– Por una cuestión de seguridad.
– ¿Seguridad? ¿Seguridad con respecto a qué?
El hombre meneó la cabeza y sonrió sin ganas, casi con tristeza.
– Está claro que no conoces los intereses que hay en juego.
– ¿De qué estás hablando?
– Estoy hablando del mayor negocio del mundo. El petróleo.
– ¿Qué hay con eso?
– ¿Qué crees que ocurriría cuando las fabulosas fortunas y el inmenso poder que el petróleo alimenta descubriesen que había unos pelmas haciendo un trabajo que podría poner en entredicho la fuente de esas fortunas y de ese poder suyo?
– Imagino que no se quedarían satisfechos.
– Pues claro que no. Eso me parece seguro.
– Pero ¿qué tiene eso de especial? Que yo sepa hay miles de científicos en todo el mundo estudiando las alteraciones climáticas. Es evidente que a la industria petrolera no debe de gustarle mucho eso, pero… ¿qué pasa? Si no les gusta, paciencia. Los científicos no dejan de hacer su trabajo porque a la industria petrolera no les gusta, ¿o sí?
Filipe se quedó un momento callado, como si cavilase en lo que podría decir.
– Hay cosas que tú no sabes sobre nuestra investigación.
– ¿Como por ejemplo?
Su amigo se movió en la silla, incómodo. La conversación entraba en un ámbito peligroso.
– Déjame que te responda con otra pregunta -sugirió-. ¿Qué harían los hombres que controlan el mayor negocio del mundo si supiesen que su negocio está amenazado de muerte?
Tomás consideró esta pregunta.
– Qué sé yo. ¿Qué harían?
Filipe se inclinó en la silla, con los ojos amusgados y las cejas cargadas.
– Llegamos al punto de partida.
– ¿Qué punto de partida?
– ¿Qué has venido a hacer aquí?
– ¿Yo? Ya te lo he dicho, Filipe. He venido a propósito de la investigación sobre la muerte de los dos científicos.
El hombre se mantuvo un instante callado, a la espera de que esta observación se revelase íntegramente.
– Entonces ya has respondido a la pregunta.
Tomás lo miró, perplejo.
– ¿Qué pregunta?
– ¿Qué harían los hombres que controlan el mayor negocio del mundo si supiesen que su negocio está amenazado?
– Sí, ¿qué harían?
Filipe respiró hondo.
– Piensa en lo que les ha ocurrido a Howard y a Blanco. -Se recostó en la silla y contempló el lago que desaparecía en las tinieblas siberianas, envuelto en la profunda sombra de la noche. Sólo se oía el suave rumor de las olas besando la playa-. Ahí tienes la respuesta.
El bar del campamento se animaba con unos ruidosos clientes alemanes que bebían cerveza Klinskoe entre jubilosas canciones bávaras, pero el ruido de los juerguistas siempre era mejor que el frío seco que comenzaba a sentirse en la playa. Por tal razón, los dos amigos se recogieron en el interior cálido del bar y pidieron un shashlyk para entretener el estómago; cuando llegó el pincho de carnero, lo acompañaron con pan de centeno y un afrutado tinto georgiano de uva akhasheni.
– ¿Crees entonces que los intereses del petróleo provocaron la muerte de tus amigos científicos? -observó Tomás, reiniciando la conversación en el punto en que la habían suspendido.
– No es que lo crea -le corrigió su amigo-. Lo sé.
– ¿Cómo puedes estar seguro?
– No te olvides, Casanova, de que conozco el mundo del petróleo como la palma de mi mano. -Mostró las manos, como si allí estuviese la prueba de lo que acababa de decir-. Las personas pueden tener el aspecto más civilizado del mundo, y en el caso del mundo del petróleo hay muchas que ni siquiera tienen ese aspecto, pero, cuando se trata de defender intereses de esta envergadura, querido amigo, no hay aire civilizado que resista. Todo se vuelve primitivo, violento, básico. La preservación de este tipo de poder afecta a los instintos más primarios y a las acciones más brutales que se puedan imaginar.
– Pero ¿tienes alguna prueba de que hayan asesinado a tus amigos por intereses ligados al petróleo?
– Tengo las pruebas que me llegan.
– ¿Y cuáles son?
– Mira, para empezar, lo que ocurrió conmigo. Por un feliz azar, en el momento en que mataron a Howard y a Blanco, yo estaba en el extranjero.
– Viena, ¿no?
Filipe adoptó una expresión interrogativa.
– ¿Cómo lo sabes?
– He hecho los deberes.
– Sí, estaba en Viena. Ocurre que, ese mismo día, unos desconocidos asaltaron mi casa. Lo extraño es que no se llevaron nada, lo que indica que no encontraron lo que habían ido a buscar, es decir, a mí.
– Puede ser pura coincidencia.
– Lo sería si lo mismo no hubiese sucedido con James. Asaltaron su casa en Oxford al mismo tiempo que la mía, el mismo día en que Howard y Blanco fueron asesinados. Afortunadamente, James se había ido a Escocia a consultar unos documentos y tampoco se encontraba en casa. O sea, que, de una sola vez, mataron a dos miembros del grupo y asaltaron las casas de los otros dos, que por casualidad se habían ausentado sin aviso. Todo el mismo día.
– ¿Le dijisteis eso a la Policía?
– ¿Qué? ¿Que nos asaltaron la casa?
– Sí. Eso y la coincidencia de que los asaltos hayan ocurrido el mismo día de la muerte de los otros miembros del grupo.
– Casanova, la Policía no nos libraba de lo que nos esperaba. ¿Tú piensas que la PSP, Scotland Yard o la Interpol suponen algún impedimento para quien dispone de los vastos recursos que proporcionan los beneficios del negocio del petróleo?
– Pero ¿cuál es la alternativa, entonces?
– Desaparecer del mapa.
Tomás se quedó con los ojos fijos en su interlocutor.
– Que fue lo que vosotros hicisteis -observó entendiendo por fin la cuestión-. Pero nada de eso prueba que hayan sido los del negocio del petróleo quienes mataron a tus amigos.
– Entonces, ¿quiénes han sido?
– No lo sé. Tal vez fueron los tipos del petróleo, no digo que no. Pero no tienes pruebas.
– Los mensajes son una prueba.
– ¿Qué mensajes?
– ¿No fuiste tú quien dijo que se encontraron al lado de los cuerpos de Howard y de Blanco unos mensajes con un triple seis?
– Sí. ¿Eso qué prueba?
– Eso prueba que los asesinatos se debían a las actividades de nuestro grupo.
– ¿Por qué dices eso?
Filipe se golpeó las sienes con el dedo.
– Casanova, piensa un poco. Nuestro grupo se llamaba «Los Cuatro Caballeros del Apocalipsis». Los mensajes mostraban el triple seis. ¿No llegas a ver la relación entre las dos cosas?
Tomás asintió.
– El Apocalipsis de Juan -observó.
– Exacto -confirmó su amigo-. Son dos referencias simbólicas extraídas del último texto de la Biblia. Al dejar esos mensajes al lado de las víctimas, los asesinos estaban implícitamente relacionando las muertes de Howard y de Blanco con las actividades del grupo, dejando claro que estaban al tanto de todo.
– Tienes razón -reconoció Tomás, balanceando afirmativamente la cabeza-. Eso tiene sentido.
– Y esa relación queda reforzada por el verdadero sentido del triple seis.
– Ahora ya no entiendo. ¿Qué quieres decir con eso?
– Escucha, Casanova. Tú, que eres un experto en lenguas antiguas, dime: ¿qué es el triple seis?
– Es el número de la Bestia.
– Ese es el sentido simbólico, tal como se menciona en el Apocalipsis. Pero lo que yo quiero saber es otra cosa. Si cogemos ese número y lo desciframos, ¿qué da el triple seis?
– Usando la guematría, el 666 se transpone al Nero Kaisar, o César Nerón.
– ¿Y quién era Nerón?
Tomás se quedó cohibido con la pregunta, tan obvia le parecía la respuesta.
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