– Tal vez sería mejor que estas personas se quedasen todas en casa, ¿no?
– ¿Y quién cuidaría de ellas? Hoy en día las personas no tienen ánimo para quedarse en casa limpiándoles el culo a sus padres y soportándoles sus manías. La verdad es ésa. Las personas hoy viven más tiempo y el estilo de vida de las familias no permite lidiar con tanta población envejecida. Antes poca gente llegaba a vieja, y para esos pocos que alcanzaban una edad avanzada había toda una estructura familiar que les servía de apoyo. Fíjese en que las mujeres en aquel entonces no iban a trabajar, se quedaban en casa ocupándose de los suyos. Hoy ya no es así. Gracias a los avances de la medicina, hay muchos más viejos que en el pasado y, con la entrada forzosa de las mujeres en el mercado de trabajo, ha dejado de haber una estructura familiar montada para atender a los ancianos, ¿me entiende?
– Pues sí, el perfil demográfico de la sociedad ha cambiado.
– Que ha cambiado, ha cambiado -coincidió ella, enfática-. Tal como están las cosas, la ayuda profesional que proporcionan las residencias, siempre que sean de calidad, es fundamental, no tenga dudas. -Apuntó hacia el suelo, indicando la residencia-. Pero hace falta saber lo que es la vejez para entender lo que ocurre aquí dentro. Hay quien dice que una residencia tiene que ser como la casa del residente, pero eso no es más que una ilusión que las personas de fuera alimentan para no sentirse afectadas por la incómoda realidad. -Hizo un gesto alrededor-. La verdad es que una residencia es como un hospital, ¿ha visto? Los residentes autónomos y que se valen por sí mismos se cuentan con los dedos. La mayor parte necesita ayuda para las tareas más sencillas. No pueden lavarse solos, no pueden comer solos, algunos ni siquiera andan, otros tienen una enorme dificultad para orinar, muchos ya no están en posesión de todas sus facultades mentales. En fin, aquí tenemos más pacientes que huéspedes.
– Esto es complicado.
Maria señaló a Tomás.
– Y después, además, tenemos que aguantarlos a ustedes, ¿no?
– ¿A mí?
– Sí, a ustedes. Los familiares.
– ¿Qué hacemos nosotros?
– Usted no ha hecho nada…, lo que, dicho sea de paso, no habla mucho en su favor.
– No me va a echar un rapapolvo, ¿no?
– Oiga, no me corresponde meterme en su vida, pero me gustaría que entendiese que la presencia de los familiares es crucial para ayudar a los ancianos en esta fase difícil de la vida. Muchos de los viejos parecen no entender ya nada de nada, es verdad, pero eso no quiere decir que se hayan vuelto insensibles. Por el contrario, son muy sensibles a la atención que les presta la familia.
– Sé que he estado ausente, pero créame que no podía realmente venir -se disculpó de nuevo-. He tenido compromisos impostergables.
– Usted sabrá, yo no me meto en eso -repitió ella-. Pero, sin querer darle una lección de moral, creo que es importante que sepa que su presencia puede marcar la diferencia en la adaptación de su madre a la vida en este sitio. Las personas no deben meter a los ancianos en una residencia y después esperar que la residencia resuelva todos los problemas, como por arte de magia, porque eso no va a ocurrir. Nuestro trabajo es mantener a las personas aseadas, medicadas, abrigadas y alimentadas. Damos las condiciones materiales que la familia, comprensiblemente, ya no puede dar. Pero, en el plano emocional, y por más simpáticos y cariñosos que seamos con el residente, nada sustituye el contacto con la familia. Por favor, venga a visitar a su madre con frecuencia, no la haga sentirse rechazada y abandonada.
Tomás bajó la cabeza y se mordió el labio. Sabía que era un mensaje que apuntaba directamente a él.
– Tiene razón.
Se detuvieron frente a la sala. La directora paseó los ojos de la izquierda a la derecha y se fijó en la figura sentada junto a la ventana.
– Allí está su madre -dijo-. Antes de que vaya a reunirse con ella, déjeme recordarle una cosa: a esta edad, siempre estamos perdiendo algo.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Las neuronas se van muriendo, unas veces más deprisa, otras más lentamente. Es ley de vida. Lo que quiero es que entienda que, cada vez que venga, puede encontrarla diferente. Y raramente será para mejor.
El sol acariciaba las arrugas que el tiempo había labrado en el rostro de doña Graça cuando Tomás se inclinó y la besó en la mejilla.
– Hola, madre, ¿está bien?
Doña Gracia alzó los ojos verdes límpidos y miró a su hijo, que la observaba con nerviosa expectativa.
– Padre -exclamó, abriendo los brazos-. Padre.
Tomás la miró, atónito.
– Madre, soy yo. Tomás.
Ella pareció admirada. Se quedó un instante en suspenso mirando al recién llegado, casi indecisa, hasta que volvió en sí.
– Ay, disculpa -dijo meneando la cabeza como si quisiese sacudir algo-. Me estoy volviendo distraída. Me pareció que eras mi padre -le acarició el rostro-. Eres guapo como él.
– Pues habré heredado sus genes.
– Hace unos días, casualmente, mi padre y mi madre me dijeron que parecías un ángel.
El hijo se acomodó en la silla vacía frente a doña Graça. No había dudas de que estaba confundida, hablaba como si sus padres aún estuviesen vivos.
– Entonces, ¿cómo se ha sentido estando aquí? -preguntó, desviando la conversación.
– Echo de menos la casa. Ya le he dicho a tu padre que quiero volver.
Todos los recuerdos se le mezclaban. En su vivencia, su marido permanecía vivo, probablemente aún más joven.
– ¿Duerme bien, madre?
– Ni por asomo. Entran en mi habitación unas personas extrañas, es un agobio.
– Son las enfermeras, para ver si todo está bien.
– Prefiero a Alzira, ya estoy habituada a ella. -Alzira era la asistenta de la época en que Tomás estudiaba en el instituto-. Además, cocina mejor. Las chicas que trabajan aquí deberían hacer un curso de cocina, como aquellos de la televisión, ¿sabes? Como el de…, de Maria de Lurdes Modesto. Esos.
Tomás miró alrededor, observando a los ancianos sentados en el salón. Unos dormitaban, otros tenían la mirada perdida en el infinito, una tejía y tres jugaban a las cartas.
– ¿Aún no ha hecho amigas, madre?
– Claro que sí -dijo ella-. ¿Sabes con quién me he encontrado aquí?
– No.
– Con Deolinda. ¿Te acuerdas de ella?
– No tengo idea de quién es.
– ¡Claro que sabes quién es! La conocimos cuando íbamos al instituto.
– Madre, yo nunca he ido al instituto con usted. Cuando usted iba al instituto, yo ni siquiera había nacido.
Doña Graça reflexionó, intentando reordenar la memoria.
– Tienes razón, últimamente se me va la olla. Tu padre y yo sí que la conocimos en el instituto. -Se encogió de hombros-. Pues mira, me he encontrado con ella aquí.
– ¿Y cómo está?
La madre se rio.
– Una depravada -murmuró-. Esa chica siempre fue un poco alocada y por lo visto no se ha corregido. Eso lo lleva en la sangre, no hay nada que hacer.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué lo dice?
– Tú no te imaginas las escenas que monta todos los días.¡Válgame Dios!
– Dígame.
Doña Graça se inclinó y bajó la voz, como si estuviese contando un secreto.
– Mira, está viendo a ver si se liga al enfermero.
– ¿Qué enfermero?
– Un chico joven que trabaja aquí. Deolinda se pasa todo el tiempo exigiéndole que le ponga crema en el ano, pero el médico ya la ha visto y ha concluido que no tiene ningún problema en el ano.-Soltó una risita. Y la bribona insiste. Dice que ya no hay hombres como antes, que son todos unos maricones, y exige que le pongan la pomada en el ano.
– Demonio de vieja -sonrió Tomás.
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