– Guarda la Espada de Fuego.
¡Neerya! Era ella quien le había susurrado al oído. Ariel se volvió para abrazarla, pero la joven la agarró por los hombros, la apartó y dijo con voz apresurada:
– Escóndela bien si quieres salir de aquí con vida. ¡Vamos!
Sin pensárselo, Ariel obedeció la orden de Neerya y volvió a colgarse a Zemal a la espalda. Mientras, la cortesana se puso delante de ella, tapándola con su cuerpo.
– No mires siquiera.
Su madre, Ziyam y Antea ya se habían levantado. Los cadáveres pertenecían a dos de las Teburashi. Una de ellas era Irundhil. O bien una roca la había destrozado cuando seguía tumbada en el suelo, o había tenido la mala suerte de recobrarse de su ataque y levantarse en el momento más inoportuno.
Pese a la orden de Neerya, Ariel se asomó por detrás de su espalda y miró hacia el centro de la cúpula. Donde antes se hallaba el cilindro ahora se alzaba una estatua metálica de tres metros de altura, con los brazos cruzados sobre el pecho. Ariel, que había visto los restos de Gankru, el demonio al que destruyó Derguín, pensó que aquella escultura era similar.
No era ninguna escultura. Ni tampoco un demonio como Gankru. Cuando abrió los brazos, Ariel pudo ver que eran dos y no cuatro, rematados en manos que habrían podido parecer humanas de no ser metálicas y de dedos aguzados como garras.
– El Durmiente ha despertado -musitó Tríane, cayendo de rodillas.
Todos imitaron a su madre, por propia iniciativa o por no llamar la atención. Ariel también clavó las rodillas en el suelo, siempre detrás de Neerya.
El ser de metal abandonó el centro de la cúpula y se dirigió hacia ellas. Sus pisadas hacían retemblar el suelo y abrían grietas en la piedra, como si caminara sobre un charco helado.
– Dioses del Bardaliut, protegedme -murmuró Neerya. El cuerpo le temblaba como las hojas de un álamo.
La estatua viviente se detuvo a unos pasos de las mujeres arrodilladas. Llevaba una armadura entre plateada y oscura, plagada de crestas y pinchos. O tal vez no era un blindaje sino su cuerpo; resultaba difícil saberlo. En su rostro, si es que era en verdad un rostro, no se apreciaban más rasgos que tres huecos negros, dos donde habrían estado los ojos y otro en el centro de la frente. Coronaban su cabeza tres cuernos que reflejaban la luz con destellos metálicos y se movían como las antenas de un insecto.
Pero eso no era todo. La armadura vibraba y se borraba de la vista como un reflejo inestable en el agua, y dejaba adivinar lo que había debajo. O, sospechó Ariel, lo que una vez hubo.
Dentro de la armadura se entreveía una figura que parecía humana, un hombre muy alto, vestido de blanco, con largos cabellos de plata que le caían sobre los hombros, iluminado por una purísima luz interior. En lugar de tres órbitas vacías tenía dos ojos, azules como el cielo a mediodía, limpios y tranquilizadores.
El hombre les sonrió. Todas ellas sonrieron en respuesta, incluso Ariel.
Pero al mismo tiempo seguía viendo la armadura de metal alternándose en fugaces imágenes con la figura resplandeciente, y notaba el estómago contraído de miedo, como si se hubiera tragado una bola de sal mojada.
– Siete mujeres.
Hablaban dos voces al unísono. Una era dulce y empastada, la otra metálica y plagada de aristas. «Siete mujeres», había dicho. Ariel, agazapada tras Neerya, miró a su alrededor y contó. Su madre, Neerya, Ziyam, Antea y tres guerreras Teburashi. Con ella misma sumaban ocho, no siete. Nunca se le habían dado bien los números, pero no llegaba a ser tan torpe.
A mí no me ha visto, pensó. Pero Neerya no podía taparla tanto, y menos ocultarla de unos ojos que las estaban contemplando desde tres metros de altura.
– Cuantas menos mujeres, mayor la parte de honor. Alguien dijo eso…
El rostro que se transparentaba a ráfagas dentro del casco dudó, tratando de evocar un recuerdo muy lejano.
– Has dormido un largo sueño, mi señor -dijo Tríane.
– Morir, dormir. Dormir, tal vez soñar. Yo soñé que estuve aquí de aquellas cadenas cargado. ¿Quién despertó a Tubilok el Pionero, hermosas damas?
Ariel se agazapó aún más. No pensaba reclamar ningún premio.
Quien sí se incorporó fue Ziyam, que se acercó al que se había denominado a sí mismo «Pionero» con paso cauteloso, casi tímido. Tubilok, que se había estabilizado en su aspecto más humano y reconfortante, se arrodilló junto a ella y le puso ambas manos en la cara, acariciando sus mejillas.
– ¿Quieres compartir el saber y el poder de Tubilok? ¿Quieres comer del fruto de los dioses para que tus ojos se abran y conozcas el bien y el mal?
– ¡Sí, mi señor! -dijo ella con gesto arrobado.
De pronto, Tubilok miró hacia las alturas, como si hubiera escuchado un ruido que a las demás se les escapaba.
– Cambios -murmuró-. Han convocado una reunión. No invitaron al hada malvada al bautizo, dejaron fuera de la boda a la Discordia. Una conducta impropia de hermanos.
Una extraña sonrisa contrajo sus rasgos, que ya no parecían tan puros, y durante un segundo la imagen fantasmal de un ojo rojo se encendió en su frente.
Se había olvidado de la presencia de Ziyam. La imagen blanca desapareció, tragada de nuevo por la armadura. Los dedos que acariciaban el rostro de la Atagaira se convirtieron en guanteletes terminados en puntas metálicas. El dios se incorporó. Al apartar las manos del rostro de Ziyam dejó diez surcos sangrantes en sus mejillas. La Atagaira se desplomó entre alaridos de dolor.
– Quien dijo que Tubilok es un tirano devorador de regalos y ajeno a la justicia no era él mismo justo.
La armadura andante regresó al centro de la cúpula, haciendo estremecerse de nuevo el suelo. Pero ahora se notaba otro movimiento: toda la bóveda empezaba a subir hacia las alturas.
– Cuando llegue el reino de Tubilok y la puerta que las Moiras cierran se abra, éste no será un mundo compatible con la vida humana. Mas, por el momento, me habéis servido y os recompenso con un consejo.
Se volvió un momento hacia las ocho mujeres -siete para él-. No quedaba nada del hombre resplandeciente, sólo esa armadura que ahora absorbía toda luz, más negra que las mismas tinieblas. Tubilok levantó los brazos hacia la cúpula y sus manos se iluminaron con un fulgor rojo que no presagiaba nada bueno.
– Huid mientras podáis.
Según los antiguos poetas, el Bardaliut, hogar de los dioses inmortales y bienaventurados, es una ciudad cuyos cimientos no se sustentan en la tierra, sino que flotan sobre las cabezas de los hombres, más allá de las cimas de las montañas y de las alturas donde vuelan los gigantescos terones, e incluso por encima de los rasgados cirros que anuncian con sus reflejos la salida del Sol y de las lunas. Los palacios del Bardaliut son inalcanzables. Por esa razón ni tan siquiera el Rey Gris con toda su ciencia pudo llegar a ellos cuando intentó asaltar los cielos en su impía y temeraria guerra contra los dioses.
Muchos autores han elucubrado sobre la ubicación del Bardaliut. Varum Mahal lo sitúa flotando sobre las inhóspitas montañas de Halpiam; Mibiusha asegura que sus palacios proyectan sus sombras sobre las Tierras Antiguas; y Fliantro afirma que sobrevuela el mar de los Sueños. Pero nosotros creemos que buscar el emplazamiento exacto del Bardaliut es tan inútil como tratar de hallar al ebanista que talló el cofre donde Manígulat guarda encerrados a los siete vientos. Pues, por la propia naturaleza volátil del Bardaliut, no está atado a ningún lugar, sino que puede viajar a voluntad allá donde quieran los dioses, y unas veces se encuentra más cerca del suelo y en otras ocasiones se aleja tanto que va más allá incluso del Cinturón de Zenort y alcanza el reino de las tres lunas.
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