José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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Doña Graça miró hacia un lado y se estremeció.

– Chis -dijo-. Ahí viene.

El hijo volvió la cabeza hacia la puerta y vio a una anciana que se acercaba a paso ligero con una taza de té en la mano. Llevaba un vestido gris, con la falda arrastrándose por el suelo.

– Pero ¿de dónde ha salido este hermoso muchacho? -preguntó la recién llegada, acercándose a la mesa.

Doña Graça afinó la voz.

– Oye, Deolinda, déjate de disparates. -Apoyó la mano en el brazo de su hijo-. Este es mi Tomás.

Deolinda lo miró de pies a cabeza.

– Hmm… No está nada mal -dijo con la voz insinuante-. Oye, chico, ¿tú sabes ponerle pomada a una mujer?

Capítulo 26

El cartel a la salida de la autopista señalaba el familiar peaje de Alverca cuando Tomás, con una mano en el volante y la otra ultimando los preparativos para la llamada, acomodó el auricular y marcó los números.

El móvil sonó al otro lado de la línea.

– Hola, profesor -saludó la voz que lo atendió-. ¿Ya está de vuelta?

– ¿Cómo está, Orlov?

– ¡Muerto de hambre! -se lamentó el ruso-. Aún no he cenado. -Suspiró-. Cuénteme, pues. ¿Se encontró con su amigo?

– Sí.

– ¿Dónde está?

– No lo sé.

Orlov chascó la lengua disgustado.

– Oiga, profesor -dijo con un tono de infinita paciencia-. Usted tiene que contarnos algo, ¿no? Al fin y al cabo, fue la Interpol la que pagó todos los gastos de su viaje. Si pagamos, tenemos al menos el derecho de saber lo que pasó.

– Sin duda -reconoció Tomás-. El problema es que no les puedo decir dónde se encuentra porque yo mismo no lo sé.

– ¿Cómo es eso? ¿No ha estado con él?

– Claro.

– ¿Dónde?

– En Rusia.

Orlov se rio.

– ¿Su amigo se ha escondido en mi tierra? -Soltó una rápida risotada-. Debería haberlo imaginado. ¿Sabe?, cuando leí que había cursado la carrera en Leningrado, presentí que podría haber huido hacia allá. Al fin y al cabo, ya conocía el sitio, ¿no? Pero después dejé a un lado ese presentimiento y me pregunté dónde me escondería si estuviese en el lugar del tal Filipe Madureira. ¿En un lugar frío? ¿Iba a pasar el resto de mis días en medio del hielo? Hmm…¡Ni pensarlo! -Se rio de nuevo-. ¡Me iba a las Antillas!

– Pues sí, pero la verdad es que me he encontrado con Fi- lipe en Rusia.

– ¿Dónde fue el encuentro? ¿En San Petersburgo?

– En Siberia.

El ruso silbó al otro lado de la línea.

– No es de sorprender que nadie haya tenido noticias de él durante todo este tiempo -observó-. ¿El tipo se fue a Siberia?

– Sí.

– ¿Y aún está allí?

Tomás carraspeó.

– Oiga, Orlov. No es posible mantener esta conversación por teléfono. ¿Cuándo podemos encontrarnos?

– Hoy.

– Hoy no puedo. Mi avión aterrizó esta mañana en Lisboa, he ido corriendo a ver a mi madre a Coímbra y ahora estoy de vuelta en Lisboa. Estoy molido y necesito dormir. No imagina lo que ha sido mi vida en los últimos días.

– Muy bien, mañana entonces -dijo Orlov-. Pero usted tiene que darme algo palpable. Mi jefe en Lyon ya me ha estado dando la tabarra. Está impaciente, quiere resultados muy deprisa y necesito presentarle algún informe.

– Dígame dónde nos podernos encontrar.

– A mediodía en el Victor, ¿puede ser?

– ¿Victor? ¿Quién es ése?

– Es un restaurante en Alcabideche, cerca de Cascais. ¿Lo conoce?

A pesar de la fatiga, Tomás no pudo contener una sonrisa, tan previsible era Orlov. Le habría resultado muy raro que el ruso no hiciese referencia a un restaurante en la conversación.

El aroma cálido de la carne asada llenaba el gran salón del Victor, algunas de cuyas mesas ya estaban ocupadas. Aún era temprano, faltaban dos minutos para mediodía, pero los camareros se atareaban de un lado al otro con bandejas en equilibrio sobre las manos y botellas de vino envueltas en servilletas. El ambiente era tranquilo, perfumado por los aromas deliciosos de las especias y por el olor que hacía la boca agua de los alimentos a la lumbre; la media luz amarillenta que iluminaba los rincones parecía acariciar la cerámica de la decoración, otorgando al restaurante el aspecto acogedor de las bodegas.

Tomás observó a los clientes de reojo y, al no identificar a Orlov, se internó en el salón y, metiéndose por el pasaje más apartado a la derecha, desembocó en el segundo salón. Se encontró con el volumen macizo del ruso en una mesa preparada en un rincón, su corpachón inclinado sobre el plato, gotas de sudor que se escurrían por su mejilla ardiente, la boca embadurnada de grasa.

– ¿Ya está comiendo? -preguntó el recién llegado al acercarse a la mesa.

– Hmpf -gruñó Orlov, que se levantó asustado, como si fuese un niño pillado in fraganti en la despensa con la mano metida en el frasco de los caramelos-. Hola, profesor. -Hizo un gesto desmañado señalando los platos dispuestos sobre la mesa-. Disculpe, pero no aguantaba el hambre. Cuando entré y me llegó este olorcito…, mire, no resistí.

– Ha hecho muy bien, no se preocupe -lo tranquilizó Tomás, que ocupó su lugar en la mesa-. La comida se ha hecho para ser comida.

– ¿Le apetece?

La mesa estaba cubierta con una variedad de entrantes, todos ellos irresistiblemente deliciosos, formidables bombas de colesterol. Se veían morcillas, chorizos, dátiles con beicon, jamón con melón, queso de la Serra mantecoso, huevas en aceite, almejas a la Bulháo Pato, [3] coquinas, un centollo gratinado, una botella de vino Dáo ya por la mitad y un vaso al lado con el vidrio ya embadurnado de grasa.

– ¡Qué bien se trata, hombre!

– Oh, se hace lo que se puede, se hace lo que se puede.

Tomás se sirvió unas almejas, lo que constituyó una señal para que Orlov se lanzase de nuevo sobre los manjares, metiendo la cuchara en los entrantes y reaprovisionando su plato compulsivamente.

– Lo primero que quiero hacer es darle cuenta de un homicidio -anunció Tomás yendo derecho al grano.

Orlov suspendió momentáneamente la cuchara en el aire: eran huevas chorreando aceite.

– ¿Un homicidio? ¿Qué homicidio?

– Fui a Siberia con una muchacha llamada Nadezhda, una amiga de Filipe que fue mi contacto en Moscú. Ella fue una especie de guía, ¿entiende? Ocurre que, al regresar, nos persiguieron unos hombres armados que la mataron.

– ¿Qué demonios de historia es ésa? ¿Lo persiguieron unos hombres armados?

– Ahora se lo explico. Pero primero me gustaría informarle sobre el homicidio. Mataron a la muchacha en una floresta, junto a la margen norte del lago Baikal, y su cuerpo aún debe de estar allí.

– Si es así, la Policía rusa ya ha ido seguramente a recoger el cadáver.

– No, porque todo ocurrió en un lugar yermo en medio de la floresta y yo no alerté a las autoridades.

– ¿Ah, no? ¿Y por qué?

– Vaya, porque no quería más complicaciones. Si hubiese ido a la Policía, no habría salido de Rusia hasta dentro de unos meses.¡Y esto si hubiese podido salir! En una de ésas, hasta me acusaban de homicidio y yo acababa en la prisión o en un campo de trabajos forzados.

– Sí, no es imposible.

– Por tanto, al hablar con usted estoy alertando a la Interpol acerca de lo sucedido. Supongo que ustedes pueden hablar con la Policía rusa, y yo estoy disponible para hacer las aclaraciones necesarias.

Orlov adoptó una actitud pensativa.

– Eso va a ser complicado -consideró-. Oiga, póngalo todo por escrito, que yo enviaré el informe a Lyon. Al margen de eso, voy a efectuar unos contactos informales con unos amigos míos de la Policía rusa para ver qué se puede hacer.

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