Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Por si todo ello no lo convirtiera en un personaje lo bastante llamativo, el nuevo emperador de Áinar poseía otra peculiaridad. En cada uno de sus ojos había dos pupilas, situadas a la misma altura y tan juntas que a cierta distancia semejaban un minúsculo reloj de arena tumbado.

Quienes habían visto a Togul Barok aseguraban que aquellas pupilas eran tan inquietantes que producían escalofríos, pero las consideraban una extraña mutación, como ser albino o tener seis dedos en una mano.

El heraldo sabía que no era así. La doble pupila significaba que el emperador compartía la sangre de los dioses. La pregunta que se hacía era cómo podía haber sucedido. Según el llamado Mito de las Edades, el dios Tarimán había jurado al primer Zemalnit que los poderosos Yúgaroi no volverían a inmiscuirse en los asuntos de los humanos. Durante casi mil años aquel voto se había cumplido, y no sólo porque Tarimán respetara su palabra, sino porque Tramórea se hallaba protegida por poderosos hechizos que mantenían alejados a los dioses: la magia del Rey Gris.

¿Cómo habían conseguido burlarlos para engendrar a alguien de su linaje? ¿Y con qué fin?

Si los propósitos de los dioses eran insondables, los de Togul Barok habían resultado diáfanos desde el principio. Ansiaba subir al trono de Áinar cuanto antes para restaurar la pasada gloria de los tiempos de Minos Iyar y convertirse en nuevo señor de toda Tramórea. Cuando todavía era príncipe, había empezado a organizar un pequeño ejército paralelo. Pero antes de que le llegara la oportunidad de levantarse en armas contra su padre, Hairón el Zemalnit había muerto. Como era de esperar, Togul Barok se había convertido en uno de los candidatos al certamen por la Espada de Fuego; sin duda, el poder que podía brindarle Zemal aceleraría el cumplimiento de sus planes. Siete habían sido en total los candidatos: la Jauka de la Buena Suerte según la bautizó Krust, miembro de aquella septena de guerreros. Una buena suerte muy relativa, puesto que de aquella aventura sólo volvieron con vida tres.

Tiempo después, Krust murió asesinado en Narak, pero la reaparición de Togul Barok compensó su pérdida, de modo que tres seguían siendo los supervivientes de la Jauka de la Buena Suerte: Togul Barok, Kratos May y Derguín Gorión. Tres grandes guerreros, los mayores de su época, dignos de parangonarse con los héroes más célebres de los últimos mil años. Si el heraldo lo juzgaba así era con conocimiento de causa. Pocas personas había más versadas que él en la historia de Tramórea.

Dos de esos tres maestros habían luchado a dos mil kilómetros de allí contra la amenaza Aifolu. En cuanto al tercero, el heraldo habría apostado cualquier cosa a que se encontraba allí abajo. Que las tropas de Áinar hubieran acudido con tal prontitud sólo podía deberse a un motivo: el flamante emperador las tenía ya preparadas en la frontera para empezar su reinado con una campaña de conquista. Primero caerían las tierras de Málart con la excusa de detener la invasión de los Trisios, pero después seguirían Abinia y el norte de Ritión, a continuación el centro de Tramórea y probablemente dejaría para el final Pashkri y el mar de Ritión.

– ¿Cuántos soldados habrán traído? -preguntó un oficial del reducido estado mayor de la Horda.

– Yo diría que cien mil -contestó otro.

– Por la distribución de los batallones, deben de ser unos treinta mil -dijo Trekos.

– ¿Sólo?

– Conozco bien cómo funciona el ejército Ainari. Treinta mil hombres desplegados en el campo de batalla ocupan mucho más terreno del que se suele creer.

El heraldo, cuyo ojo de halcón no precisaba de catalejo, asintió de forma casi imperceptible. Había calculado una cifra parecida a la de Trekos. Treinta mil hombres, el ochenta por ciento de infantería pesada. Contra otros tantos enemigos, todos ellos montados a caballo.

A primera vista se antojaban fuerzas parejas. Pero era como mover piezas de ajedrez contra fichas de damas: aunque se jugase en el mismo terreno, las reglas eran distintas.

Los Ainari no perdieron el tiempo. Cuando los enviados que habían declarado la guerra de forma ritual volvieron a sus filas, sin esperar ulterior respuesta, todo el ejército se puso en marcha entre toques de trompeta y batir de timbales. Pese a la distancia, desde la muralla de Mígranz se oyó el retemblar de sus pisadas en la llanura, ya que avanzaban marcando el paso.

– Eso asustará a los bárbaros -dijo Trekos. Lucía una enorme sonrisa de orgullo, como si fuera el general del ejército que estaba a punto de combatir allí abajo.

Pero tenía razón. Si toda la infantería marchaba con la misma cadencia era para infundir temor en los enemigos y ánimo en los corazones de los propios soldados, que se sentían parte de una entidad mayor que los protegía en su seno.

– ¿Por qué están haciendo eso? -preguntó alguien al cabo de unos minutos.

Su extrañeza se debía a que el centro de las líneas Ainari se había adelantado, de modo que su frente había formado una especie de cuña que apuntaba hacia los Trisios.

– Conociendo la disciplina Ainari, debe ser una táctica premeditada – respondió Trekos, que no hacía más que cambiarse el catalejo de ojo, sin decidir por cuál de los dos veía mejor o peor.

– Es una imprudencia -opinó otro oficial-. Deberían avanzar todos juntos y no dejar fisuras. Eso es lo que busca siempre la caballería: fisuras.

– ¡Allá van esos hijos de puta!

La empalizada que rodeaba Mígranz se había abierto por decenas de sitios, y por allí salieron los jinetes Trisios como un enjambre. Pero dicho enjambre también seguía sus reglas, aunque no fuesen las mismas de los Ainari. El aparente tropel se organizó enseguida en seis escuadrones que embistieron contra la infantería enemiga.

– El choque se va a oír hasta en el Cinturón de Zenort -comentó alguien.

– Poco sabes de los Trisios si piensas eso -contestó un oficial que, por su aspecto, debía de llevar algo de sangre Trisia en sus venas. Había tenido la prudencia de cortarse las trenzas: no era buena época para lucirlas en Mígranz.

Aquel hombre sabía lo que decía. Los jinetes de las estepas norteñas no buscaron el choque directo. Cuando se hallaban a unos veinte metros de las líneas Ainari, giraron hacia la derecha y, en medio de una batahola de gritos, dispararon sus flechas. Cada uno de los seis escuadrones pasó así por delante de un sector del frente Ainari, cabalgando durante unos cien metros en paralelo a las primeras líneas. Los Trisios soltaban proyectiles a toda velocidad, mientras controlaban a sus monturas usando sólo sus rodillas. Después de un rato, dejaban de disparar, se volvían de nuevo a la derecha y se retiraban.

Pero se trataba de una falsa retirada. Cuando llegaban cerca de la empalizada descansaban unos momentos, se surtían de flechas si habían agotado las de sus aljabas y emprendían de nuevo el ataque. Vistos desde arriba, los escuadrones Trisios dibujaban seis grandes bucles que giraban a dextrórsum y que nunca llegaban a tocar la formación enemiga.

Al principio, el centro de los Ainari siguió avanzando, pero después se quedó clavado en el sitio ante el acoso enemigo. Desde los huecos que había entre sus batallones también volaban andanadas de flechas, pero resultaba difícil alcanzar a los ágiles jinetes Trisios. Aunque algunos caían, la mayoría salían indemnes de sus arremetidas contra el enemigo.

– ¿Qué está pasando, general? ¿Están cayendo muchos Ainari? – preguntaban los oficiales, ya que no resultaba fácil distinguir los detalles desde el parapeto.

Por el momento, los escudos de roble de los Ainari y sus petos reforzados con placas de metal parecían resistir. Pero después de varias cargas, aquellos escudos empezaban a parecer alfileteros erizados de flechas. Algún soldado intentaba darle la vuelta al suyo para arrancarle los dardos enemigos, pero en la maniobra sólo conseguía ofrecer un blanco fácil, y más de uno cayó con un proyectil Trisio clavado en la boca o entre los ojos.

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