José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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El todoterreno deambuló despacio por las calles cuidadosamente trazadas de Yulara. En cierto momento abandonó la zona poblada y enfiló un camino de tierra, internándose en el desierto. El Land Rover iba a trompicones por los baches de la tierra apisonada y casi volaba sobre las crestas onduladas de las dunas, levantando detrás de sí una nube cobriza de polvo seco. Avanzó por el desierto durante diez minutos, rugiendo y estremeciéndose, hasta que por fin se detuvo bruscamente. La nube de polvo cubría el todoterreno como un manto, deslizándose despacio por el aire a merced del viento; parecía una sombra colorida, y fueron necesarios algunos instantes para que Tomás pudiera vislumbrar, entre el denso polvo que había levantado el vehículo, las paredes blancas de una casa.

Bajaron y avanzaron hacia la vivienda. Cummings había apagado el motor y un silencio profundo se abatió sobre los recién llegados. Era un mutismo vacío, sin un tenue zumbido de fondo siquiera. La ausencia de sonido se revelaba de tal modo desoladora que llegaba a desconcertar, a ser incluso asfixiante.

– ¿Esta es tu casa? -preguntó Tomás, rasgando su voz el silencio.

Cummings asintió.

– La he bautizado con el nombre de Arca.

Tomás sonrió. El nombre le parecía prometedor; hacía mucho calor y realmente sólo la frescura de un frigorífico podría aliviarlo en aquel momento.

– Arca, ¿eh? ¿Fresca como un arca frigorífica?

– No. Como el Arca de Noé.

– ¿El Arca de Noé?

El inglés caminó en dirección a la casa; sus pasos resonaban en la arena seca.

– Aquí se encuentra algo precioso para la humanidad.

– ¿Qué? Cummings aferró el picaporte y abrió la puerta.

– La última esperanza.

Capítulo 33

La casa parecía un sitio ruinoso a merced de los animales. Había papeles por casi todos lados, libros amontonados en sofás rotos, ropa desparramada por los rincones, los muebles cubiertos por una espesa capa de omnipresente polvo rojizo; a diestro y siniestro se veían en el suelo restos de comida seca y cartuchos vacíos de patatas fritas, mientras que montones de latas de cervezas y de gaseosas yacían abandonadas sobre los muebles de madera exótica. Las cortinas tenían lamparones de grasa, y el cristal de las ventanas estaba empañado de tan sucio.

– Disculpad el… humpf… desorden -dijo Cummings, que se movía por la sala como un explorador que atravesara la selva espesa-. Nunca se me han dado bien las tareas domésticas.

Tomás no era un modelo de hombre ordenado, pero aquello le pareció excesivo; la casa llevaba por lo menos seis meses sin que se hiciera una limpieza. El y Filipe se abrieron camino hasta los sofás y se acomodaron cautelosos, evitando las partes de la tela donde las manchas parecían más frescas.

– ¿Así que es aquí donde has trabajado?-preguntó Filipe reprimiendo una mueca de asco.

– Right ho -confirmó el inglés-. Éste es mi cubil secreto.

Tomás miró a su amigo con sorpresa.

– ¿Nunca habías estado aquí?

– No -dijo el geólogo-. Sabía que James estaba escondido en Yulara, claro, pero nunca había venido. -Inclinó la cabeza, como si explicase algo obvio-. Por motivos de seguridad.

El anfitrión salió momentáneamente de la sala y volvió enseguida, con la cabeza asomando por la puerta.

– ¿Queréis beber algo? ¿Té? ¿Café? ¿Cerveza?

– Tal vez un poco de agua fría -pidió Tomás, con la boca seca por el calor del viaje desde el aeropuerto hasta allí.

Cummings reapareció con una botella de litro bien fría y se la entregó a Tomás.

– No he traído vasos -se disculpó-. Están todos… humpf… sucios.

El historiador no quería ningún vaso de aquella casa; el gollete sellado le daba mayores garantías de higiene. Abrió la botella de agua mineral y bebió con avidez casi hasta la mitad. Cuando acabó, Filipe le pidió la botella y aplacó su sed con la mitad que quedaba.

– Entonces decidme -comenzó Tomás, yendo derecho al grano-: ¿qué queréis de mí?

Filipe y Cummings intercambiaron una mirada; el inglés se sentó frente a ellos e hizo una seña a su amigo portugués para que fuese él quien explicase las cosas.

– Creo, Casanova, que ya conoces lo esencial de la historia -dijo Filipe, que cruzó las piernas y se relajó en el sofá-. Desde la muerte de Howard y de Blanco, James y yo hemos tenido que escondernos. Yo me fui a Siberia, él se vino a Australia. Pero no dejamos de trabajar. Yo seguí analizando la situación de las reservas petrolíferas mundiales y él prosiguió las investigaciones que había iniciado con Blanco. Cuando nos separamos, quedamos en que no nos pondríamos en contacto, a no ser en caso de necesidad extrema y siempre a través de mensajes codificados. Hasta que, hace algunas semanas, James me envió uno de esos mensajes, el de la cita bíblica que ya he mencionado.

– La del Apocalipsis.

– Esa -asintió-. La que contiene el nombre de código de nuestro proyecto.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama el proyecto, en definitiva?

– El Séptimo Sello.

Tomás balanceó afirmativamente la cabeza.

– Hmm -murmuró-. De ahí esa frase de código.

– Exacto -confirmó Filipe-. Que James me mandara esa cita era una señal de que el proyecto estaba concluido y de que debíamos encontrarnos en Australia para ultimar los detalles. El problema es que teníamos conciencia de que solos no llegaríamos a ningún sitio y yo no sabía adónde debería volver. Hasta que vi tu mensaje en el sitio del instituto y, además de avivarme la nostalgia, confieso que creí que podrías ser un contacto importante, una especie de agente invisible, ¿me entiendes? Eso reforzó mi decisión de invitarte a venir para reunirte conmigo. Necesitaba de la ayuda de alguien que estuviese fuera del circuito, alguien cuya existencia desconociesen en absoluto los intereses del petróleo.

– Entiendo.

– Cuando en Oljon me revelaste que estabas al servicio de la Interpol, me llevé un gran disgusto, pues significaba que, al fin y al cabo, no estabas fuera del circuito. Si la Interpol te había llamado para que ayudases en la investigación de los homicidios, era evidente que los autores morales de esos asesinatos se enterarían de tu existencia.

– ¿Te estás refiriendo a los intereses ligados al petróleo?

– ¡Claro!

– Hmm .

– Por otra parte, esto acabó confirmándose en el Baikal. Unas horas después de que aparecieras, irrumpieron en el campamento yurt aquellos hombres armados. Y ahora me pregunto cómo demonios llegaron ellos allí.

– Seguramente me siguieron.

– Es evidente que te siguieron -coincidió Filipe, que retomó su narración-. Después de que escapamos, consideré que estábamos frente a una situación de emergencia y contacté con James. El se mostró muy preocupado, como es natural, pero el nombre de la Interpol le quedó resonando en los oídos.

El inglés captó la alusión y tomó la palabra.

– Lo ideal sería que estuvieses al servicio de la… humpf… de Scotland Yard, of course -dijo-. Pero supongo que la Interpol da garantías de seguridad suficientes y por ello le dije a Philip que, pensándolo bien, tal vez… humpf… fuese mejor así. Necesitábamos ayuda y, quitando Scotland Yard, ¿quién mejor que la Interpol para echarnos una mano?

– ¿En qué clase de mano estáis pensando?

– Para empezar, necesitamos… humpf… protección.

– Pero Filipe me había explicado que, considerando los colosales intereses que están en juego, ninguna Policía del mundo os podría proteger.

– Durante mucho tiempo -matizó Filipe-. Ninguna Policía del mundo podría protegernos durante mucho tiempo.

– No entiendo.

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