José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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– ¡Vienen para aquí! -se asustó Tomás.

Igualmente alarmado por la posibilidad de que los jeeps volviesen a pasar junto al lugar donde estaban escondidos, Boris susurró algo en ruso y Filipe le hizo una seña a Tomás para que lo siguiese.

– Esto se está poniendo realmente muy peligroso -dijo-. Borka va a llevarnos por un atajo.

Se deslizaron por el arcén y zigzaguearon a oscuras por la estepa. El suelo estaba cubierto de hierbas y plantas aromáticas que exhalaban una fragancia fuerte y agradable. Algunos centenares de metros más adelante tomaron un nuevo sendero, montaron en las bicicletas, rodearon Juzhir muy despacio, avanzando con sumo cuidado, con los faros apagados y el camino hecho a ciegas, y pedalearon hasta que las piernas les pesaron como plomo.

– La Shamanka.

La voz de Boris anunció su destino. Habían llegado. Los ojos de Tomás ya se habían habituado a la oscuridad, pero lo primero que notó al llegar al lugar no fue una imagen ni un olor, sino un sonido.

El rumor tranquilo de las aguas.

La ensenada tenía una pequeña playa de arena, curva como una U ancha, y un bulto oscuro se alzaba en la punta izquierda de la U, como un castillo gótico sumergido en la noche. Los cuatro se apearon de las bicicletas y bajaron hasta la playa caminando en dirección al macizo sombrío.

– ¿Qué es aquello? -preguntó Tomás señalando un bulto que le daba la impresión de vigilar el lago.

– Es la Piedra Chamán -dijo Filipe-. La llaman Shamanka.

– ¿Una piedra chamán?

– No es una piedra chamán -corrigió el geólogo-. Es la «Piedra» Chamán -dijo subrayando lo de «la piedra»-. Este peñasco es uno de los nueve lugares más sagrados de Asia.

Tomás analizó con atención la sombra hacia la cual caminaban.

– ¿Qué tiene este sitio de tan especial?

– Cuéntaselo, Nadia.

La rusa, que iba delante caminando en silencio, disminuyó el paso y se dejó alcanzar por Tomás.

– Fue aquí, en la Shamanka, donde nació el primer chamán -explicó-. Dice la tradición que ese chamán era un hombre y que, al cabo de un tiempo, comenzó a sentirse muy solo. Fue entonces cuando creó a la primera mujer chamán.

La sombra creció delante del grupo, enorme, amenazadora, tan próxima que Tomás ya podía desentrañar sus formas. Era un peñasco escarpado con dos picos, y presentaba una superficie agreste, cubierta de ángulos cortantes como un erizo; daba la impresión de que la playa hacía un esfuerzo por extenderse, estirándose hasta tocar este monstruo de piedra, como una fiera de espaldas vueltas hacia la tierra, un centinela de guardia de las aguas del Baikal. Había algo de irreal en su esencia, como si fuese un trozo de la Luna atraído hacia el lago, un cuerpo extraño tumbado en la playa, una escultura extraña extraída de otra dimensión.

Una luz amarilla y roja centelleó en la ladera del peñasco, tenue y oscilante.

– ¿Qué es aquello?

– Es el Jamagan -lo tranquilizó Nadezhda-. Ha encendido una hoguera.

Llegaron hasta la base del peñasco y escalaron la cuesta acantilada en dirección a las llamas que temblequeaban en un rincón. Tomás se dio cuenta de que la piedra era una especie de mármol cristalizado, cubierto por líquenes rojos. Todo allí era natural, primitivo, con excepción de una placa con letras que, esculpidas en la piedra, le parecieron propias del sánscrito.

Nadezhda llamó al Jamagan en voz alta. El nombre resonó por la pequeña ensenada y oyeron que una voz débil respondía. Se encontraron con el viejo chamán envuelto en mantas y acostado en una gruta abierta en la piedra, con la hoguera encendida justo a la entrada. Era un hombre de rostro ancho y trigueño, con los ojos negros almendrados y los pómulos salientes, como la faz de los mongoles; sus cabellos blancos asomaban por el gorro azul como hebras de paja gastada.

Después, los recién llegados y el chamán conversaron en ruso, con Boris y Filipe gesticulando mucho, como si ésa fuese la única forma de enfatizar la urgencia de lo que tenían que decirle. Pero el Jamagan parecía resistir, nada impresionado con lo que le decían los recién llegados, e intervino Nadezhda. La rusa comenzó a hablar con calma y pausadamente con el viejo chamán. Este la escuchó en silencio, absorbiendo todo lo que ella le decía; era evidente que la respetaba.

– ¿Qué hace ella? -preguntó Tomás en un susurro.

– Nadia está explicándole que nos persiguen unos hombres que amenazan el tegsh.

– ¿Qué es eso?

– ¿El tegsh ? Es un concepto chamán.

– Pero ¿qué significa?

– Equilibrio -tradujo Filipe-. Los chamanes veneran el aire, el agua y la tierra y consideran que es importante mantener el equilibrio en el mundo. Según ellos, el planeta no es un sitio muerto, sino que cada cosa y cada lugar vibran con la presencia viva de espíritus. Todo tiene un alma, incluidos los animales y las plantas. La ética chamánica preconiza el respeto por la naturaleza y la defensa de las cosas naturales y es a esa ética a la que Nadia está apelando.

Nadezhda se calló y le tocó al anciano comenzar a hablar.

– ¿Qué dice?

– La Madre Tierra y el Padre Cielo nos crearon y nos alimentaron durante millones de años y merecen nuestro respeto -murmuró Filipe, traduciendo simultáneamente las palabras del Jamagan-. Los hombres creen que el mundo es inerte y está aquí para ser explotado. No lo es y no está para eso. El problema de los hombres es que han perdido el respeto por la Madre Tierra y eso nos condena a todos. Necesitamos respetar el lago y la montaña, la taiga y la estepa, al águila y al pez; si no, lo perderemos todo. Necesitamos de tenger medne. Cada uno de nosotros es responsable de lo que hace y tenger ve todo lo que se ha hecho y es el último juez y el hacedor de destinos.

– ¿Necesitamos de qué? -preguntó Tomás, interrumpiendo la traducción simultánea.

– Tenger medne -repitió Filipe-. Es la responsabilidad personal, la relación que tenemos con el universo. Los chamanes sostienen que la relación de los seres humanos con el universo es directa, sin nada que se interponga, ni libros sagrados ni sacerdotes, ni siquiera chamanes. Sólo tenger medne.

El Jamagan se calló en ese instante y la rusa volvió a hablar, esta vez más agitada, señalando sucesivamente hacia la playa, hacia el interior de la gruta y hacia el lago. Filipe se quedó tan absorto en lo que ella decía que dejó de traducir, pero pronto eso se hizo irrelevante. El viejo chamán la escuchó en silencio, balanceó la cabeza cuando ella al fin calló, y pronunció entonces una única palabra.

– Da.

Aquel sí los impulsó a la acción. Entraron en la gruta, se inclinaron en la sombra y cogieron un objeto cuyas formas no lograba Tomás distinguir. Lo levantaron y lo arrastraron hacia fuera de la pequeña caverna.

– ¿Qué es eso?

– Es un kayak, ¿no lo ves?

Era, en efecto, una embarcación de madera, estrecha y larga, con capacidad para dos personas. Descendieron por el declive, depositaron el kayak en el agua y volvieron a la gruta para ir a buscar la segunda canoa. Tomás fue con ellos y esta vez ayudó a transportar la embarcación. Cuando franqueó la puerta de la gruta con el kayak en brazos, tropezó con una piedra y estuvo a punto de caerse, pero logró recuperar el equilibrio a tiempo. Fue en ese instante cuando se oyó la voz de Nadezhda.

– Están llegando.

Torció la cabeza, elevó aún más el kayak y observó, intentando entender lo que pasaba. Por encima de la playa, entre una nube de polvo, vio dos pares de faros que se acercaban.

Eran los jeeps.

– ¡Deprisa!¡Deprisa!

Los tres hombres casi corrieron por la cuesta con el kayak a hombros. Echaron la canoa al agua y Filipe señaló a Tomás.

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