Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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– ¿Por qué no mandan a su caballería para poner en fuga a los Trisios? – dijo Trekos, cuya sonrisa empezaba a borrarse.

Los flancos del ejército Ainari ni siquiera habían entrado en liza. Era el centro adelantado el que soportaba la presión de los enemigos, y ni avanzaba ni retrocedía. Así transcurrió tal vez media hora. Los defensores de Mígranz se desesperaban viendo que los aliados que habían acudido a su rescate no ganaban ni un palmo de terreno, y que en su frente se estaban abriendo algunos huecos que tenían que rellenar las filas posteriores.

– Los Trisios son unos cobardes -dijo Trekos-. No tienen redaños para luchar hombre a hombre.

– No es su forma de combatir -replicó el oficial de sangre Trisia-. Pero eso no quiere decir que no tengan redaños. ¿Para qué van a chocar cuerpo a cuerpo con tropas blindadas, si saben que perderían? Les basta con contener a los Ainari y desgastarlos poco a poco.

El heraldo inclinó la cabeza junto a él y le susurró:

– Yo que tú me callaría, amigo. Como mensajero, sé que quienes cuentan lo que la gente no quiere oír acaban mal.

El Trisio levantó el cuello para mirarlo e hizo un rictus con la boca, pero siguió su consejo.

El sol empezaba a bajar hacia el oeste. Durante un rato, los testigos de la batalla tuvieron que ponerse las manos encima de las cejas a modo de visera. El resol impedía ver bien y las galopadas de los Trisios habían levantado una polvareda que convertía la mayor parte del frente de batalla en una nube blanquecina de la que apenas destacaban algunas siluetas.

Pero, pasado un rato, se produjo una breve pausa en el combate. El polvo se asentó y unas nubecillas oportunas que venían del oeste taparon el sol. Durante unos minutos, los jinetes Trisios permanecieron junto a la empalizada, aunque algunos se habían vuelto tan audaces que cabalgaban en solitario contra las filas enemigas, disparaban sus flechas y regresaban casi siempre ilesos para recibir las felicitaciones de sus compañeros.

– Eso mina la moral de cualquiera -dijo un oficial.

– La moral de los Ainari es de hierro -contestó Trekos-. Si aguantan así, es porque su general reserva alguna táctica.

– Pues ya va siendo hora de que la utilice.

Como si las palabras de aquel hombre fueran proféticas, la punta de la cuña Ainari se abrió y de ella salió una formación, una unidad desplegada en cuadro que no podía constar de más de doscientos hombres, todos uniformados de negro.

– ¡Están locos! -exclamó Trekos, y le pasó el catalejo a sus oficiales-. ¿Lo veis? ¿Qué pretenden? ¿Desafiar en duelo singular a todos los Trisios?

Aunque los estandartes de cada batallón se distinguían por sus colores y por enseñas particulares, en todos ellos aparecía el tigre de dientes de sable rampante, símbolo de Áinar. Pero en la compañía que se había desgajado del frente ondeaba una bandera amarilla que representaba a un terón bordado en negro.

– ¿Lo habéis visto? -preguntó Trekos, arrebatando el catalejo a un capitán que no había llegado a pegárselo al ojo-. ¡Es el emblema personal de Togul Barok!

El rumor corrió por la muralla: el mismísimo emperador de Áinar había acudido en su auxilio.

– Los hombres de la primera fila llevan escudos enormes que les llegan hasta la barbilla -explicó Trekos-. Casi los arrastran por el suelo.

Tarjas, pensó el heraldo. Normalmente se usaban en formaciones estáticas para proteger a filas enteras de arqueros que disparaban a buen resguardo desde detrás. Pero los hombres que iban en las filas siguientes no eran arqueros, sino soldados de infantería armados con lanzas en la diestra y pequeños broqueles en la izquierda.

Y, si su ojo no lo engañaba, las armas que llevaban a la cintura eran espadas de Tahedo.

El estandarte lo portaba un soldado de la segunda fila que debía medir dos metros. A su lado había un hombre que lo aventajaba en más de media cabeza. Aunque la vista del heraldo no alcanzaba a distinguir si tenía dos pupilas en cada ojo, se habría jugado mil imbriales a que así era.

Mientras la compañía negra seguía avanzando, los soldados del frente Ainari los animaban con cantos rítmicos, marcando las pisadas de aquellos doscientos intrépidos o insensatos.

Era un desafío difícil de resistir, un guante arrojado directamente a la cara del caudillo de los Trisios. El estandarte de Ilam-Jayn, una yegua blanca sobre campo rojo, ondeó entre los jinetes bárbaros y se abrió paso hacia la primera fila. En cuestión de minutos se formó un escuadrón de ataque que cabalgó contra la compañía aislada.

– ¡Son por lo menos mil! -exclamó una mujer-. ¡Los van a aplastar!

No tantos, pensó el heraldo. Cien soldados de caballería cubrían tanto terreno como quinientos de infantería. Aunque la tropa de Ilam-Jayn parecía superar abrumadoramente en número a la unidad de Togul Barok, no debían de ser más de trescientos o cuatrocientos jinetes.

Suficientes, no obstante. Porque los Ainari se encontraban ya a cien metros de sus líneas, formados en un cuadrado que ofrecía un frente protegido por escudos. Pero ¿qué ocurriría cuando los Trisios los rodearan y atacaran a la vez por los flancos y la retaguardia? Quien hubiera concebido aquella maniobra, aquel absurdo reto, fuera Togul Barok o alguno de sus asesores militares, había quebrantado todos los preceptos del arte militar.

Entre ululatos, el escuadrón Trisio cargó contra la compañía negra. El heraldo, que había pasado muchas horas en la tienda de Ilam-Jayn, sabía que los guerreros que cabalgaban a su lado eran sus tres hermanos, dos de sus hijos, sus sobrinos, sus cuñados y decenas de familiares y allegados. ¡Qué gloria iba a suponer para el caudillo de los Trisios cobrarse una presa como el emperador de Áinar, ya que éste había enloquecido hasta el punto de arriesgarse en persona!

Como era de esperar, los jinetes de Ilam-Jayn no llegaron a chocar contra la tupida formación Ainari. Cuando estaban a unos veinte metros, variaron hacia la derecha y empezaron a disparar sus saetas. Pero esta vez no se retiraron, sino que cabalgaron formando un círculo que no tardó en rodear a los Ainari. Dentro de aquel remolino, la unidad del terón parecía patéticamente pequeña y solitaria.

– Esto es un suicidio -sentenció entre dientes el oficial medio Trisio.

Los soldados que formaban a los lados y en la última fila se volvieron hacia el enemigo. El heraldo observó que también llevaban tarjas. En cuestión de segundos, el cuadrado se convirtió en un círculo. Era como si lo tuvieran ensayado, pero ¿por qué? El círculo defensivo era una maniobra desesperada que se reservaba para momentos en que una unidad se veía rodeada por otra más numerosa. ¿Por qué razón los Ainari se habían llevado a sí mismos a una situación extrema?

Los Trisios seguían cabalgando alrededor del círculo, lanzando andanadas de flechas contra los Ainari y siempre lejos del alcance de sus lanzas y sus espadas. Animados por la aparente pasividad de los enemigos, algunos jinetes se acercaban y hacían cabriolas con sus monturas para burlarse de ellos. Llegó un momento en que el mismo Ilam-Jayn le arrebató el estandarte a su abanderado y se separó del escuadrón para hacer una corveta a apenas quince metros del emperador y desafiarlo.

Aquí hay gato encerrado, pensó el heraldo; pero no alcanzaba a imaginar qué maniobra podía sacarse de la manga Togul Barok. Sus soldados estaban recibiendo un diluvio de flechas de todas partes, y aunque interponían los escudos algunos empezaban a caer.

Entonces ocurrió. El heraldo comprendió y se dijo: En la guerra siempre vencen los que se atreven a saltarse las normas.

Rodeados de enemigos, los hombres de la compañía Noche apretaron los dientes y se concentraron en colocar los broqueles sobre sus cabezas para protegerse de las flechas de los Trisios. No se oían voces, ni susurros, ni gemidos de dolor aunque algunos proyectiles se clavaran en su objetivo. La disciplina era absoluta.

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