Tomás analizó su mano, completamente atónito.
– ¿Un transmisor? -repitió, intentando aún digerir lo que acababa de decirle el ruso-. Pero…, pero ¿cómo? ¿Cómo me han puesto aquí un emisor?
Una sonrisa condescendiente llenó el rostro de Orlov.
– ¿Y, profesor? ¿No se acuerda del día en que lo llamé por primera vez? ¿Se acuerda de eso?
– Sí. Estaba en el hospital, esperando a mi madre.
– ¿Se acuerda de lo que ocurrió esa noche?
El historiador hizo un esfuerzo de memoria.
– ¿Esa noche?
– Sí. ¿No se acuerda de lo que ocurrió? Usted subió al coche para ir a Lisboa y… ¡pumba!, ¿dónde despertó?
El recuerdo llenó su memoria en ese instante. Vio al hombre de bata blanca y bigote fino al lado de la cama y a la enfermera pecosa justo detrás.
– En la clínica -exclamó-. Desperté en la clínica.
– ¿Y qué estaba haciendo allí?
– Tuve un accidente. Mi coche chocó con un poste.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Se acuerda de haber visto el coche chocando con el poste?
– Bien… No, no me acuerdo.
– Entonces, ¿cómo sabe que chocó con el poste?
– Me lo dijeron.
Orlov sonrió, con una expresión sarcàstica que destellaba en sus ojos azules.
– Se lo dijeron, ¿no?
Tomás miró al ruso, vacilante.
– ¿No fue así? ¿No tuve un accidente?
Orlov apuntó a la mano derecha de su prisionero.
– ¿Cómo cree usted que el transmisor fue a parar ahí? ¿Por obra y gracia del Espíritu Santo?
El historiador observó la mano con ojos escrutadores, como si intentase ver a través de la piel.
– ¿Me pusieron este implante en la clínica? ¿Fue eso? ¿El accidente fue una farsa? ¿No tuve ningún accidente?
El ruso le hizo una seña para que volviese a su lugar. Tomás se acomodó de nuevo en el sillón.
– Creo que ahora puede imaginar lo que ocurrió esa noche, no es difícil. Lo cierto es que, aun antes de nuestro primer encuentro, ya teníamos su posición en el mapa perfectamente identificada. Gracias a ese transmisor, lo seguimos por Siberia hasta Oljon y lo sorprendimos después en la taiga, ¿recuerda?
– Cabrones -farfulló Tomás-. Fueron ustedes…
– Lo lamento por su amiga. -Señaló a Tomás-. Y usted se salvó simplemente porque aún nos hacía falta. ¿Sabe por qué? -Miró a Filipe-. Para llegar a él. Su suerte fue que se hubiesen separado en el Baikal, por la noche. El GPS sólo nos daba su posición, no la de su amigo. Cuando lo descubrimos con la muchacha en las márgenes del Baikal, pero sin su amigo, entendimos que tendríamos que dejarlo suelto, con la esperanza de que nos llevase hasta él. -Hizo un gesto hacia Cummings-. Conseguir la pista del inglés ya fue el colmo de la suerte. Nunca pensamos que también nos condujese hasta él. -Sonrió-. Pero nos condujo. -Hizo un gesto admirativo con la cabeza-. Usted sería un agente cojonudo, ¿lo sabía? En la época de la Unión Soviética, seguro que lo habría reclutado el KGB. -Suspiró-. Pero la Unión Soviética ya se ha acabado y me temo que usted tendrá que seguir su ejemplo.
– ¡Hijo de puta!
– ¿Qué pasa, profesor? ¿Estamos bajando de nivel?
– ¿Por qué no nos mata ya?
Orlov balanceó la cabeza, como si estudiase esa posibilidad.
– Es una alternativa -dijo-. Pero antes de pasar a la parte más desagradable de nuestra conversación, hay algunas cosas que me gustaría entender, si no les importa.
– ¿Qué cosas?
El ruso desvió los ojos de Tomás y fijó su atención en Filipe y Cummings, las personas que podrían darle las respuestas que buscaba desde hacía mucho.
– ¿Qué es eso del Séptimo Sello?
El cuerpo largo y esbelto de James Cummings, hasta entonces encogido en el sofá, adquirió vida como si de repente lo hubiesen conectado a la corriente eléctrica. El profesor de Oxford se levantó del rincón y, con sus característicos gestos bruscos y desmañados, casi a trompicones, cogió el cuaderno que había dejado sobre un mueble y se volvió hacia ese público inesperado.
– El proyecto del Séptimo Sello está recogido en este cuaderno -anunció-. Lo concibió, en términos teóricos, mi colega de Barcelona, el profesor Blanco Roca, cobardemente… humpf… asesinado en su despacho.
Orlov se movió en el sillón, acusando el golpe.
– Adelante -ordenó-. Adelante.
El inglés se enderezó y se mantuvo muy erguido, mirando al ruso con actitud altanera.
– Este proyecto presenta lo que podrá ser la solución para los problemas que ya está afrontando la humanidad y que se van a agravar en el futuro. Se trata de una batería que no precisa nunca de recarga, que no emite calor, que no emite sonido, que no contamina y que se alimenta de un combustible muy abundante en nuestro planeta.
– ¿Un combustible muy abundante? -se sorprendió Orlov-. ¿Qué? ¿Caca de vaca?
Cummings miró al ruso con frialdad glacial, centelleándole el desdén en los ojos.
– Agua.
Los hombres reunidos en la sala, salvo Filipe, contrajeron el rostro en una mueca incrédula.
– ¿Agua? -interrogó Tomás, que había decidido quedarse callado, pero que en aquel instante no pudo reprimir la sorpresa-. ¿El agua como combustible del futuro?
– El agua -insistió el inglés.
– Pero…, pero ¿cómo?
El profesor de Oxford se volvió hacia el mueble y abrió un cajón, lo que llevó a los rusos a amartillar las armas, en actitud de alerta, sin saber qué saldría de allí. Cummings metió las manos en el cajón y sacó un gran panel blanco, que fue a colgar de un clavo ya colocado en la pared. Era una pizarra, de superficie láctea y lisa como el marfil, igual a tantas otras usadas en las reuniones de trabajo de las empresas. El académico cogió un rotulador y marcó un punto negro en la blancura.
– Todo comenzó en un punto, hace quince mil millones de años -dijo-. Toda la materia, el espacio y las fuerzas estaban comprimidos en un punto infinitamente pequeño que, de repente, sin que sepamos por qué, se expandió… humpf… y fue creando el universo.
– El Big Bang -observó Tomás, ya familiarizado con ese tema.
– Exacto -confirmó Cummings-. El Big Bang. Los primeros segundos fueron, como debéis imaginar… humpf… muy atribulados. Comenzaron a formarse quarks y anti-quarks, que constituyeron los hadrones. Al cabo de un milisegundo, se formaron los electrones y los neutrinos, junto con sus antipartículas. El universo estaba en… humpf… expansión acelerada y, a medida que crecía, iba enfriándose. Eso permitió que, a los cien segundos, los neutrones comenzasen a convertirse en protones. Unos instantes después, las partículas se reunieron en núcleos, pero aún había poco espacio en el universo y la temperatura era demasiado elevada, por lo que los… humpf… electrones colisionan con los fotones y se destruyen unos a otros. Si pudiésemos viajar en el tiempo, veríamos que el universo parecía, en ese momento, una niebla densa. Sólo al cabo de trescientos mil años, cuando la temperatura descendió hasta menos de tres mil grados Celsius, los núcleos lograron atraer electrones de un modo estable. Se formaron… humpf… los primeros átomos. -Contempló a su extraño público, formado por dos académicos portugueses y cuatro gánsteres rusos-. ¿Y cuál fue, os pregunto, el primer átomo que se formó?
Los rusos se encogieron de hombros, casi indiferentes. Su especialidad era otra.
– Hidrógeno -respondió Filipe, que ya conocía la respuesta.
Cummings se volvió hacia la pizarra y trazó una gran H en la superficie blanca.
– Hidrógeno -confirmó-. El primer elemento de la tabla periódica, el más simple de todos los átomos. -Marcó dos puntos, uno al lado del otro, y dibujó un círculo a su alrededor-. Hay un protón y un neutrón en el núcleo y un electrón que órbita. Humpf…, nada más elemental. -Se volvió a su público-. También se crearon los átomos de helio, pero los de hidrógeno eran los más abundantes. Por cada átomo de helio había nueve de hidrógeno.
Читать дальше