Javier Negrete - El sueño de los dioses

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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KENIR, Teoría de los orbes celestes, II, 4-5

Por primera vez en siglos, los dioses están reunidos.

«Siglos» no es una palabra que para los Yúgaroi signifique lo mismo que para los humanos. Cuando un ser afronta la perspectiva de la inmortalidad, de un futuro que se extiende como un horizonte plano e ilimitado, cualquier unidad de tiempo carece de significado estable. Los años pueden percibirse como días, los días como siglos, las horas como eones, y eras enteras pueden convertirse en recuerdos tan concentrados como una tarde de verano.

Pero, como sea, los dioses se han reunido. Pues algo les ha hecho percibir que la situación ha cambiado, de tal suerte que han decidido reengancharse al flujo del tiempo.

Allí se encuentran Anurie y Anfiún, Taniar, Himdewom y Eleris, Shirta, Rimom y Pothine, Diazmom, Vanth, Ashine y Dirpiom, y más dioses aún, hasta llegar a treinta. A todos ellos se les han consagrado templos en los reinos y naciones de Tramórea.

Y, por supuesto, preside aquella asamblea el soberano de todos ellos, el gran Manígulat, señor del rayo y del fuego celeste.

En el pasado los Yúgaroi fueron muchos más de treinta. Los humanos los consideran inmortales, pero no se trata del adjetivo más adecuado para ellos. «Duraderos» sería más preciso. Entre ellos mismos pueden destruirse, como así ha ocurrido en el pasado. Hubo otros que perecieron en las guerras contra los humanos, cuando éstos poseían una ciencia lo bastante avanzada como para ser enemigos dignos de tal nombre.

Como fuere, el número de los moradores del Bardaliut se reduce ahora a tres decenas. Podrían haberse reproducido por medios naturales, artificiales o mixtos -«natural» es otro de los conceptos que para ellos ha adquirido un significado brumoso con el tiempo-. Pero no han mostrado interés en ello.

Algunos pensadores, como Brauntas, Segundo Profesor de la orden de los Numeristas, creen que los Yúgaroi, los grandes dioses, son eternos en el sentido filosófico; es decir, que no tienen principio ni final y que siempre han existido.

Lo cual no es cierto. Pero los dioses llevan siendo dioses desde hace tanto tiempo que el recuerdo de un tiempo anterior a su apoteosis no acude con facilidad a sus mentes.

De hecho, su memoria no es como la de los mortales. Los dioses almacenan siglos, milenios de recuerdos. Si todos se presentaran sin ser convocados cada vez que un sabor, un sonido, un olor o un pensamiento despertaran una asociación mental, sus cerebros se convertirían en caóticos enjambres de imágenes del pasado.

Entre los humanos, los Numeristas son los que más se han esforzado por encontrar un modo racional de organizar los recuerdos, y gracias a sus trucos mnemotécnicos sorprenden a los profanos. Pero su sistema no deja de ser imperfecto, ya que se basa en cerrar los ojos, imaginarse dentro de una biblioteca y pasear por sus salas y recorrer sus anaqueles buscando los volúmenes que quieren consultar.

Los dioses no imaginan bibliotecas metafóricas. Los dioses poseen bibliotecas reales: minúsculas estancias de metal y otros materiales más extraños incrustadas dentro de sus cabezas y en el mismísimo corazón de sus células, donde cada libro o su equivalente -cada imagen, sonido, pensamiento, textura o sabor- se almacena en un recipiente tan pequeño que dentro de un grano de arena cabrían tantos como granos de arena caben en una playa.

Así pues, los Yúgaroi pueden recordarlo todo, siempre que haya ocurrido, lo hayan almacenado en su biblioteca y no hayan decidido borrarlo por propia voluntad.

Pero remembrar el pasado no es una ocupación que les complazca. Incluso la prodigiosa ciencia que creó sus memorias perfectas está, en cierto modo, olvidada. Las maravillas del Bardaliut funcionan por sí solas, o así lo parece. Los dioses no necesitan pensar en ellas. Si no les queda otro remedio, tan sólo han de entrecerrar los ojos y, con una orden mental, solicitar los conocimientos necesarios a los minúsculos bibliotecarios que albergan en sus cuerpos.

Para esos bibliotecarios y para el resto de los diminutos duendes que viven en simbiosis con ellos, los Yúgaroi utilizan un término antiquísimo: nanos. Hay nanos en su cabeza, en sus músculos, en sus huesos, en el icor que fluye por sus venas, en el corazón de cada una de sus células, en toda la magia que los rodea.

Sólo hay dos de los Yúgaroi que no relegan a las sombras su origen ni reniegan de él. Uno no se halla presente en esta asamblea, ni será bienvenido cuando aparezca -que pronto aparecerá-. El otro sí está, aunque de una forma un tanto peculiar que los demás desconocen, pues es maestro de astucias. Se trata de Tarimán, el herrero, el inventor, el dios cojo.

Cuando Tarimán piensa en sus compañeros de raza o en los mortales que habitan en Tramórea, suele acordarse de una frase enunciada en tiempos tan remotos que por aquel entonces sólo una luna flotaba en el cielo: Cualquier tecnología lo bastante avanzada no se distingue de la magia.

En Tramórea perduran algunos restos de la tecnología o ciencia arcana, aunque los hombres los ignoren o los consideren magia. Por ejemplo, la Mixtura que beben los candidatos a convertirse en Tahedoranes y que les permite acelerar sus cuerpos y multiplicar su fuerza no es más que una solución de metales y compuestos orgánicos, en la que nadan billones de criaturas similares a los nanos que pululan en los organismos de los dioses.

Sólo que los más dotados de entre los humanos conocen tres aceleraciones. Los dioses dominan cinco.

Todo esto lo sabe y no lo olvida Tarimán. Pero de momento se limita a guardar silencio mientras observa a los demás. Antes de que empiece la propia asamblea, los dioses forman parejas y grupitos, y conversan entre sí de viva voz o recurriendo a la telepatía, sea ésta compartida o privada.

Una de las creencias humanas es que entre los Yúgaroi existen parejas eternas e indisolubles. Poetas y sacerdotes afirman que el rey Manígulat está casado con su hermana Himíe, señora de la luz del cielo, del mismo modo que la delicada Anurie es esposa inseparable del belicoso Anfiún, o que Rimom, el dios que trae el manto de la noche, es marido fiel de la amorosa y sensual Pothine.

Paparruchas.

Los dioses llevan tantos milenios viviendo, tantos evos, eones o como quieran llamarlos, que han tenido tiempo de aburrirse de sus parejas y de sí mismos, y no una sino varias veces. En algunos momentos, por pura probabilidad, se han formado vínculos como los que les atribuyen los humanos. Pero en otros Manígulat se ha acostado con Vanth, o con Ashine, o con Iyal, o con otros dioses varones, sea manteniendo su sexo o convirtiéndose él mismo en diosa, y también ha habido tríos, cuartetos y otras combinaciones que han durado más o menos tiempo.

Menos es lo habitual. Porque los dioses, en realidad, son seres solitarios. La mayor parte del tiempo lo pasan encerrados en sus estancias privadas, a veces reviviendo recuerdos, más a menudo recombinándolos con fantasías creadas por ellos en escenarios imaginarios pero más convincentes que la propia realidad, o simplemente mirando a las estrellas con la mente en blanco. Pues la eternidad es muy larga.

En el fondo, estos dioses fueron creados como hombres y por los hombres, a imagen y semejanza de los humanos. Como tales, no están preparados para la inmortalidad, para contemplar ante sí un futuro inacabable en el que apenas quedan planes que trazar ni novedades que experimentar, pues todo ha sido probado ya mil veces.

Y por eso estamos tan locos, piensa Tarimán, el dios que no renuncia a recordar.

– Ejem.

Un ronco carraspeo de Manígulat sirve para anunciar a todos que ha empezado la asamblea. No hay asiento ni trono. El rey de los dioses está de pie sobre un suelo de mármol blanco. Sus tres metros de estatura no proyectan sombra sobre las baldosas. Éstas emiten un suave resplandor que se combina con el de las paredes y el techo -que en realidad forma parte del suelo-, inundando la estancia con un baño de luz homogénea.

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