– ¿Cómo se llama esto? -preguntó Orlov, sin apartar los ojos de las grandes piedras.
– Las Olgas -dijo Cummings-. Pero los aborígenes las llaman… humpf…: Kata Tjuta. Se dice que significa «muchas cabezas».
El ruso miró alrededor, escrutando el horizonte.
– ¿Y dónde guarda usted el material?
– ¿Qué material?
– No se haga el desentendido.
Cummings apuntó hacia la derecha.
– Tenemos que…, humpf…, ir por allí.
Se volvieron hacia el lugar señalado y vieron un profundo desfiladero abierto entre dos de las piedras mayores del conjunto.
– ¿Qué es aquello?
– Es un sendero -explicó el inglés-. Se llama… humpf…: Walpa Gorge.
Respondiendo a una señal, el grupo se puso en movimiento en fila india, Orlov y Cummings delante, después Igor, a continuación los otros dos prisioneros y, a la zaga, los dos rusos restantes. El suelo era árido y la vegetación rastrera escasa. Al llegar a la entrada del desfiladero sintieron que el viento caliente les azotaba el rostro, como si al fondo hubiese un gigantesco ventilador.
Después de una breve vacilación, Orlov rodeó un peñasco y entró en el desfiladero, inmediatamente seguido por el grupo. Avanzaron por aquel sendero estrecho con pasos cuidados, irresolutos, recorriendo despacio el camino rasgado entre las paredes empinadas de las rocas monstruosas. Sus pasos retumbaban en las laderas, creciendo, multiplicándose; el barullo se hizo tan grande que parecía que un ejército estaba bajando por Walpa Gorge.
Una piedra rodó desde lo alto y Orlov, siempre muy atento, se detuvo.
– Alto -ordenó levantando la mano derecha.
El grupo interrumpió la marcha y los rusos analizaron el desfiladero, en busca de movimientos sospechosos.
– ¡Allí! -exclamó Igor, señalando la cresta de la enorme roca que los emparedaba-.¡Allí hay alguien!
– Deben de ser… humpf… aborígenes -se apresuró Cummings a explicar-. Esta tierra es sagrada para ellos.
– Hmm -murmuró Orlov-. Esto no me gusta nada. -Hizo un gesto en dirección al sitio de donde habían venido-. Tal vez sea mejor que volvamos atrás.
– Son sólo aborígenes -insistió el inglés-. No hay… humpf… ningún problema.
Orlov analizó el desfiladero.
– No, no me arriesgo. Para mi gusto, este paso es demasiado estrecho. -Hizo un gesto con la mano-. Volvamos atrás.
Igor dio una orden a los otros rusos y el grupo dio media vuelta. En ese instante, cuando todos ya caminaban en dirección al sitio de donde habían venido, una voz retumbó en el desfiladero, potente como un trueno.
– ¡Todos quietos!
Se quedaron inmóviles en el sendero, sin saber si debían retroceder o avanzar, intentando reordenar los pensamientos.
– Pero qué demonios… -farfulló Orlov, con el arma en ristre, la cabeza dando vueltas en busca de la voz que había gritado la orden.
El Walpa Gorge pareció suspenderse en el tiempo.
– Tiren las armas al suelo -gritó la misma voz-. Pongan las manos encima de la cabeza.
Por un instante, todo se mantuvo congelado, como en una fotografía; sólo el agitarse indiferente del polvo en el aire rompía esa ilusión. Pero algo se movió en aquella imagen estática, un movimiento allí arriba, una cabeza que asomaba desde la cima del peñasco, un cuerpo que salía de la sombra. Los bultos llevaban un sombrero de ala ancha en la cabeza como el de los cowboys, camisetas y pantalones grises.
– ¡La Policía! -exclamó Orlov, petrificado.
La voz volvió a retumbar por el desfiladero.
– No repetiremos el aviso -dijo-. Tiren las armas y levanten los brazos.
Orlov hizo una señal a sus hombres y los rusos se echaron hacia atrás de las peñas. Igor arrastró a los prisioneros hacia un rincón y miró hacia arriba. Sonó un tiro, luego otro y al fin otro más.
Pam.
Pam.
Eran disparos aislados al principio, un tiro por un lado y la respuesta por el otro, pero pronto se sucedieron sin pausa; de repente la situación pareció fuera de control; los disparos eran tantos y tan próximos que se transformaron en un tiroteo cerrado.
Pam. Pam. Pam. Pam. Pam.
El aire en torno al peñasco hasta el que habían arrastrado a los prisioneros estallaba entre detonaciones y zumbidos de proyectiles; por todas partes se levantaban penachos de polvo: eran las balas que daban en las rocas y herían la tierra.
Tomás miró alrededor y ya no sabía quién disparaba sobre quién, tan grande era la confusión que allí se había instalado. Vio a Igor apoyado en el peñasco en busca de objetivos en la cima de las enormes piedras que emparedaban el sendero. Miró hacia arriba y no vislumbró a nadie; era como si los policías se hubiesen esfumado, como si fuesen fantasmas que ensombreciesen el desfiladero.
Sintió una mano que lo tiraba del brazo y volvió la cabeza. Filipe le hacía una seña con los ojos.
– Vamos -murmuró, tenso.
– ¿Vamos adonde?
– Deprisa -dijo en un tono concluyente.
Su amigo comprobó una última vez que Igor miraba para otro lado y se arrojó más allá de la piedra, arrastrándose y gateando entre matas y rocas. Cummings lo siguió de inmediato, con una agilidad sorprendente para su edad. Tomás, venciendo una última vacilación, se lanzó detrás de él.
– Stop! -gritó alguien atrás.
Era la voz de Igor.
En un impulso, moviéndose lo más deprisa posible, intentando fundirse con el aire, Tomás saltó hacia una zona de sombra: era un pequeño declive, rodó por el suelo, dio con la mano en el ángulo de una piedra, sintió dolor pero lo ignoró, se echó hacia delante y buscó protección entre las rocas.
Pam.
El arma, disparada desde muy cerca, produjo un estampido que sonó junto a sus oídos con violencia.
Pam.
Igor estaba abriendo fuego contra los fugitivos. Con horror, el pánico invadiéndole el cuerpo, Tomás se dio cuenta de que el matón les daba caza. Si no los capturaba, los mataría. O tal vez ya ni siquiera pretendía capturarlos: le bastaba con liquidarlos.
Le dieron ganas de levantarse y correr como alma que lleva el diablo por el desfiladero; el cuerpo le imploraba que lo hiciese, correría como el viento, pero un resquicio de lucidez dominó su impulso primario, una voz en la mente lo avisó de que, si se levantaba en aquel instante, caería de inmediato y para siempre. Confió en esa voz como un ciego confía en el perro que lo guía y se mantuvo agachado, rodando en los declives, trepando por las crestas, arrastrándose por la tierra roja y polvorienta como una víbora que serpentea pegada al suelo. Se detuvo un instante para orientarse, intentando localizar a los otros fugitivos, pero Filipe y Cummings habían desaparecido; en la desesperación de la fuga cada uno había seguido su camino, uno para un lado y otro para otro.
Pam.
La bala silbó cerca del oído de Tomás y el sonido tuvo el efecto de un choque eléctrico. Los movimientos del historiador redoblaron su energía y el cuerpo rodó, buscando la protección del suelo. Sintió que se estrellaba contra una de las paredes que comprimían el desfiladero y gateó entre las matas, cuyas ramas le rasguñaban la piel, hasta que descubrió una hendidura en la roca y se metió por ella.
Era una abertura estrecha y oscura. Con el corazón tamboreándole en el pecho, miró alrededor y se esforzó por absorber la topografía del terreno que lo cercaba. Sabía que su seguridad era momentánea, que Igor iba a su alcance, que disponía de sólo unos segundos para escapar de aquella ratonera. La grieta rajaba la piedra por el interior y Tomás experimentó un terrible sentimiento de indecisión. Podría saltar de nuevo al desfiladero y gatear a lo largo de la pared, pero probablemente Igor lo vería y lo perseguiría de nuevo. Era un riesgo. Podría subir por la grieta y ver adonde lo llevaba, pero era probable que no fuese más que a un callejón sin salida, que lo dejara sin escapatoria cuando Igor llegase al hueco. Era otro riesgo.
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