El geólogo respiró hondo.
– Si hubiésemos acudido a la Policía en 2002, cuando asesinaron a Howard y a Blanco, a esta hora no estaríamos vivos. Ninguna Policía podría protegernos durante mucho tiempo de las garras de los intereses petroleros, de eso puedes estar seguro. Pero ahora las cosas son diferentes, Casanova.
– ¿En qué?
– James ha acabado el proyecto que comenzó con Blanco. El mercado mundial del petróleo se encuentra dispuesto a cruzar el pico. Los efectos de la subida de las temperaturas globales ya se están haciendo sentir de una forma palpable. -Abrió los brazos, con la palma de las manos hacia arriba-. Lo que quiero decir es que el mundo ya no tiene que esperar más, éste es el momento justo para actuar. Lo que necesitamos hacer ahora es coger el proyecto y entregárselo a las manos adecuadas. Para ello no necesitamos años, nos bastan semanas. -Sonrió-. La Interpol jamás lograría mantenernos vivos durante años. Pero ¿unas semanas? No veo cuál es la dificultad.
– ¿Y cuándo se agoten esas semanas? ¿Qué os ocurrirá entonces?
Filipe se encogió de hombros.
– A los intereses del petróleo ya no les dará ninguna ventaja neutralizarnos. En ese momento el Séptimo Sello estará fuera y nuestra muerte no invertiría el proceso. Por el contrario, constituiría incluso un riesgo demasiado grande, ya que, a esas alturas, se habría vuelto demasiado evidente la identidad de los que ordenaron los asesinatos. Si logramos hacer público el Séptimo Sello, creo que ellos ya no se arriesgarán.
Tomás se pasó la mano por el pelo y ponderó la cuestión.
– Muy bien -exclamó-. ¿Qué queréis que haga?
– Queremos que expliques la situación a la Interpol y los traigas aquí para que garanticen nuestra seguridad. Necesitamos que creen condiciones para favorecer nuestro contacto con un conjunto de instituciones decisivas. -¿Y qué les digo exactamente? -Les cuentas lo que has visto aquí. El historiador miró a su alrededor, desconcertado.
– ¿Aquí? Aquí sólo he visto desierto. Filipe sonrió.
– Voy a decirlo de otra manera -corrigió-. Les cuentas lo que vas a ver ahora.
– ¿Y qué es lo que voy a ver?
– El Séptimo Sello.
El cajón parecía haberse atascado, pero, con un tirón fuerte y rotundo, Cummings logró finalmente abrirlo. Puso las manos dentro y sacó un cuaderno grueso, de tapa dura negra, como los que se usan en los registros contables. Después se incorporó y les mostró el cuaderno a sus invitados.
– Aquí está, old chap -anunció con su habitual tono afectado-. El Séptimo… humpf… Sello.
Sin contener la curiosidad, Tomás se levantó del asiento y se acercó al inglés. Cogió el cuaderno y lo hojeó con cuidado. Estaba escrito con bolígrafo, lleno de ecuaciones y esquemas, y con un texto manuscrito de letra difícil de leer. Lo intentó con un fragmento, pero se detuvo a mitad de la primera línea.
– Está en español -exclamó sorprendido.
– Right ho -confirmó James-. Lo escribió Blanco.
– Pero ¿tú entiendes español?
– Good Heavens, no. -Casi parecía escandalizado por la idea-. Blanco es que…, humpf…, no lograba razonar en inglés, poor chap. Primero tomaba apuntes en su… humpf…, en su lengua, y después una vez registrado todo, traducía al inglés más adelante. -Señaló un párrafo posterior-. ¿Lo ves? Esta parte está en inglés.
Tomás devolvió el libro y, al volverse, distinguió un bulto verduzco al otro lado de la ventana. Observó y vio que era una piscina, sucia y descuidada, que James tenía en el patio de la casa. El agua estaba cubierta de polvo rojo, de ese polvo que se levantaba de la tierra y lo cubría todo, como las nubes más al fondo.
Miró mejor, intrigado.
Las nubes eran polvo que se agitaba en el aire, como si lo levantase el soplo violento de una tormenta. Pero el cielo se veía azul límpido; no podía ser ninguna tormenta. Amusgó los ojos y distinguió un punto en medio de la nube de polvo, como si asomase una pulga de la neblina.
– James -llamó, sin apartar los ojos de la ventana-. ¿Sueles tener visitas?
– Sí -confirmó el inglés-. El dueño de la tienda de comestibles me manda todos los días a un chico con… humpf… comida y bebidas.
– Ah, entonces el que viene es él.
El profesor de Oxford se acercó y miró la nube de polvo que se acercaba.
– No es posible.
– ¿Hmm?
– El chico del tendero. El… humpf… ya vino aquí esta mañana.
Filipe se levantó de golpe del sofá y se unió a sus amigos; todos miraron por la ventana con una expresión de sobresalto.
– Entonces, ¿quién viene por ahí?
La nube creció rápidamente, y deprisa pudo verse que no era sólo una nube, sino dos.
Salieron de casa, algo temerosos, los dos portugueses con la memoria bien fresca acerca de lo que había pasado en el Baikal. Tomás miró alrededor, calculando de dónde podría venir ayuda o por dónde podrían escapar, pero estaban en medio del desierto y no había ni un alma cerca.
– ¿No será mejor que nos metamos en el todoterreno? -preguntó señalando el Land Rover.
– Ya no tenemos tiempo -dijo Filipe-. De cualquier modo, no debe de ser nada especial. Hemos tomado todas las precauciones, ¿no?
– Bien… sí. Pero en Rusia yo también las había tomado y después pasó lo que pasó, ¿no? Y en Sídney también…
– Ahora es diferente. Hemos tenido mucho más cuidado.
El rugido de los motores acelerados reverberó por el desierto y los dos jeeps se acercaron rápidamente. Disminuyeron la marcha ya cerca de la casa y se separaron, uno para un lado y el otro para el otro; giraron en un movimiento de tijera y convergieron con gran aspaviento frente a la casa. Los motores rugían cuando llegaron a su destino y frenaron en medio de una nube de polvo tan grande que los tres hombres, inmóviles en el patio, tuvieron que taparse la cara, cerrar los ojos y contener la respiración, mientras el viento soplaba llevándose lejos todo aquel polvo.
El polvo se asentó y se oyeron las puertas que se abrían. De la nube que se deshacía asomaron unos bultos, como si fuesen espectros surgiendo de la niebla. Los bultos se acercaron, despacio, y llevaban entre los brazos algo que parecían unos palos largos. Miraron mejor y los corazones se dispararon, desenfrenados. No eran palos.
Eran armas.
Los recién llegados venían armados; en las manos no llevaban unas armas cualesquiera; traían escopetas automáticas, claramente de arsenal militar. Los tres retrocedieron un paso y después otro, recelosos, hasta toparse con la fachada de la casa. No tenían hacia dónde huir.
Un bulto más macizo se distinguió entre los demás. Caminaba pesadamente y, al salir de la nube de polvo, Tomás logró por fin distinguir sus facciones.
– ¡Orlov!
El ruso se detuvo. Tenía la cara empapada de sudor; estaba claro que aquél no era el clima que más le gustaba.
– Hola, profesor. ¿Usted por aquí?
– Eso pregunto yo -exclamó el historiador, aún sorprendido-. ¿Cómo supo que yo estaba aquí?
– Digamos que tengo mis medios.
Filipe le tocó el brazo a Tomás.
– ¿Quién es?
Tomás dio un paso hacia un lado, facilitando el encuentro entre las dos partes.
– Ah, disculpa. -Señaló al ruso-. Este es Alexander Orlov, mi contacto de la Interpol. -Enseguida su mano apuntó a Filipe-. Orlov, éste es Filipe Madureira, mi amigo, el mismo que usted andaba buscando. -Hizo un gesto hacia el inglés-. Y éste es james Cummings, el físico de Oxford que también estaba desaparecido.
El físico y el geólogo avanzaron, extendiendo las manos para saludar al recién llegado, pero Orlov alzó la escopeta automática y los frenó con un gesto brusco.
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