José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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Tomás se rio.

– Claro que no.

– Los hechos están ahí para quien los quiera ver. Incluso antes de que la guerra comenzase, la Halliburton de Cheney tenía un contrato de siete mil millones de dólares firmado por el petróleo iraquí. Y cuando las tropas avanzaron, su prioridad operativa fue proteger los gigantescos campos petrolíferos de Kirkuk. En cuanto entraron en Bagdad, las fuerzas estadounidenses fueron corriendo a cerrar el Ministerio del Petróleo, ignorando lo que sucedía en el resto de la ciudad, donde reinaba el pillaje. Todo podía ser pillado, excepto el Ministerio del Petróleo. ¿Por qué sería?

– Pues, puedo imaginármelo.

– Al invadir Iraq, los Estados Unidos no estaban haciendo otra cosa que poner en práctica la agenda de la industria petrolera. El plan era claro. Por un lado, enriquecer a los financiado- res de su campaña electoral y a todos sus amigos del mundo del petróleo. Por otro, asegurarse de que aquel petróleo no fuese a caer en manos de China y de Rusia. Y, finalmente, imponer una visión geoestratégica que asegurase la presencia y la influencia estadounidenses en todo Oriente Medio. Al controlar el golfo Pérsico y Oriente Medio, los Estados Unidos garantizaban el acceso a las mayores reservas mundiales de petróleo, en un momento en que el petróleo no OPEP ya ha superado su pico de producción y está agotándose.

Acabaron el shashlyk y el vino y se recostaron en las sillas. I.os alemanes ya se habían callado, entorpecidos por la cerveza, y el ambiente del bar se había vuelto apacible.

– ¿Vamos andando? -sugirió Tomás.

Filipe alzó la mano y le hizo una seña al camarero ruso, dibujando en el aire una firma.

– Espera, voy a pedir la cuenta.

El camarero cogió un lápiz y un bloc y sumó las consumiciones. Tomás se quedó observándolo, pero su mente volvió a la situación en la que su amigo se había metido.

– Respecto a toda esta historia -comentó-, vuelvo a de- c ir que hay algo que no tiene sentido.

– Dime qué.

– Vosotros erais cuatro científicos estudiando el problema del calentamiento global, ¿no es verdad?

– Sí.

– Pero en el mundo existen cientos o miles de otros científicos estudiando el mismo problema. ¿Por qué razón los intereses de la industria petrolera querían vuestra muerte en concreto? ¿Qué teníais vosotros de diferente en relación con los demás?

El camarero entregó la cuenta y Filipe le dio un puñado de rublos.

– ¿Quieres saberlo? -preguntó.

– Claro.

– Ocurre que hemos descubierto algo.

Tomás lo encaró interrogativamente.

– ¿Qué?

Filipe se incorporó, se puso la chaqueta y se dirigió hacia la puerta del bar.

– Hemos descubierto algo que marca el final de la industria petrolera -afirmó-. Y eso es una cosa que ellos no pueden tolerar.

Y salió.

Capítulo 21

Encontraron a Nadezhda sentada en un ancho banco de madera entre dos yurts, con las piernas estiradas sobre un tronco cilíndrico, envuelta en un grueso y suave abrigo de piel. Los yurts se asemejaban a panecillos alineados uno al lado del otro, separados unos cinco metros y con un banco de plaza entre ellos; detrás había una densa hilera de árboles que marcaban la linde del bosque, como si las tiendas estuviesen apoyadas en una pared de troncos y arbustos. La rusa tenía un farol de petróleo colocado en el suelo, al lado del banco, y la luz macilenta proyectaba sombras fantasmagóricas alrededor, como espectros danzando en la noche.

– ¿Y? -la saludó Filipe al acercarse a la tienda con Tomás detrás de él-. ¿Por dónde has andado?

– Por ahí.

– No me digas que has ido a reunirte con el Jamagan.

La rusa lanzó un chasquido irritado.

– Oh, no me fastidies.

Filipe se rio y volvió la cabeza hacia atrás.

– Nadia tiene aquí un amigo especial -dijo-. Es un viejo chamán que le llena la cabeza de disparates.

– No son disparates, Filhka -protestó ella-. Tiene realmente poderes sobrenaturales.

– ¿Qué poderes sobrenaturales?¡El viejo es un trapacero!

– Habla con los espíritus.

El geólogo portugués soltó una carcajada.

– Me parece que habla más con las bebidas espiritosas.

– Oh, ya estamos.

Tomás se acomodó sobre el tronco colocado en el suelo, pinto a los pies de Nadezhda.

– ¿Qué historia es esa de un chamán?

– Es un embustero que anda por ahí engatusando a la gente -dijo Filipe-. Ha convencido a Nadia de que es un mago.

Nadezhda reviró los ojos, enfadada.

– No le hagas caso, Tomik -interrumpió ella-. Filhka no sabe lo que dice.

– ¿Ah, no lo sé?

– No, no lo sabes.

– Entonces, ¿qué hace el viejo? ¿Eh? ¿Qué hace?

– El Jamagan tiene poderes místicos -le contestó-. Tienes que respetar eso.

– Esos poderes no son místicos -replicó Filipe con una sonrisa irónica-. Son míticos.

Sintiéndose incómodo, Tomás se movió sobre el tronco colocado en el suelo, junto a los pies de Nadezhda, en busca de una postura mejor.

– Nadia, explícame eso.

Ella hizo un gesto amplio, abarcando la noche que rodeaba el yurt.

– ¿Te acuerdas que te dije, cuando llegamos aquí, que esta isla es mágica?

– Sí.

– Oljon es uno de los principales polos chamánicos del mundo. Conocí al Jamagan cuando anduve por Siberia haciendo aquellas mediciones meteorológicas para Filhka. Vine a esta isla porque oí decir que la temperatura de aquí es más calurosa que en el resto de la región, y fue entonces cuando me presentaron al Jamagan. Llegué a descubrir que él es uno de los chamanes más importantes que existen.

– Pero ¿qué hace él de especial?

– Cura a las personas.

– ¿De qué?

– Qué se yo, de las enfermedades que tengan.

– ¿Como los hechiceros tribales?

La mano de ella flotó en el aire, balanceándose rápidamente.

– Más o menos -dijo, no muy satisfecha con la comparación-. El chamán utiliza sus poderes místicos para viajar por otras dimensiones y comunicarse con los espíritus, con el fin de conseguir un equilibrio entre los dos mundos, el físico y el espiritual.

– ¿Está poseído por los espíritus?

– No, no. El Jamagan controla los espíritus.

– ¿Y quiénes son ellos?

– Bien, son las almas de los muertos, además de los demonios y los espíritus de la naturaleza.

Tomás hizo una mueca.

– Todo eso parece un poco fantasioso, ¿no crees?

– Admito que, planteadas así las cosas, tal vez parezca fantasioso, sí -reconoció ella-. Pero la verdad es que funciona.

– ¿Cómo sabes que funciona?

– Lo sé porque lo he visto.

– ¿Qué es lo que has visto?

– He visto al Jamagan curar a personas recurriendo al trance.

El historiador frunció el ceño, escéptico.

– ¿No podrá haber sido sugestión?

– Tal vez. Pero no hay duda de que esas personas se curaron.

Filipe se agitó, impaciente. Ya conocía esa historia y no la quería incentivar. Estiró el cuerpo, flexionó los brazos para combatir el frío que le entumecía las articulaciones, e hizo una seña hacia el incitante interior del yurt.

– ¿Qué tal un té?

El interruptor hizo un clic, pero la tienda se mantuvo a oscuras, sólo iluminada por la claridad del farol de petróleo colgado de la mano de Nadezhda.

– Mierda -exclamó Filipe-. El generador debe de estar otra vez bajo de potencia.¡Qué asco!

– ¿El campamento está iluminado por un generador? -se sorprendió Tomás.

– No sólo el campamento -le explicó su amigo-, sino toda la isla.

– ¿Qué? ¿La isla no tiene red eléctrica?

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