Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Doscientos veinticuatro elegidos formaban la compañía. Nunca en la historia militar de Tramórea esa palabra, «elegidos», había cobrado tanto significado. Para reclutar aquella unidad sagrada Togul Barok había probado a casi dos mil hombres. En el proceso, cien habían sufrido una muerte horrible y casi todos los demás se habían revelado inútiles para lo que el emperador quería de ellos.

Pero doscientos veinticuatro habían demostrado que servían. Tras pasar varios días postrados en el lecho, sufriendo tales accesos de fiebre que muchos perdieron más de cinco kilos de peso, habían despertado convertidos en hombres de la compañía Noche. La unidad militar más mortífera que jamás había existido en Tramórea.

Para crearla, Togul Barok se había saltado todas las normas, violando los precintos del templo de Anfiún y torturando a sus sacerdotes. Ni el Gran Maestre de Uhdanfiún se había salvado del suplicio.

Con suerte, pronto tendría cinco, diez, veinte compañías como ésa. De momento, se veía obligado a racionar la fórmula de su poder: pese al tormento, no había conseguido arrancar a los sacerdotes todos sus secretos. Cuando parecía que iban a ceder, algo se rompía en sus mentes y sus ojos se quedaban en blanco, algunos se mordían y tragaban la lengua y otros simplemente morían, sangrando por la nariz y los oídos.

Todo llegaría. De momento, disponía de su compañía de elegidos. Con estos hombres puedo ir al fin del mundo, pensó.

Togul Barok no cargaba con escudo, ni grande ni pequeño. Atada a la espalda llevaba la vara negra que le había arrebatado al Sabio Cantor de la Tribu en su peregrinación por los túneles subterráneos que se extendían bajo la isla de Arak. En la mano derecha llevaba una lanza arrojadiza de dos metros de longitud, y ceñida a la cintura una espada de Tahedo. Era obra del espadero Jalkeos, la segunda Midrangor o «Justiciera», cuya antecesora se había quebrado al chocar contra Zemal.

No era un recuerdo que lo obsesionara ahora. Zemal ya caería en sus manos como fruta madura, así como la cabeza de su medio hermano Derguín Gorión. Todo llegaría a su tiempo.

De momento, su mundo se reducía a dos círculos. Uno inmóvil, el de sus guerreros. El otro, formado por hombres y caballos, fluía como un río a su alrededor.

Una flecha voló hacia él. Togul Barok no se molestó en apartar la cabeza, aunque el proyectil iba tan cerca del blanco que le rozó el yelmo con un áspero rechinar.

Envalentonado, un jinete con un estandarte se separó de los demás y se plantó a lo que debía creer una distancia segura. Después hizo encabritarse a su caballo y levantó el pendón bien alto sobre su cabeza.

– ¡Soy Ilam-Jayn, perro Ainari! -gritó, mirándolo directamente-. ¡Voy a cortarte la cabeza y a ponerla en la pica delante de mi yurta!

Era el momento esperado. Togul Barok levantó la lanza en la mano derecha y gritó:

– ¡Urtahitéi!

Cuando notaba el fuego que corría por sus venas y entraba en la tercera aceleración, Togul Barok siempre sentía que todo el mundo a su alrededor se frenaba, que el flujo del tiempo se convertía en resina. Esta vez fue distinto.

Esta vez otros doscientos veinticuatro hombres entraron en Urtahitéi con

él.

Los soldados que estaban en el exterior del círculo desembrazaron los enormes escudos y los empujaron al suelo. Después, arrancaron a correr, y los demás los siguieron. A ojos de Togul Barok, sus piernas se movían a velocidad normal, pero los banderines que algunos llevaban cosidos a la espalda ondeaban de repente mucho más despacio, como si el viento hubiera amainado. Y así era para ellos.

Al mismo tiempo que corrían hacia los Trisios, los hombres de la compañía Noche arrojaron sus jabalinas con la energía acrecentada que les prestaba la Urtahitéi.

Los jinetes bárbaros apenas tuvieron tiempo de oír el agudo silbido del aire cuando las jabalinas los alcanzaron a más de trescientos kilómetros por hora. Incluso a esa velocidad casi inconcebible, cada uno de esos proyectiles iba cuidadosamente dirigido, y casi todos ellos acertaron en el blanco. Pues el blanco en cuestión era grande: los Ainari no habían apuntado a los jinetes, sino a sus monturas.

Al menos la mitad de los caballos cayeron en aquella andanada. En algún caso, la lanza impactó con tanta fuerza que atravesó la pierna izquierda del jinete, se abrió paso por el cuerpo del animal, asomó por el costado y su punta llegó a clavarse en la otra pierna humana.

Ciento cincuenta caballos derribados en una formación de trescientos suponían el caos. Los corceles que salieron ilesos tropezaron con los que habían caído, o al intentar esquivarlos chocaron con los que galopaban a su lado.

En cualquier caso, los Trisios no tuvieron tiempo de reorganizarse. Tras disparar las lanzas, los Ainari soltaron los escudos, desenvainaron sus espadas y cargaron contra los Trisios a tal velocidad que ni el más rápido de los caballos habría logrado escapar de ellos.

Togul Barok lanzó su jabalina contra el abanderado y lo atravesó de parte a parte. Pero no era su objetivo principal. Empuñando a Midrangor, corrió hacia Ilam-Jayn y rugió:

– ¡El jefe es mío!

No había disparado contra su caballo porque quería abatir al caudillo Trisio mientras éste aún seguía montado. El corcel de Ilam-Jayn se había quedado congelado en pose rampante, como si lo hubieran bordado en un escudo de armas.

Antes de que volviera a posar en el suelo los cascos delanteros, la espada del emperador le cortó limpiamente las dos patas de apoyo. El caballo cayó con una lentitud que a Togul Barok, en su estado, le pareció casi sobrenatural. Ilam-Jayn saltó de su lomo para evitar que el peso de su montura le cayera encima. Pero al hacerlo se precipitó sobre Togul Barok, que lo interceptó en el aire con la mano izquierda y detuvo su caída.

Los ojos del Trisio se abrieron como platos, sus mandíbulas se separaron en un grito que a Togul Barok le llegó como un lento bramido lleno de úes. Ilam-Jayn intentó desenvainar su propia espada, pero su mano ni siquiera llegó a rozar la empuñadura. Sujetándolo en alto con un brazo, Togul Barok lo decapitó con el otro. Después arrojó el cuerpo al suelo y se agachó para recoger la cabeza.

El estandarte de los Trisios no andaba muy lejos. Mientras sus soldados se dedicaban a masacrar a espadazos a hombres y caballos que parecían moscas atrapadas en miel, Togul Barok arrancó el pendón de Ilam-Jayn y lo sustituyó por su cabeza, clavada en la pica. Después la levantó en el aire con un grito de salvaje victoria.

Era la señal. Con un rugido que brotó de treinta mil gargantas, el ejército de Áinar atacó.

De modo que era aquél el as que se guardaba Togul Barok en la manga. Un segundo antes, el círculo de infantería estaba rodeado por una serpiente de jinetes que giraba a su alrededor. Un segundo después, los Ainari se abrieron como ondas propagándose a velocidad sobrenatural en un estanque y corrieron hacia los Trisios mientras disparaban sus lanzas con tal fuerza que apenas se veía un borrón en el aire y al momento un caballo y su jinete ya estaban en el suelo.

En la muralla, la mayoría de la gente no sabía interpretar lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. Pero los veteranos de la Horda, que habían visto utilizar las aceleraciones a su antiguo jefe Hairón, así como a Kratos, Aperión y otros Tahedoranes, sí se dieron cuenta.

– ¡Están en Tahitéi! -exclamó Trekos, asombrado, y empezó a batir palmas.

Mas ni siquiera él podía haber visto a guerreros moviéndose con tal

rapidez. Urtahitéi, la tercera aceleración, era un secreto que sólo debían dominar los maestros del noveno grado, nivel que Togul Barok no había alcanzado todavía.

Que el emperador de Áinar conociera la fórmula de Urtahitéi era un sacrilegio. Que además se la hubiera comunicado a hombres que no eran Tahedoranes, ni tan siquiera Ibtahanes, demostraba que las normas habían dejado de existir.

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