José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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– Déjame pasar -pidió.

– Ten cuidado, Tomik.

Metió el pie en el agua, con mucho miedo, y el frío le recorrió el cuerpo y le hizo doler los oídos. Sumergió la pierna con cuidado y pisó la arena aun antes de que el agua le llegase a la rodilla. Después apoyó el otro pie y, con enorme cautela, se separó de la canoa y avanzó, paso a paso, hasta que el agua le cubrió sólo los pies y después ni siquiera eso.

– Es la playa -comprobó con alivio-. Hemos llegado al otro lado.

Volvió hacia atrás y ayudó a Nadezhda a salir del kayak.

Caminaron los dos cogidos de la mano hasta la playa, como ciegos explorando sin bastones un camino desconocido, y sólo se detuvieron cuando dejaron la arena y sintieron la hierba de la estepa siberiana arañándoles las plantas de los pies.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Tomás, que se puso de nuevo los calcetines y los zapatos.

– Creo que es mejor que vayamos hasta Sajyurta.

– ¿A pie?

Nadezhda emitió un chasquido irritado con la lengua.

– ¿Ves por aquí alguna parada de autobús?

– No.

– Entonces, ¿por qué haces esa pregunta idiota, Tomik? Claro que tenemos que ir a pie.

Tomás se levantó, impaciente.

– Muy bien -dijo-. ¿Vamos?

La rusa se quedó sentada en la hierba.

– Oye, ¿tú consigues ver algo en la oscuridad?

– Yo, no.

– Entonces siéntate y calla.

Dormían agarrados el uno al otro, unidos en un abrazo cálido que los protegía del frío agreste de la noche en la estepa, cuando notaron la claridad azulada que poco a poco iba pintando el cielo. El primero en entreabrir los ojos fue Tomás, y su movimiento despertó a Nadezhda.

Amanecía en el Baikal y los primeros rayos de la aurora despuntaban al otro lado de Oljon, recortando la sombra negra y larga de la isla en el añil oscuro del firmamento. Miraron alrededor y vieron por primera vez el escenario de la costa donde habían acabado encallando; los rodeaba la estepa, con la taiga y las montañas creciendo delante, la costa rasgada por sucesivas ensenadas, bahías y cabos; aquí lenguas de playa, allí peñascos escarpados. Buscaron en la tierra y en el agua señales de sus compañeros, pero sólo vislumbraron la sombra del kayak abandonado balanceándose frente a la playa, como un tronco perdido, oscilando al ritmo cadencioso de las olas que se deshacían y rehacían en la arena.

– Es mejor que vayamos andando -sugirió Tomás.

Esta vez Nadezhda coincidió con la sugerencia y se levantó. La luz de la alborada era aún tenue, pero suficiente para vislumbrar el camino. Sentían frío y hambre y urgía que se pusiesen en marcha. Pisaron la hierba baja de la estepa y torcieron hacia el suroeste, siguiendo la línea de la costa siempre que era posible, buscando caminos interiores cuando hacía falta.

– ¿Aún está lejos el sitio al que vamos?

– ¿Sajyurta? Son unos cuarenta kilómetros.

Tomás reviró los ojos.

– ¡Joder! Eso es una maratón. -Escrutó el horizonte-. ¿No hay nada antes de Sajyurta?

– Que yo sepa, no.

– ¿Ese pueblo no es el sitio donde cogimos el ferry para Oljon?

– El mismo. Podemos coger allí un autocar e ir hacia Irkutsk.

– Pero ¿no es peligroso? Los tipos que andan detrás de nosotros pueden estar vigilando ese pasaje…

– ¿Y cuál es la alternativa, Tomik?

– No lo sé. Dímelo tú.

Nadezhda señaló las montañas al noroeste.

– Podemos ir en aquella dirección hasta que lleguemos a Manzurka -sugirió-. Pero son unos ochenta kilómetros.

– ¿Y si subimos la costa?

– Aún es peor. La próxima población es Baikalskoe, a unos trescientos kilómetros.

Tomás frunció los labios.

– Bien, entonces es mejor que nos arriesguemos por el pueblo del ferry -dijo con resignación-. Hasta es posible que consigamos hacer autostop antes de llegar allí, quién sabe.

La estepa no era lisa, sino ondulada, y los obligaba a escalar elevaciones y a descender declives. Aparecían pequeños arbustos dispuestos a espacios regulares, como si los hubiesen cultivado; se veían cardos y salvias y un toque de amarillo de los girasoles otorgaba color al paisaje acastañado y seco.

– ¿Aquí no vive nadie? -se exasperó Tomás al cabo de apenas media hora de marcha.

– Niet -confirmó Nadezhda sin apartar los ojos del suelo-. El suelo es muy pobre, ¿no ves? La estepa tiene poca agua. Como esto es casi un desierto, nadie quiere venir aquí.

Pequeños montes les obstruían a veces el paso, obligándolos a sortear los obstáculos para poder seguir adelante. La conversación entre ambos era esporádica, como espasmos. Tenían hambre y se sentían cansados, querían salir de allí lo más pronto posible, pero se veían forzados a conformarse con la situación.

En Tomás anidaba, sin embargo, un resentimiento que hasta ese instante había decidido callar, pero ahora, con tanto andar y sin nada que decirse, se sentía tentado a manifestar aquel resquemor que lo martirizaba a fuego lento.

– ¿A ti te gusta Filipe? -aventuró.

Nadezhda se encogió de hombros.

– No me quejo -dijo-. Siempre ha cumplido con lo acordado. Además, está haciendo algo importante, ¿no te parece?

– Claro -asintió Tomás-. Pero lo que yo quiero saber es si realmente te gusta.

– Oh, eso.

Caminó callada.

– ¿Y ?

– Los hombres son hombres. A vosotros os gusta el sexo, a mí me gusta el sexo. ¿Qué hay de malo?

– Pero ¿te gusta Filipe?

– Me gustan todos los hombres con los que salgo. Siempre que paguen, todo está bien.

Tomás se quedó un instante rumiando esta última afirmación.

– ¿No te gustaría salir de esa vida?

– ¿Qué vida? ¿La de profesional del sexo?

– Sí.

– Blin! -lo increpó-. Pero ¿cuál es tu problema?

– Ninguno. Sólo tengo curiosidad, nada más que eso. -La miró con intensidad-. ¿Estás obligada a esa vida?

Nadezhda se rio.

– Quieres salvarme, ¿eh?

– Sí, ¿por qué no?

La rusa se quedó unos instantes callada, analizando el suelo que pisaba.

– Eres un encanto, Tomik. Pero no necesito salvarme.

– ¿Crees que no?

– Sé que no. Nadie me obliga a llevar la vida que llevo. Lo hago porque me gusta el dinero y porque me da placer. Si yo quisiese acabar hoy mismo, acabaría. -Lo miró con jovialidad-, ¿Sabes lo que quiere decir mi nombre?

– ¿Nadia quiere decir algo?

– No, tonto. Nadezhda. ¿Sabes lo que quiere decir?

Tomás contrajo el rostro en una expresión de ignorancia.

– No tengo la menor idea.

– Nadezhda significa «esperanza». -Sonrió con alegría-. Esperanza. ¿Entiendes, Tomik? Yo tengo esperanza. -Miró el horizonte con actitud soñadora-. Cuando termine la facultad, el próximo año, ¿sabes qué voy a hacer? Voy a conseguir un Iván cualquiera y me iré a vivir con él a Crimea. -Sacudió su pelo cobrizo, en un gesto despreocupado-. No te preocupes por mí.

– ¿Y la mafia te deja?

– Pero ¿qué mafia? Llevo la vida que quiero llevar y la dejaré cuando quiera dejarla. Aquí no hay mafias que me den órdenes. Hago lo que quiero con mi cuerpo y quien lo quiera tiene que pagar. -Señaló a Tomás-. Y tú, con esa charla de cura, entérate ya de que se acabaron los favores, ¿has oído? A partir de ahora, si quieres follar, tendrás que pagar. No eres más que los otros.

Capítulo 24

Una nube de polvo fue el indicio que les indicó que estaban muy cerca de una carretera de tierra apisonada. Las agujas del reloj de pulsera de Tomás marcaban casi las doce del mediodía y los dos fugitivos se arrastraban en silencio por la estepa, demasiado cansados y hambrientos para poder hablar. La floresta bajaba por las montañas y se acercaba a la pequeña franja de la pradera, pero ambos prefirieron mantenerse en el descampado, donde el avance era más fácil.

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