La luz de la hoja se hizo más intensa. Las chispas azuladas adquirieron un tono violeta tan extraño como el de las cintas que ondulaban alrededor del cilindro negro. A ambos lados de la Espada de Fuego se formó un ángulo de paredes brillantes, más allá de las cuales el aire chisporroteaba y espumeaba como agua hirviendo. Ariel apretó los dientes y siguió caminando, ahora sin encontrar resistencia. Zemal era la quilla de un barco abriendo las olas y ella la timonel.
– En verdad te digo que eres valiente, niña.
Se volvió a su izquierda. Caminando casi pegada a su espalda venía Ziyam, incapaz de resistir la llamada del cilindro negro. Todas las demás se habían quedado atrás, acurrucadas unas contra otras, como si la cercanía física les brindara algún consuelo. Irundhil había dejado de moverse. ¿Se habría dormido de pura fatiga o estaría muerta?
– Mira adelante, Ariel -le dijo Ziyam-. Él está impaciente.
– Ya no le oigo. Qué dice.
– Que vayamos a liberarle.
Ya habían llegado ante las cintas que giraban y se revolvían en el aire. A ratos parecían planas y un instante después adquirían volumen, como enormes gusanos flotantes que se devoraban y engendraban constantemente a partir de bocas y orificios por los que durante fracciones de segundo se entreveían lugares que no podían estar allí, ventanas abiertas a firmamentos de colores imposibles.
Ariel volvió a mirar a Ziyam. Los dientes y las córneas de la Atagaira resplandecían con una fantasmal luz blanca.
– ¿Qué va a pasar? -preguntó Ariel-. ¿Qué nos van a hacer esas cintas?
– Él dice que no ocurrirá nada. ¡Ten valor!
Algo no estaba bien, algo no funcionaba como debía. Ariel notaba que en su interior se removían órganos de los que nunca había sido consciente. Sus pies habían dejado de tocar el suelo. Aun así, siguió avanzando, empujando contra un vacío sólido, y giró un poco las muñecas para proyectar la punta de la espada lo más lejos posible de su cuerpo.
La empuñadura de Zemal se iluminó y por un instante la diminuta cabeza del pomo cobró vida y movió los labios, aunque la vocecilla que brotó de ellos era tan aguda que Ariel sólo la percibió como un zumbido ininteligible. Ya se hallaban a un paso del círculo de cintas, o tal vez dentro. Era complicado saberlo, pues las distancias cambiaban y ondulaban sin cesar.
La hoja de Zemal vibró con tal violencia que Ariel se sobresaltó y estuvo a punto de soltar el arma. Pero no habría podido, porque esa misma corriente contrajo sus dedos, agarrotándolos sobre la empuñadura, y después se transmitió hasta sus dientes, de los que saltaron unas chispas que le quemaron los labios y dejaron un extraño sabor salado en su lengua.
Las cintas que giraban a toda velocidad se quedaron congeladas en el aire durante unos segundos. Después empezaron a moverse en sentido inverso, a absorberse unas a otras de una manera imposible, hasta que al final sólo quedó una, tan larga y gruesa como Lorbográn, el dragón de río que a veces la visitaba en su cueva. Y aquella serpiente abrió una boca de una geometría imposible y en un santiamén se devoró a sí misma y desapareció.
– ¡Hemos acabado con el embrujo! -dijo Ziyam-. ¡El arma de Tarimán ha vencido a los encantamientos de Tarimán!
Ante ellas sólo se alzaba el cilindro de basalto. Ahora que la barrera de las cintas había desaparecido, Ariel percibió con claridad algo que emanaba de la piedra. No podía definir qué era, pero no le gustaba. Era como un olor que no se llega a captar, o como un sonido en el umbral de la percepción. Pero dejaba el inquietante eco de un hedor a podrido y un chirrido ensordecedor.
– ¿Qué debo hacer ahora?
– Acerca la espada a la piedra.
– ¿Resucitarás al Mazo?
– ¡Te lo juro por el Durmiente! ¡Haz como te digo!
Al posar la punta de Zemal en el cilindro, su hoja se convirtió en una fuente de fuego líquido. Llamas y chispas cegadoras fluían desde la empuñadura hasta la punta y se hundían en la piedra negra. El basalto empezó a calentarse y se formó un círculo rojo que se extendió paulatinamente. Ariel volvió a sentir la vibración en la empuñadura, ahora con una frecuencia más lenta, pero las sacudidas eran tan fuertes que apenas las podía controlar con sus pequeños músculos. Los antebrazos se le agarrotaron y los dedos le dolían de soportar aquel temblor.
El calor empezaba a ser insoportable. Ariel estiró los brazos todo lo posible y apartó el rostro a un lado. Ziyam tenía la cara roja, o tal vez era el reflejo de la piedra fundiéndose, y sus cejas humeaban. Ariel sospechó que a ella le estaba pasando lo mismo, lo que explicaba el olor a pelo quemado que se mezclaba con el ozono de la hoja ardiente.
– ¡Ya es suficiente! -dijo Ziyam, tirando de sus hombros para apartarla.
Ariel no se resistió. Si seguía allí unos segundos más, su cabellera se convertiría en una tea encendida. Retrocedieron las dos, con pequeños pasos, sin atreverse a dar la espalda al cilindro.
Toda la piedra estaba al rojo y por su superficie empezaban a caer enormes goterones fundidos. El chirrido que había intuido Ariel se hizo audible, tan penetrante como un berbiquí taladrando sus oídos. Oyó un plop dentro de su cabeza y notó cómo algo cálido le goteaba por el oído derecho.
– ¡Más atrás, más atrás! -dijo Ziyam. Borradas sus cejas, los ojos de la Atagaira parecían aún más grandes. Siguieron apartándose del centro de la cúpula, hasta llegar de vuelta con las demás mujeres.
En el cilindro ahora rojo se abrió una red de grietas por las que brotaron haces de luz mucho más intensa que la que alumbraba la cúpula.
– Protégeme, Zemal -rezó Ariel. Sus dedos estaban tan agarrotados sobre la empuñadura que parecían haber echado raíces en ella-. Soy la hija de tu dueño. ¡No me dejes morir!
Las grietas se ensancharon, los haces de luz dibujaron un laberinto de líneas quebradas en la cúpula.
Y el cilindro estalló.
Fue una explosión extraña, tan ajena a cualquier comportamiento lógico como todo lo que había ocurrido en aquella cripta milenaria. El cilindro se abrió en varios fragmentos que volaron disparados en todas direcciones, pero apenas una fracción de segundo después quedaron congelados en el aire, dejando a la vista un óvalo de resplandor tan cegador como un sol en miniatura.
Se hizo un silencio sobrecogedor, innatural, como si un pozo de vacío hubiera absorbido todo silencio, como si unas ventosas invisibles tiraran de los tímpanos hacia fuera.
– Creo que es mejor tirarse al suelo -dijo Tríane.
Su susurro fue una piedra rompiendo la quietud del estanque. Un segundo después, Antea rugió:
– ¡Cuerpo a tierra!
La imagen congelada se animó de repente. Con un ensordecedor estallido, los trozos de roca ardiente suspendidos en el aire salieron disparados hacia el exterior de la cúpula a una velocidad inconcebible, entre chispas y silbidos de aire.
Ariel no reaccionó a tiempo. Una piedra incandescente del tamaño de una sandía, suficiente para arrancarle la cabeza de cuajo, voló directa hacia su rostro cinco veces más rápida que la flecha de una ballesta.
Zemal debió haber escuchado su plegaria. Por sí misma o porque la niña la levantó por instinto, su hoja se interpuso en la trayectoria del proyectil. La roca se partió limpiamente al chocar con el filo y los dos fragmentos se abrieron en trayectorias divergentes. Ariel, que había cerrado los ojos, notó un zumbido caliente junto a sus oídos.
Pero sobrevivió.
Cuando abrió los párpados, comprobó que no todo el mundo había tenido tanta suerte. Había dos cuerpos boca arriba inmóviles, uno de ellos decapitado y el otro partido en dos. ¿Quiénes serían?
Que no sean Neerya ni mi madre, rezó, y al momento se arrepintió de haber puesto por delante a la cortesana. Pero aquel ruego le había brotado del corazón.
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