Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Un signo de nuestros tiempos, pensó el heraldo, no demasiado sorprendido.

En cuestión de segundos, con tal celeridad que resultaba difícil seguir sus movimientos, los Ainari despacharon a todos sus atacantes, salvo quince o veinte que consiguieron retirarse hacia la empalizada. Sobre la muralla de Mígranz resonó un clamor de alegría, un rugido que recorrió las almenas como la marea.

– ¡El Emperador ha arrancado la cabeza de ese cerdo Trisio y la ha clavado en una pica! -exclamó Trekos.

Durante unos instantes, las figuras negras siguieron saltando entre jinetes y caballos, pero después regresaron al centro y volvieron a formar un cuadrado a la misma velocidad imposible con que lo habían hecho todo. A su alrededor quedó un círculo de bestias y hombres tendidos en el suelo, en el que apenas se movía un brazo aquí o se agitaba una pata allá.

El heraldo sabía que los Ainari debían salir de Urtahitéi, pues la aceleración consumía rápidamente las energías del cuerpo. Pero ya habían logrado su objetivo: acabar con el caudillo de los Trisios y con todos sus parientes.

Sobre todo, habían volteado el rumbo de la batalla. Junto a la empalizada, miles de jinetes Trisios vacilaban, sin saber qué hacer. ¿Retirarse, seguir luchando? ¿A las órdenes de quién? Los pueblos nómadas no conocían la cadena de mando de ejércitos tan jerarquizados como el de Áinar o la misma Horda Roja.

En ese momento sonaron todas las trompetas, los pífanos y los timbales, y el ejército Ainari en masa se lanzó al asalto contra la empalizada. La caballería arremetió desde ambos flancos, las unidades de arqueros y ballesteros corrieron disparando sus proyectiles entre los batallones de infantería pesada, y éstos cargaron al paso ligero mientras entonaban fieros peanes de guerra.

Los Trisios, que sólo conocían una forma de luchar, emprendieron la desbandada. Miles de ellos consiguieron escapar de los confines del campo de batalla, pero muchos quedaron encerrados entre el yunque Ainari y su propia empalizada.

Desde lo alto del adarve de Mígranz, los defensores, hasta ahora angustiados, se dispusieron a presenciar una carnicería. En aquel momento, el heraldo pensó que la batalla se saldaría con unos diez mil muertos: tal era el número de Trisios que no habían conseguido retirarse a tiempo ni reorganizarse para resistir el avance inexorable de los batallones Ainari.

Jamás se le habría ocurrido pensar que apenas cinco minutos después perecerían casi cien mil personas.

BARDALIUT

Los dioses parecen flotar en el espacio, rodeados de estrellas, con Rimom sobre sus cabezas, más allá la verde Shirta y muy por debajo, al otro lado de Tramórea, la roja Taniar. A su misma altura hay una nube de fragmentos de roca que se extienden por ambos lados hasta que, a tanta distancia que apenas se divisa como una línea blanquecina, aquel anillo orbital se curva sobre sí y rodea Tramórea.

El anillo es conocido por los mortales como el Cinturón de Zenort y está formado por los restos de un antiguo cuerpo estelar que se rompió en experimentos a medias fracasados y a medias exitosos.

Ahora, obedeciendo a una señal de Manígulat, una de esas rocas flotantes empieza a resquebrajarse.

El Cinturón de Zenort encierra armas poderosas, y puede ser utilizado en sí como un arma. Pero durante mucho tiempo los campos de interferencia proyectados desde Etemenanki, la torre de Undraukar, el Rey Gris, han impedido que los Yúgaroi puedan utilizarlo. En los últimos siglos, tan sólo uno de los fragmentos del Cinturón ha caído del cielo. No fue algo buscado por los dioses, sino un accidente, algo tal vez inevitable cuando interactúan gravitatoriamente un mundo, tres lunas, el Bardaliut y miles de fragmentos rocosos.

Lo que ocurrió entonces fue que uno de esos fragmentos perdió tanta altura en su órbita que, finalmente, se precipitó sobre Tramórea por sí solo. Aunque el resto de los dioses no se han enterado -al menos todavía-, Tarimán sabe que aquel accidente ha desatado una plaga cruel e insidiosa. El meteorito portaba en su interior un organismo artificial de simetría invertida que ha contagiado su mutación a las plantas; mutación que se extiende de forma lenta pero inexorable en forma de ondas concéntricas. Para los ojos de animales y humanos no hay nada raro en aquellos pastos ni en aquellos cereales. Pero si gozaran de la visión acrecentada de los Yúgaroi, comprobarían que a nivel microscópico son como sacacorchos trucados que en vez de extraer el tapón lo clavan aún más. En suma, alimentos que los naturales no pueden digerir.

Aquel accidente es la causa de que dos ejércitos combatan bajo las murallas de Mígranz. La clave de la vida es la lucha por los recursos. Y ahora esos millares de humanos combaten por los que les quedan.

Aleccionador. Tarimán prevé que los dioses pronto lucharán también por recursos. Salvo que lo harán a un nivel infinitamente superior.

Mientras Tarimán y los demás Yúgaroi, salvo Anfiún, contemplan el combate que se desarrolla miles de kilómetros bajo ellos, la gran roca que señaló Manígulat con su majestuoso dedo ha terminado de romperse en cientos o tal vez miles de pedazos. En otro gesto tan innecesario como dramático, el rey de los dioses baja la mano. Esos pedazos, que hasta ahora han estado compartiendo la órbita del resto del Cinturón de Zenort, se detienen en el vacío. Como la única forma de mantenerse en las alturas es moverse, en el preciso momento en que se frenan caen.

Al principio, los fragmentos se borran de la vista. Pero un instante

después reaparecen como una miríada de puntos de luz, pues, al entrar en la atmósfera, el rozamiento con el aire calienta la capa externa de esas rocas hasta volverlas incandescentes. Sin duda, vistas desde la superficie de Tramórea ofrecerán un espectáculo bellísimo y al mismo tiempo aterrador. Algunas de las rocas se vaporizarán antes de llegar al suelo.

Pero sólo algunas.

Las demás impactarán como bólidos de fuego y destrucción. Aunque no sean los proyectiles más precisos del mundo, golpearán en la zona elegida por el gran Manígulat, señor del fuego celeste.

Lo cual supone un pequeño problema para Tarimán, que chasquea la lengua en un gesto muy humano. Pues allí abajo está una de sus creaciones, alguien que cree ser hijo de la diosa Himíe y en cierto modo lo es… aunque su madre lo ignore.

MÍGRANZ

El ejército Ainari se precipitó contra los enemigos, dos kilómetros de incontenible marea de bronce y de hierro erizada de banderas rojas, azules, verdes y amarillas, y acompañada de una batahola de trompetas, tambores y gritos. La compañía Urtahitéi, tal como la había bautizado mentalmente el heraldo, retrocedió lentamente hasta dejarse sobrepasar por la primera línea de su propia infantería. Mientras, la caballería imperial había conseguido llegar a la empalizada por el norte y el sur, terminando de embolsar a diez mil Trisios. Más allá de los límites del campo de batalla, grupos de jinetes que habían dejado de ser tropas para convertirse en hordas huían de la matanza sin ninguna intención de auxiliar a sus compañeros encerrados.

El heraldo no tenía mayor interés por contemplar la masacre. Sin despedirse del general Trekos, que se abrazaba a sus oficiales como si la victoria fuese suya y no de Togul Barok y su ejército, se dio la vuelta y se dispuso a marcharse.

El parapeto estaba abarrotado. La gente seguía pugnando por acercarse a las almenas y presenciar con sus propios ojos lo que estaba ocurriendo. De modo que atravesar los cuatro metros de anchura del adarve y llegar hasta la siguiente escalera se antojaba una misión imposible.

Pero no para él. Alzó su báculo y, bien fuera por la visión de los ojos de rubí de la serpiente tallada, por la propia estatura del heraldo o por alguna otra razón, logró abrirse paso como el tajamar de una nave entre las olas.

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