– ¿Puedo pasar? -preguntó asomándose después de golpear.
La directora, sentada frente al escritorio consultando papeles, lo acogió con una sonrisa encantadora.
– Adelante, profesor. -Hizo un gesto para que se sentase en la silla al otro lado del escritorio-. Ya creía que usted había desaparecido de la faz de la Tierra.
Tomás se acomodó en el asiento.
– Poco faltó -comentó estremeciéndose-. He estado ausente del país, he vivido una situación muy complicada y no he vuelto hasta hoy. En cuando bajé del avión, en Lisboa, fui a buscar el coche y he venido derecho hasta Coímbra. Acabo de llegar.
– Me di cuenta de que no ha estado por aquí.
Tomás se encogió en la silla y bajó los ojos, ligeramente avergonzado por lo que podría pensarse de su ausencia después de haber dejado allí a su madre.
– Le pido disculpas, pero fueron obligaciones profesionales -se justificó de nuevo, y alzó la cabeza, como si diese ya por suficientes las autoinculpaciones-. ¿Cómo está mi madre?
– Se ha escapado.
Tomás la miró con los ojos desorbitados. La información lo había afectado con la violencia de una bofetada.
– ¿Cómo?
– Su madre se ha escapado.
– ¿Cómo que se ha escapado?
– Muy sencillo. Cogió sus cosas y se marchó.
– Pero…, pero… ¿la dejaron irse?
La directora suspiró.
– Profesor, ¿qué podríamos hacer nosotros? No se olvide de que todo esto es nuevo para ella. Su madre estaba habituada a una determinada rutina y a su modo de vida, que le era muy familiar, y de repente se vio transportada a un medio totalmente extraño, para colmo contra su voluntad. Como era de esperar, reaccionó mal.
Sentado en la silla, Tomás comenzó a sentir que la furia le crecía en el pecho como un volcán a punto de entrar en erupción.
– Pero ¿ustedes la dejaron salir?
– Que yo sepa, profesor, su madre es adulta y mantiene todos sus derechos, incluida la libertad de movimientos. Si ella cogió sus cosas y se fue, ¿qué podíamos hacer? Ella no es una prisionera, ¿no? No fue condenada por ningún tribunal, ¿no?
– Pero ella no puede andar suelta por ahí, es un peligro para sí misma. ¿Dónde está mi madre ahora?
Maria señaló la puerta.
– Está aquí.
– ¿Perdón?
– Está aquí en la residencia.
Miró a la directora, desconcertado.
– Disculpe, no la estoy entendiendo. ¿No me había dicho que se había escapado?
– Dije eso y es verdad. Se escapó al tercer día.
– ¿Y ahora está aquí?
– Sí, conseguimos traerla de vuelta, gracias a Dios.
Tomás soltó un bufido de alivio.
– ¡Uf!
– Intentamos hablar con usted en ese momento, pero su móvil no estaba accesible. No imagina las veces que lo hemos llamado. Como sabíamos que su madre era paciente del doctor Gouveia, nos acordamos de contactar con el hospital y acabamos por hablar con él. Fue el doctor Gouveia quien la localizó y la trajo de vuelta.
– ¿Y cómo se siente ella ahora?
– Se va adaptando, afortunadamente. ¿Quiere ir a verla?
– Claro que sí-dijo levantándose de inmediato-. Pero se encuentra bien, ¿no?
– Se encuentra bien, teniendo en cuenta los condicionamientos de la situación y de la edad, claro -respondió la directora, aún sentada-. Habría sido importante que usted hubiese estado aquí para acompañarla en los primeros días de integración en la residencia.
– Sí, lo sé, pero créame que me resultó del todo imposible.
Tomás se quedó un instante indeciso, sin saber si debería salir o sentarse de nuevo. La actitud de la responsable de la residencia le indicaba que la conversación no había terminado y que tal vez sería mejor que volviese a su sitio.
– Estas cosas son un poco complicadas para nosotros, como debe comprender -dijo Maria, decidida a hacer que aquel cliente asumiese sus responsabilidades-. Dirigir una residencia no es fácil, y siempre estamos enfrentándonos con situaciones nuevas. Ayer, por ejemplo, hubo una octogenaria que se pasó parte de la noche deambulando por la casa, en busca de la cocina. Se desorientó al volver a la habitación y sin querer fue a parar a la cama de tres residentes distintos.
– ¿En serio? -se sorprendió Tomás, de vuelta a la silla-. Vaya, vaya: cuando sea viejecito quiero venir aquí.
– No bromee.
– Disculpe, pero mire lo que son las cosas. Estoy acostado muy tranquilo en mi habitación y, en medio de la noche, viene una mujer a meterse en mi cama.¡Ese es el sueño de cualquier hombre!
Maria se rio.
– ¿Aun siendo una anciana?
– Con esa edad, creo que no podemos ser tiquismiquis, ¿no? En tiempo de guerra, incluso se comen ratas.
Ambos soltaron una carcajada, pero la directora pronto se recompuso. No le pareció de buen tono estar divirtiéndose a costa de aquel tema.
– Oiga, usted está bromeando, pero esto es serio.
La sonrisa se diluyó en el rostro de Tomás, que asintió con la cabeza.
– Lo sé.
– Tenemos clientes que son un amor. Son muy educados y hasta piden disculpas si no consiguen comer solos o se lo hacen en la cama durante la noche. -Alzó los ojos hacia el techo, como desesperada-. Pero hay otros…
Dejó la frase suspendida en el aire.
– ¿Y? ¿Qué hacen los otros?
– Todo y alguna cosa más. Unos no se controlan y dejan excrementos por toda la habitación, es algo terrible. Yo sé que no tienen culpa, pero aun así cuesta entrar allí y limpiarlo todo, ¿no? A veces me dan pena las empleadas de la limpieza.
– Esos deben de ser los peores.
– No. Los peores son los malhumorados, los que nos agreden verbalmente desde que se despiertan. O el desayuno es demasiado temprano o es demasiado tarde, o la cama está demasiado cerca de la ventana o demasiado lejos, o somos todos unos hijos de una tal o dejamos un pelo sin quitar de la bañera, o les quitamos dinero de la cartera o los maltratamos, o la comida está demasiado salada o demasiado insulsa, en fin, siempre todo está mal. Y después crean conflictos con los demás, se acusan mutuamente, es una olla de grillos. -Meneó la cabeza-. Oiga, hay personas que hacen de nuestra vida un verdadero infierno.
– Con la edad, los defectos se acentúan, ¿no?
– Y de qué manera -coincidió Maria-. Pero lo que pasa es que muchos se soliviantan y, a falta de algo mejor, la pagan con nosotros. Esa es la raíz del problema, y tenemos que comprenderlo.
– No me diga que mi madre está en ese grupo.
– No, pobre. Doña Graça es un encanto. Ha tenido dificultades para adaptarse, es verdad, pero se nota que es una persona con clase, incapaz de maltratar a nadie.
– Sí, mucho me sorprendería oírla insultar a alguien.
La directora se levantó por fin de la silla, indicando de ese modo que la conversación se acercaba a su fin.
– Están también los que no paran de incordiar, claro. Pobres, no tienen la culpa, pero fastidian un montón el trabajo. Unos se pasan el día gritando, otros nos siguen por todas partes, y hay dos o tres que preguntan lo mismo o cuentan la misma historia cincuenta veces al día. Necesitan mucho apoyo, pero las exigencias del trabajo nos impiden conversar demasiado. ¿Cómo puede una empleada de la limpieza quedarse media hora conversando con un residente cuando tiene diez habitaciones que limpiar durante la mañana?
– Realmente…
Maria Flor acompañó a Tomás hasta la puerta del despacho y salieron al pasillo. Una anciana se cruzó con ambos, casi arrastrando las chanclas; usaba una bata blanca con volantes de encaje y tenía los cabellos blancos recogidos en una cola de caballo.
– ¿Ve a esta mujer? -susurró la directora cuando la anciana se alejó.
– Sí.
– Se pasa la vida andando por los pasillos. La sentamos a la mesa a la hora de las comidas, pero basta con que nos distraigamos un minuto y, cuando volvemos a encontrarla, está de nuevo paseando por los pasillos. Es exasperante.
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