpresa.

El Bardaliut dispone de muchas zonas para uso común de sus moradores. Pero también hay mansiones y estancias privadas donde cada uno de los dioses puede disfrutar de intimidad. El único que goza de acceso a todos los recintos y salas es Manígulat. Aun así, procura no ejercer ese privilegio sin permiso de los demás. Cuando los miembros de un grupo tan reducido llevan casi una eternidad viviendo juntos, es importante evitar los roces y dejar espacio libre. Por suerte, el Bardaliut, un hábitat construido originariamente para miles de ocupantes, ofrece sitio más que de sobra a los treinta dioses a los que se ha reducido el panteón de los Yúgaroi. Además, han pasado los últimos siglos casi sin verse unos a otros, encerrados en sus propios ensueños virtuales o directamente separados del flujo del tiempo en cámaras de estasis.

En cualquier caso, la sala de control -o del trono, como Manígulat prefiere llamarla- es el centro neurálgico del Bardaliut y, como tal, el sanctasanctórum más inaccesible. Si los demás dioses se encuentran allí hoy es porque Manígulat los ha convocado y ha ordenado al palacio celeste que les abra sus puertas.

Pero el visitante ha aparecido de la nada, literalmente, sin necesidad de abrir ninguna puerta.

Resulta inconcebible que un intruso penetre en el Bardaliut desde el exterior. Está rodeado por campos de contención, pantallas de ocultación, enjambres de minas y otros artilugios conocidos colectivamente como «comité de bienvenida».

Y, sin embargo, ha ocurrido. El innombrable está igual que hace diez siglos, cuando vertieron sobre él toneladas de basalto hirviendo a casi dos mil grados de temperatura y Tarimán lo rodeó con cintas de Moebius de materia exótica para crear distorsiones espaciotemporales y evitar que nadie pudiera acercarse a él.

Un antiguo proverbio reza: Quien fabrica la cerradura siempre se guarda una llave. En este caso, la llave ha sido Zemal, también obra de Tarimán, programada por él para romper las barreras que rodeaban al dios durmiente.

Dios que ahora se alza a unos metros del semicírculo formado por los demás Yúgaroi. Tan alto como Manígulat, ataviado con esa siniestra armadura plagada de pinchos que refleja las imágenes como un lago de mercurio y al mismo tiempo ofrece la extraña impresión de absorber la luz. Antaño lo veían a menudo en aquel mismo sitio, dominando la sala de control. Pero donde brillaban los tres ojos rojos ahora sólo quedan tres agujeros más oscuros que las mismas tinieblas.

El saludo de Manígulat no destaca por su retórica ni su originalidad.

– ¡Tú! ¿Cómo has entrado aquí?

Tubilok vuelve la cabeza a ambos lados. Lo que ve no debe gustarle, pues

dice:

– Primero, gocemos de un poco de intimidad.

Sin necesidad de que haga gesto alguno, las paredes del Bardaliut le obedecen y dejan de ser transparentes para convertirse en una superficie rugosa de color gris oscuro, similar al basalto. La iluminación proviene de rectángulos espaciados que emiten una luz rojiza de intensidad variable.

– Comprended, hermanos -explica Tubilok-, que después de tanto tiempo encerrado en una roca me dan algo de vértigo los espacios abiertos. Así me siento más en casa.

Manígulat se vuelve hacia Tarimán.

– ¡Dijiste que estaba bien vigilado y que era imposible que escapara de su encierro!

– Ya sabes que en este universo no existe nada que sea absolutamente imposible, mi señor Manígulat -responde Tarimán, agachando la cabeza-. La indeterminación inherente a cualquier…

– ¡Ahórrame tus galimatías pseudocientíficos! ¡No estamos hablando de una partícula subatómica, sino de un dios como nosotros!

– Me ofendes, hermano -dice Tubilok-. ¿Desde cuándo he sido yo un dios como los demás? ¿No sois vosotros los cuerdos y yo el loco? Eso es lo que has dicho siempre.

Tarimán esperaba la llegada de Tubilok, pero hay algo que no acaba de comprender. Para transportarse desde la superficie de Tramórea hasta el Bardaliut se precisan dos requisitos: energía y capacidad de cálculo, ambas en proporciones asombrosas.

La mente de Tubilok, aunque a ratos parezca desquiciada -internarse en las dimensiones extra del Onkos no es una experiencia apropiada para cerebros criados en una Brana de tres dimensiones espaciales-, es poderosa. Mas no tanto como para calcular y simular las ecuaciones de todas las partículas que componen su cuerpo y su estado de consciencia.

Para una labor así se necesita la lanza de Prentadurt. Incluso rota en dos partes, sigue siendo un arma formidable y una herramienta muy versátil. Pero Tubilok ha llegado con las manos desnudas. ¿Dónde tiene la lanza?

– ¡Esta vez no te encerraré, maldito chiflado! -exclama Manígulat, volviéndose hacia Tubilok-. ¡Voy a destruirte para siempre!

Los demás dioses se apartan temerosos hasta donde les permiten las dimensiones de la sala de control. Algunos se alejan tanto que sus cuerpos parecen perder la verticalidad.

Manígulat debe salvar su reputación delante de sus hermanos. Pero, aunque controla hasta la mínima secreción que brota de su cuerpo y ahora mismo emite a chorros feromonas de dominación y agresividad, Tarimán sabe que el rey de los dioses está tan asustado que no le llega la armadura al cuerpo.

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