José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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Tomás meneó la cabeza.

– Es increíble.

– Pues mira, no es más que el resultado de la forma en que está montado el sistema en los Estados Unidos. Las petroleras y la industria automovilística pagan las campañas electorales, los políticos devuelven el favor cuando son elegidos. Es así como funcionan las cosas. Si el mundo avanza hacia el precipicio por ello, mala suerte.

– Por tanto, si no lo entiendo mal, lo que estás diciendo es que todo el planeta se encuentra convertido en rehén del sistema electoral estadounidense.

– En el fondo, es eso -asintió Filipe-. Las políticas energéticas de la antigua Administración Bush, por ejemplo, no fueron más que la defensa de los intereses de la industria petrolera. Por otra parte, la familia Bush viene del negocio del petróleo y fue la industria del petróleo la que contribuyó con la partida más importante de sus fondos electorales. En esas condiciones, ¿qué estábamos esperando? ¿Que él tomase medidas contra los intereses fundamentales de la industria que lo alimentaba, sólo para defender el planeta?

– Pero, concretamente, ¿qué hizo?

Filipe se rio.

– Lo que hizo la antigua Administración Bush para proteger la industria del petróleo va más allá de lo imaginable. Mira, para empezar: adulteración de documentos.

– ¿Cómo?

– Los tipos falsificaron informes con el único objetivo de salvaguardar el negocio de las industrias fósiles.

– ¿Cómo puedes afirmar eso?

– Es la verdad. Mira, en el verano de 2003, precisamente ni el mismo momento en que Europa hervía bajo una ola de calor nunca vista, que desencadenó incendios inauditos por todas partes, la principal agencia ambiental estadounidense, la Invironmental Protection Agency, recibió órdenes de la Casa Blanca para borrar una serie de referencias que constaban de un informe sobre el medio ambiente en el planeta. -Adoptó un semblante irónico-. ¿Sabes cuáles fueron las partes tachadas?

– Dime.

– Fueron las referencias a un estudio que mostraba cómo las temperaturas del planeta habían subido más entre 1990 y 2000 que en cualquier otro periodo en los últimos mil años. Pero la Casa Blanca quiso sobre todo que se eliminase la conclusión de que el calentamiento se debe a la acción humana. Es decir, a los combustibles fósiles: petróleo, carbón, gas.

– ¿En serio?

– Tuvieron que eliminar eso, fíjate. Y la Casa Blanca ordenó a la agencia que añadiese una referencia a un nuevo estudio que cuestionaba la relación entre los combustibles fósiles y el calentamiento del planeta. Y ¿sabes quién financió parcialmente este nuevo estudio? El American Petroleum Institute.

– Es de juzgado de guardia.

– Pero la adulteración de informes fue sólo lo más inocente que hizo la antigua Administración Bush, sobre todo si se compara con otros de sus actos. Llegaron hasta el punto de declarar guerras, fíjate.

El rostro de Tomás se contrajo en una mueca incrédula.

– ¿Guerras? Estás exagerando un poco, ¿no crees?

– ¿Qué piensas que fue la invasión de Iraq en 2003? ¿Una guerra para instaurar la democracia en Bagdad? ¿Una guerra para eliminar las armas de destrucción masiva que Saddam Hussein, por otra parte, no poseía? ¿Una guerra para derrotar a Al Qaeda, que no estaba en Iraq y ni siquiera tenía relaciones con el régimen de Saddam? -Dejó que se asentaran los interrogantes-. La invasión de Iraq fue una guerra por el petróleo. Punto final. Ni más ni menos.

– Bien, pero sólo fue posible en el contexto de los atentados del 11-S…

– Estás equivocado -intervino Filipe-. Hay indicios de que Iraq hubiera sido invadido incluso sin el pretexto del 11-S.

– ¿Cómo lo sabes?

– Por lo que ocurría en la Casa Blanca. No era sólo el presidente quien venía del negocio del petróleo. Sus dos personas de mayor confianza también. La consejera de Seguridad Nacional, Condoleeza Rice, desempeñó funciones de dirección en la Chevron Oil, y el vicepresidente, Dick Cheney, estaba ligado a una importante multinacional de explotación y producción petrolera, una empresa llamada Halliburton. Esto por no hablar del secretario de Comercio, Donald Evans, que también dirigió una compañía de explotación de petróleo.

– ¿Entonces?

– Nada de eso es mera coincidencia, querido amigo.

– Pero tampoco es ningún crimen.

– No estamos hablando de crímenes, Casanova -dijo el geólogo con un tono de infinita paciencia-. Aunque, bajo cierta perspectiva, todos esos actos sean crímenes. Pero de lo que estamos hablando es de los intereses instalados que dictaminan la perpetuación de nuestra dependencia en relación con los combustibles fósiles. Mira, ¿quieres un ejemplo? -Se inclinó hacia Tomás, como si fuese a contarle un secreto-. Ocho meses antes del 11-S, el entonces vicepresidente Dick Cheney creó una comisión de política energética cuyos objetivos y trabajos quedaron sometidos al más riguroso sigilo. Algunos miembros del Congreso quisieron conocer a los miembros de la comisión y el contenido de los trabajos, pero Cheney se negó a revelar hasta el menor detalle. Hasta que dos organizaciones privadas de interés público llevaron el asunto ante los tribunales y consiguieron obtener una orden judicial para saber lo que se hacía en esa comisión secreta. Así se divulgaron unos pocos documentos, pero entre ellos había tres mapas. ¿Sabes cuáles?

– No tengo idea.

– Dos de esos mapas eran de Arabia Saudí y de los Emiratos Árabes Unidos. ¿Y el tercero?

– ¿De Kuwait?

– De Iraq. -Arqueó las cejas-. ¿Entiendes ahora?¡El hombre estuvo inclinado ante los mapas donde se localizan los campos petrolíferos iraquíes! Allí lo tenía todo: los yacimientos, los oleoductos, las refinerías y la división en ocho bloques de la zona petrolera iraquí. Aún más:¡se tomó incluso el trabajo de calcular cuánto petróleo iraquí podría lanzarse rápidamente en el mercado! Los documentos muestran que Cheney quería perforar el mayor número posible de pozos en Iraq, para lograr aumentar la producción a siete millones de barriles por día.

– ¿Eso fue después del 11 de Septiembre?

– Fue antes, Casanova -repitió Filipe-. «Antes» del 11-S. ¡Los mapas están fechados en marzo de 2001, seis meses antes de los atentados y dos años antes de la invasión de Iraq! -Sonrió sin ganas-. Las armas de destrucción masiva, la democracia en Oriente Medio y todas esas patrañas no fueron más que pretextos para enmascarar el verdadero objetivo estratégico de la invasión de Iraq: controlar las segundas mayores reservas mundiales de petróleo e imponer un orden estadounidense en la zona donde más petróleo se produce en el mundo. Todo obedeció a esa idea fundamental. No sólo Iraq es el segundo país con más petróleo, sino que es el país donde resulta más barato extraerlo. E, instalándose en Iraq, los estadounidenses lograban imponer y hacer sentir su presencia en toda la región. ¿Entiendes?

– Sí.

– En el momento en que la ONU estaba discutiendo la cuestión bizantina de las armas de destrucción masiva de Iraq, Cheney llegó a afirmar en público que Saddam amenazaba los abastecimientos regionales de petróleo y presentó ese argumento como razón suficiente para lanzar el ataque. -Sonrió-. La gente de la Casa Blanca fue presa del pánico cuando lo oyó hablar tan abiertamente del verdadero objetivo de la guerra y, como es evidente, los estrategas lo mandaron callar. Una guerra por el petróleo era algo que nunca galvanizaría la opinión estadounidense o internacional ni legitimaría la acción militar. Por ello, se empezó a ocultar ese argumento y la Administración Bush llegó incluso a negar que la guerra tuviese algo que ver con el petróleo. -Abrió las manos-. Pero no es posible negar la evidencia. ¿Tú crees que, si Iraq no produjese petróleo sino cacahuetes, los estadounidenses iban a gastarse una fortuna en invadir el país?

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