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José Santos: El séptimo sello

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José Santos El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666. El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis. Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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¿Qué hacer?

El tiroteo proseguía en el desfiladero, intenso y caótico, hasta que, entre las detonaciones que retumbaban por Walpa Gorge, se dio cuenta de que alguien se acercaba. Era Igor. Al comprobar que era imposible regresar al desfiladero, Tomás se sumergió en las profundidades de la abertura y trepó en dirección a la luz; apoyando el pie en un saliente, aferrando la tierra con una mano, haciendo de una roca un escalón, resbalaba y comenzaba de nuevo, inquieto, intentando controlar el pánico, esforzándose por escalar a toda costa, con la determinación de los desesperados.

Alcanzó un parapeto y s^ sentó para descansar un momento. Le caían gotas de transpiración en abundancia; en realidad no eran gotas, sino un hilo de agua que se le escurría por la punta de la nariz y por la barbilla: nunca pensó que fuese posible sudar tan intensamente. Sintió una sed increíble y la boca muy seca; se pasó la lengua por los labios, pero era como si aquélla fuese de corcho, no consiguió obtener ni una gota de saliva. Se encogió de hombros, resignado. Sabía que en aquel momento crítico el agua constituía la última de las prioridades.

Oyó un movimiento abajo y vio un bulto; era Igor, que se acercaba con la escopeta automática en las manos. Los ojos de ambos se cruzaron en un instante de reconocimiento, pero fue realmente un momento efímero, porque deprisa el ruso giró el arma y dirigió el cañón hacia arriba, en su dirección.

Pam .

Tomás rodó hacia un lado, en el parapeto, y escapó a tiempo de la bala asesina. El parapeto tenía unos dos metros, lo que le daba espacio de retroceso, pero el cerco se estaba estrechando. Cada vez estaba más claro que Igor no necesitaba subir; le bastaba con escalar hasta el borde y apuntar el arma, cosa de segundos.

El fugitivo exploró apresuradamente el parapeto, andando de aquí para allá, como un león enjaulado, siembre en busca de una salida de aquella trampa. No había nada, estaba acorralado. Sintió la respiración jadeante de Igor en el esfuerzo de la escalada y vio que el cañón del arma subía por encima de la línea del borde del parapeto: parecía un periscopio emergiendo de las aguas del mar.

En un acceso de desesperación, Tomás dio un salto hasta el borde, miró hacia abajo y vio la cabeza de Igor a medio metro de distancia. El ruso jadeaba agarrado a los salientes para subir al parapeto. Sin vacilar, el fugitivo levantó la pierna y, en ese instante, pasando de presa a predador, asestó un brutal puntapié en la nuca del ruso. Pillado por sorpresa, Igor dio con la cabeza en la pared, perdió el equilibrio y cayó con estruendo al suelo de la grieta.

El contraataque dio un tiempo adicional a Tomás, que retrocedió hasta la pared del parapeto y sopesó de nuevo la situación. Desde donde se encontraba, no podría subir más. ¿Habría algún otro camino que, en la locura de la fuga, se le hubiese escapado? Estudió mejor la grieta y vio que, si daba un salto sobre el parapeto, pasando por encima del lugar de donde había venido y donde ahora se encontraba su perseguidor, podría acceder a una pequeña plataforma con un sendero abierto en la roca. Pero era arriesgado, ya que tendría que exponerse unos instantes a la mira de Igor; además, si fallaba el salto, se arriesgaba a caer en la grieta donde el ruso lo esperaba.

Mientras evaluaba los pros y los contras, oyó el sonido de la respiración de Igor y se dio cuenta de que éste intentaba acceder de nuevo al parapeto. Fue en ese instante cuando tomó la decisión. Antes de que su perseguidor subiese más, Tomás se acercó al borde y miró hacia abajo. Lo primero que vio fue el cañón del arma apuntando en su dirección.

Pam .

La bala le rozó la cabeza; el estruendo zumbó en sus oídos y lo dejó un rato aturdido.

«Cabrón -pensó-. Estaba pendiente de que yo me asomase.»La táctica del puntapié, comprendió, ya no volvería a sorprender a su enemigo, que ahora escalaba la grieta con cautela redoblada. El tiempo le urgía a hacer algo. Tomás cogió impulso, llenó los pulmones como quien se llena de valor, corrió hasta el borde y saltó.

Aterrizó con un gemido en la plataforma a la que había saltado. Sintió que perdía el equilibrio, giró los brazos en el aire en busca de estabilidad y se agarró por fin a un saliente, con lo que evitó la caída en la grieta. Oyó detrás los movimientos de Igor acelerando su escalada y se dio cuenta de que pronto el ruso lo alcanzaría. Se levantó y recorrió el sendero rasgado en la piedra. Unos metros más adelante, el sendero parecía desaparecer en la sombra, engullido por un hueco del tamaño de un perro. La sensación de que estaba acorralado resurgió con fuerza, porque no podía volver atrás.

Sin alternativas, Tomás se tumbó en el suelo y se arrastró por la entrada del hueco, sin saber qué encontraría en las tinieblas. Nada bueno, imaginó, pero aquélla era la única salida, de manera que siguió el camino. Sintió zumbidos en torno a su cabeza; eran insectos que volaban, sorprendidos por la presencia del intruso. Un haz de luz incidió sobre un extraño lagarto lleno de picos, de aspecto temible; se trataba de un diablo espinoso que lo miraba con asombro al verlo en aquellos parajes.

El fugitivo hizo un esfuerzo por ignorar los bichos, pero aquello era más fuerte que él. Sintió comezones por todo el cuerpo y se dio prisa, no sabía si eran los insectos los que andaban bajo su ropa o si era su imaginación febril, pero decidió no comprobarlo, pues quizá lo que podía descubrir no le gustaría. La verdad es que presentía movimiento por todas partes y tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus miedos. Se internó en el hueco y, entre contorsiones, logró seguir una curva hacia la izquierda y dejar la entrada bien atrás.

Negro.

Como el abismo más profundo, como la sombra más tenebrosa, era negro todo lo que rodeaba a Tomás. Allí ya no llegaba siquiera la claridad de la entrada, no se distinguía nada y todo se sentía. Casi hacía frío y el intruso tanteaba ahora a ciegas, con la cabeza dando en un saliente invisible, las manos intentando adivinar las curvas abiertas en la roca, los oídos siempre atentos a los sonidos de los animales que se ocultaban allí. «¿Qué amenazas acechan aquí?», se preguntaba Tomás casi sin cesar. ¿Qué insectos, qué lagartos, qué náuseas, qué venenos? ¿Habría escorpiones? ¿Habría serpientes? ¿Cómo podría no haberlos en un antro semejante, tan grande y tan profundo, tan escondido y tan tremendo?

Se detuvo con la respiración pesada, jadeante, afligida. Tuvo ganas de retroceder y volver al punto de partida, de huir de allí, la amenaza desconocida le parecía más terrible que la que sabía que lo esperaba allí atrás; sin embargo, tuvo que cerrar los ojos y controlar el pánico, tuvo que reunir fuerzas para dominar la claustrofobia que lo sofocaba, tuvo que concentrarse y recordar que allí atrás lo acechaba la muerte y que, cualquiera fuese la amenaza invisible que se escondiese en aquel hueco, jamás podría ser peor que la certidumbre que lo aguardaba si retrocedía.

Se llenó de valor y se enfrentó a lo desconocido. Reanudó el rastreo, tanteando en la oscuridad, como un ciego desmañado, buscando con las manos formarse en la mente la imagen de los contornos invisibles de aquel túnel excavado en la roca. Tropezó con una enorme superficie que bloqueaba el camino y se inmovilizó, ansioso. ¿Sería el final? Palpó las paredes frías del hueco, acariciando las piedras y la tierra, hasta que sintió que a la derecha se abría una salida. ¿Sería una guarida de serpientes? Cogió unos guijarros sueltos y los arrojó en esa dirección, como si avisase a los animales que era mejor salir de allí porque iba a pasar gente; y aguardó, expectante, intentando percibir si había movimiento, si los guijarros habían ahuyentado a lo que fuera que se encontrase allí. Nada. No oyó nada. Alentado, se esforzó y se deslizó por la abertura.

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