José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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El rostro del ruso se expandió en una sonrisa.

– Ah, pues sí-exclamó-. Fue eso lo que dijo, claro que lo dijo. -Cruzó las piernas, satisfecho-. Entonces, ¿cómo van ustedes a resolver ese problema?

– ¿Quiere realmente saberlo?

– Tengo curiosidad. Esta vez fue el inglés quien sonrió.

– Entonces cojan sus cosas y vengan con nosotros.

– ¿Adónde?

– Ya… humpf… lo verá.

Capítulo 36

Como un rebaño vigilado por feroces perros molosos mostrando los dientes, los tres prisioneros fueron escoltados hasta los dos todoterrenos. Tomás y Cummings entraron en el asiento trasero de uno de los vehículos de los rusos, Igor se puso al volante y el cuerpo macizo de Orlov se sentó al lado, con el arma en las manos, vuelto hacia atrás y atento a los cautivos; Filipe tuvo que ir en el segundo jeep , entregado a los otros dos rusos.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Orlov.

El inglés señaló las rocas de cumbre redondeada, que se alzaban como ampollas rojizas en el horizonte.

– Las Olgas -dijo Cummings-. Esas formaciones que se ven allí.

Igor identificó el destino y miró alrededor, en busca de un camino en esa dirección.

– ¿Cómo se va hasta allí? ¿Tenemos que cruzar el desierto?

– No, es mejor coger la carretera Cuatro y, antes de Uluru, enfilar el sendero a la derecha.

Los todoterrenos arrancaron con fragor, las ruedas patinando en la arena púrpura del desierto australiano y levantando una enorme polvareda, y siguieron por el sendero por donde habían venido, dirigiéndose hacia la carretera asfaltada entre el aeropuerto y Yulara. Hacía un calor infernal, pero esa vez Tomás no lo notó; se sentía demasiado preocupado por su destino inmediato como para preocuparse por naderías.

– ¿Qué es lo que va a mostrarnos, en definitiva? -quiso saber Orlov, interrogando a Cummings.

– Ya lo va… humpf… a ver.

– No -insistió el ruso, con un tono firme-. Quiero saberlo ahora.

Cummings y Tomás intercambiaron una mirada temerosa. Cuanto más deprisa los rusos lo supiesen todo, más pronto llegaría su final. Es verdad que el historiador no se hacía muchas ilusiones sobre sus posibilidades de supervivencia en manos de aquellos hombres; los había visto ejecutar a Nadezhda con espeluznante frialdad y sabía que, para sus carceleros, la vida humana no valía más que la de una hormiga; tenía plena conciencia de que en aquel instante él y los otros dos prisioneros no eran más que insectos a los ojos de sus guardianes, seres insignificantes que habían tenido la osadía de cruzarse en el camino de intereses poderosos y que, entregados ahora a su suerte, afrontarían en breve el final en un rincón cualquiera de aquel remoto desierto. Pero, aun sabiéndolo, aun entendiendo que tenía el destino irrevocablemente trazado y que no podría hacer nada, Tomás se aferraba todavía a la ilusión de la vida, al deseo de escapar, a la esperanza de salvarse; hasta podrían ganar solamente diez minutos, diez miserables minutos, pero siempre serían diez minutos más de vida y valía la pena luchar por ellos.

– ¿Qué pasa? -porfió Orlov, con los ojos clavados en el inglés-. ¿Le han comido la lengua? -Giró el arma, como para hacerse espacio en el asiento casi totalmente ocupado por su cuerpo enorme, y apoyó el cañón en la frente de Tomás-. Si no comienza ya a cantar, me cargo de inmediato al profesor portugués. -Sonrió, malicioso-. Le aseguro que no le va a gustar nada el espectáculo. Verá lo desagradable que es andar limpiando los sesos que queden desparramados en el asiento.

La transpiración de Tomás se hizo copiosa y, en un estado febril, empezó a preguntarse sobre cómo sería el final. ¿Sentiría dolor? ¿O dejaría de existir de un momento a otro? Ahora veía el cañón de la escopeta automática apuntando a su frente, después serían las tinieblas eternas, la enorme nada.

– Por favor -imploró Cummings-. No hay necesidad de eso. Somos todos… humpf… personas razonables, ¿o no?

– Entonces es mejor que usted comience a ser razonable y cuente el resto de la historia -farfulló Orlov, golpeando el reloj de pulsera con el pulgar -. Tenemos un vuelo al atardecer y yo tengo prisa por acabar con mi trabajo, ¿me entiende? No quiero perder el avión y mucho menos quedarme un día más en este pozo perdido en medio de la nada.

– Ya se la contaré, tenga calma. No voy a hacer retrasar su… humpf… trabajo, quédese tranquilo.

El ruso recogió el arma y mantuvo los ojos fijos en el profesor de Oxford, aguardando el resto de la historia. Ya sin el cañón pegado a la frente, Tomás casi tuvo un colapso nervioso; el corazón le saltaba como una pelota rebotando en el pecho, sentía el cuerpo flojo y las rodillas y las manos le temblaban desconsoladamente.

– ¿Y? -volvió Orlov a gruñir, impaciente-. Mire que no tengo todo el día.

Los todoterrenos abandonaron el sendero en el desierto y subieron hacia el impecable asfalto de la carretera Cuatro, justo después de Yulara, girando allí en dirección al magnífico macizo rojo de Uluru.

– Estábamos entonces hablando del hidrógeno, ¿no? -comenzó Cummings, intentando reordenar su pensamiento en aquellas circunstancias penosas-. El carbono es el átomo de los combustibles fósiles que calienta el planeta, pero… humpf… quien tiene la energía es el hidrógeno. Si quitamos el carbono y nos quedamos sólo con el hidrógeno, se acaba el calentamiento del planeta y la dependencia en relación con los combustibles fósiles. Desde el punto de vista conceptual, nada más… humpf… sencillo.

– El problema es conseguir el hidrógeno en estado puro -observó el ruso. ¿-Sí, el hidrógeno es el átomo más abundante del universo, pero… humpf… es difícil conseguirlo en estado puro.

– Entonces, ¿cómo lo haría usted?

Cummings pasó sus dedos delgados por los pelos blancos de la barba, como si lo que fuese a decir a continuación fuese el descubrimiento más obvio de la historia de la humanidad.

– Uso el… humpf… agua.

– ¿Por qué?

– El agua es un compuesto muy abundante en nuestro planeta, ¿no? ¿Por qué no usarla… humpf… como combustible?

– Pero ¿cómo hace usted eso?

El inglés suspiró, algo enfadado por tener que explicar su trabajo a un energúmeno cuya misión, en definitiva, era matarlo.

– Oiga -dijo-. Usted sabe cuál… humpf… es la fórmula química del agua, ¿no?

– H 2O -respondió el ruso-. Eso es elemental.

– ¿Y la H de dónde viene?

– Es el símbolo del hidrógeno.

– En consecuencia, el agua tiene… humpf… hidrógeno, ¿no es cierto?

– Sí.

– Entonces es ahí donde voy a ir a buscar la… humpf… energía. Al hidrógeno del agua.

– Pero ¿cómo se hace eso? -insistió Orlov.

– ¿Usted sabe qué es la electrólisis?

El ruso hizo un esfuerzo de memoria.

– Lo aprendí en el colegio -observó-. Es un proceso químico más, ¿no?

– La electrólisis es la descomposición de una sustancia química… humpf… a través de una corriente eléctrica. Sus principios se basan en las leyes de Faraday; a través de ese proceso, es posible separar los dos elementos del agua, el oxígeno y el hidrógeno. Para lograrlo, se coloca agua pura en un recipiente y… humpf… se conecta la corriente eléctrica. Sometidos a la energía eléctrica, los átomos de hidrógeno se separan de los de oxígeno y se juntan a los otros átomos de hidrógeno. La energía eléctrica gastada en este proceso… humpf… queda almacenada en el hidrógeno.

– Ese no es un proceso nuevo, ¿no?

– No, es algo antiguo. La primera vez que… humpf… se experimentó la electrólisis fue en 1800.

– Entonces, ¿adónde quiere llegar?

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