– No. Todo funciona mediante el generador.
Tomás se rio.
– Pero ¿dónde he venido a meterme?
– Oljon es la naturaleza en estado puro, Casanova. Esto es tan salvaje que, en tiempos de la Unión Soviética, la isla, a pesar de ser muy bonita, fue integrada en el sistema de los gulags. Vinieron muchos deportados, sobre todo lituanos, y gran parte de ellos murieron aquí.
– ¿Tan dura resulta la vida en este lugar?
– No, el clima de Oljon es incluso moderado si se lo compara con el resto de Siberia. El problema es que no existen infraestructuras suficientes. Por ejemplo, no hay conexiones telefónicas ni red de electricidad.
– ¿Y los móviles?
– No tienen cobertura en esta zona.
– ¿En serio? Entonces, ¿cómo hago si necesito hablar con el exterior?
– Existen dos teléfonos vía satélite. Uno aquí, en el campamento; el otro en la pensión de Bencharov, en Juzhir. Si te hace falta hablar, dímelo. Cuesta cien rublos el minuto.
Hubo iluminación dentro de la tienda gracias al farol de petróleo de Nadezhda. Allí nada funcionaba, salvo el samovar: era un viejo cilindro calentado a carbón, que debía de remontarse a la época de Stalin. Sacaron del grifo el agua hirviendo que necesitaban para el té. Se sentaron en las dos camas del yurt con las tazas humeantes en las manos y sorbieron un trago caliente que les confortó las entrañas.
– Hace poco me dijiste algo que me ha dejado confundido -observó Tomás en portugués, retomando la conversación del bar-. Me dijiste que vosotros hicisteis un descubrimiento que pone en entredicho la industria del petróleo.
– Sí.
– ¿Qué descubrimiento fue ése?
Filipe fijó los ojos en el vapor que se elevaba de la taza y sopló con suavidad el té, para enfriarlo.
– No te lo puedo decir -murmuró.
– ¿Por qué?
– Por varios motivos. Uno de ellos es que, si te lo contase, tu vida también correría peligro.
– No te preocupes por mi vida. Yo aquí represento a la Interpol.
El geólogo se rio.
– Tendría que valerte de mucho.
Tomás ignoró el sarcasmo.
– Pero ¿no te parece importante contar eso?
– Sí -coincidió-. Pero en el momento apropiado.
– ¿Y cuándo será el momento apropiado?
El rostro de Filipe adoptó una expresión ambigua.
– Pronto.
Nadezhda, enfadada por verlos dialogar en portugués, cortó la conversación y disparó una ráfaga de ruso furioso que hizo sonreír a Filipe. El geólogo respondió en ruso y después se volvió a Tomás.
– Nadia se está sintiendo excluida de la conversación -explicó-. Como no hablas ruso y ella no entiende portugués, es mejor que sigamos hablando en inglés.
– Es mejor -asintió la muchacha.
– Confieso que estoy atónito con tu ruso -observó Tomás-. ¿Dónde lo aprendiste?
– Aquí en Rusia, claro.
– ¿Vives aquí hace mucho tiempo?
– Viví aquí hace mucho tiempo.
– ¿Viviste?
– Sí. ¿No te acuerdas de que mis padres eran del Partido Comunista?
– ¡Cómo no acordarme! -sonrió Tomás-. Ellos representaban todo un escándalo en Castelo Branco. Votaban a candidatos con nombres extraños, como Octavio Pato y otros de ese tipo.
– Gracias a mis padres, cuando terminé el instituto conseguí una beca y fui a estudiar Geología en la Universidad de Leningrado. Fue en la época de la Unión Soviética, claro.
– ¿Leningrado? San Petersburgo, quieres decir.
– Leningrado era el nombre que tenía la ciudad en aquel entonces.
– ¿Y? ¿Te gustó?
– La ciudad es espectacular -dijo-. Pero, como era de prever, al cabo de dos semanas ya me había convertido en un.anticomunista primario.
– Te marchaste enseguida.
– No. Me quedé cuatro años.
– ¿Cuatro años?
Filipe se encogió de hombros.
– Fueron las rusas las que hicieron que me quedara -dijo, con una expresión entre impotente y resignada-. El país era una mierda, las personas antipáticas, el sistema comunista no funcionaba, hacía un frío increíble en invierno, pero aun así no pude irme. -Suspiró-. Las chicas de aquí fueron mi perdición, no había nada que hacer.
– ¿Qué tienen ellas de tan especial?
– ¿Acaso no lo ves? -contestó, tras mirar a Nadezhda como si exhibiese la prueba.
Intercambiaron miradas cohibidas a la hora de irse a acostar. El yurt sólo tenía dos camas y ellos eran tres. Tomás supuso inicialmente que Filipe disponía de su propia tienda, donde pasaría la noche, pero fue en el momento en que decidieron acostarse cuando entendió que aquélla era la tienda de su amigo.
En la situación embarazosa que siguió, varios pensamientos cruzaron su mente. El primero, casi instintivo, fue el de que Nadezhda y él irían a una cama y Filipe a la otra. Le parecía una solución natural, teniendo en cuenta la relación que había desarrollado con la rusa los últimos días. Pero, momentos después, lo reconsideró. Quedaría mal irse a dormir con la muchacha en la tienda de su amigo. Acaso la mejor opción, y la más caballerosa, era que ellos se acostasen en la misma cama y ella fuese a la otra. Una especie de segregación sexual.
Iba a hacer la propuesta honorable cuando vio a Filipe coger a Nadezhda por el brazo.
– Tú hoy duermes conmigo, guapa -dijo él.
Tomás no quería dar crédito a lo que oía. ¿Habría oído bien? Pero lo que pasó después le quitó cualquier asomo de duda. Nadezhda, para su asombro, no reaccionó contrariada a la invitación, sino que se rio y se dejó llevar, envuelta en el abrazo lúbrico de Filipe. Se tumbaron los dos en una de las camas y, con risitas que le parecieron imbéciles, desaparecieron entre las sábanas y las mantas.
El historiador se quitó la ropa despacio, con los sentimientos confundidos. Se sentía chocado por la forma liviana y descarada con la que Nadezhda lo había cambiado por otro, incluso allí, delante de sus propias narices. Se puso el pijama y se acostó. Se había habituado a ella, a su familiaridad, a considerarla suya, pero se había roto esa ilusión con violencia, como un espejo que se parte y ahora sí dice la verdad, y que muestra la realidad no como la unidad perfecta que avizoraba antes, sino como el mosaico astillado que era en su esencia.
Apagó el farol de petróleo y el yurt se sumió en la oscuridad completa. Pero no en el silencio. Las risitas de Nadezhda y las carcajadas de Filipe se transformaron en otra cosa; ella ahora gemía y él gruñía y jadeaba. El colchón se agitaba a trompicones, chillando y chirriando, balanceándose como un bote en aguas tumultuosas. Tomás cerró los ojos y, desesperado, puso la cabeza debajo de la manta, como si así lograse evadirse de aquella pesadilla. Por momentos le pareció mejor, pero su curiosidad lo traicionó y, concentrando la atención, captó los sonidos de la refriega tumultuosa que agitaba la cama de al lado.
«Una puta -pensó-. Soy realmente estúpido. Sólo a mí se me ocurre encariñarme con una puta.»Los gemidos y los gruñidos subieron de tono y estallaron en una apoteosis de gritos y vahídos, hasta que todo se serenó, como una bonanza que se impone abruptamente. Después de un breve arrullar, con un manso repiqueteo, se impuso por fin el silencio en el yurt y Tomás, esforzándose por ignorar lo que había pasado, vació su mente y se dejó deslizar gradualmente en el sueño.
Ruido.
Un ruido en mitad del sueño lo trajo de vuelta a la conciencia, como si estuviese sumergido en aguas quietas y una fuerza desconocida lo empujase bruscamente hacia la superficie. Había soñado con su madre y había oído el sonido del cuerpo de ella rodando por las escaleras, cumpliendo la amenaza que le había hecho cuando la dejó en la residencia. ¿Sería un sueño premonitorio? ¿Estaría ella bien? En rigor, ¿habría realmente soñado? Aún entumecido por el sueño, pero molesto por la súbita inquietud, decidió confirmarlo. Era la mejor manera de recuperar la tranquilidad y la paz de espíritu. Aguzó por ello los oídos y se puso a la escucha.
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