– Tú vas con Nadia en este kayak -indicó la embarcación más próxima-. Yo voy con Borka en el otro.
Nadezhda se equilibró en la canoa y esperó que Tomás se acomodase. El historiador miró de reojo el lugar donde había visto a los jeeps y comprobó que se habían inmovilizado, que las puertas se abrían y los ocupantes bajaban. No necesitaba ver más; ocupó su lugar y cogió el remo.
– ¡Deprisa!
Filipe increpó en portugués mientras entraba en el segundo kayak.
– Pero ¿cómo estos cabrones saben dónde estamos?
– ¿Nos habrá denunciado alguien? -aventuró Tomás.
– Pero ¿quién? Hace muy poco que decidimos venir a la Shamanka…
– Tal vez estén registrando toda la isla.
Oyeron voces al fondo. Eran los hombres de los jeeps, que ya los habían identificado y gritaban órdenes.
Los remos de los dos kayaks entraron en el agua y las embarcaciones empezaron a alejarse del peñasco.
– ¿Hacia dónde vamos? -preguntó Tomás, que había dejado de ver la otra canoa.
Le respondió la oscuridad.
– Vamos a separarnos -dijo la voz de Filipe-. Tú vas con Nadia.
– ¿Dónde nos encontramos?
– No lo sé. Después me pongo en contacto contigo.
Los desconocidos corrían por la playa y llegaron en un instante a la Piedra Chamán. Remando furiosamente, Tomás consiguió ganar alguna distancia antes de atreverse a mirar hacia atrás. Vio la silueta de los hombres recortada en el promontorio por la hoguera del Jamagan; algo les centelleaba en los brazos.
zzmm,
zzmm,
zzmm.
Un zumbido cortó el aire alrededor del kayak, seguido por un resplandor de estampidos. El agua hizo unos plocs sucesivos más adelante: eran proyectiles que caían en el lago.
– Están disparando contra nosotros -exclamó Tomás, al borde del pánico.
Su mente pareció dividirse en ese instante. Una parte la invadió el miedo y el impulso de escapar, de salir de allí, de escabullirse a cualquier precio; pero otra, la racional, contemplaba la situación con un extraño distanciamiento. Tenía la impresión de no ser más que un mero espectador apreciando la escena desde fuera, como si nada de aquello tuviese que ver con él. Esa mitad racional se sorprendió por la forma en que todo sucedía; nunca hubiera imaginado que sería el blanco de disparos. Siempre había supuesto que primero se oían los estampidos y sólo después el zumbar de las balas, como en las películas, pero al final era al contrario: las balas volaban más deprisa que el sonido, los zumbidos llegaban antes que los estampidos.
– Chis -susurró Nadezhda-. No hagas ruido.
– ¡Pero están disparando contra nosotros!
– Han abierto fuego a ciegas -explicó ella-. No nos ven.
Pronto se silenciaron los estampidos y no hubo ya zumbidos alrededor de la canoa. Nadezhda tenía razón. Los desconocidos no veían los kayaks. Sólo vislumbraban el manto negro del Baikal fundiéndose con la noche siberiana.
La canoa cortaba el agua con silenciosa rapidez, con los remos danzando alternadamente a babor y a estribor, con los remeros jadeantes por el esfuerzo de mantener el ritmo; un-dos, un-dos, fuerza, fuerza, un-dos, siempre adelante, fuerza, un poco más, un-dos, un-dos.
Diez minutos seguidos remando tuvieron, sin embargo, su precio. Tomás sintió que los músculos de los hombros y del cuello le pesaban como piedras y los brazos casi se le dormían entumecidos. Desvaneciéndose su energía y los pulmones afanosos de aire, el combustible del miedo agotado por el esfuerzo desesperado de fuga, ambos acabaron por disminuir la cadencia con la que empujaban el agua con los remos; el kayak, deslizándose ahora más despacio, dejó de ser un proyectil disparado por el lago y se convirtió en una frágil y delicada cáscara de nuez, de repente infinitamente sensible al tierno ondular del Maloye Morye, el estrecho entre la isla y el continente.
– ¿Dónde están? -murmuró Tomás entre dos bocanadas de aire, con el corazón golpeteando de cansancio.
– ¿Quién? ¿Filhka y Borka?
– Sí.
– No lo sé. Andan por ahí.
Recuperando el aliento, el historiador miró alrededor e intentó vislumbrar algún movimiento, pero la oscuridad en torno a la canoa era opaca; sólo conseguía distinguir algunos puntos luminosos enfrente, probablemente casas aisladas en medio de la estepa o de la taiga. A lo lejos, las luces de Juzhir y la llama vacilante de la hoguera del Jamagan, destacando la Shamanka, les mostraban que la costa de Oljon continuaba peligrosamente próxima. El agua parecía petróleo de tan irnpenetrablemente negra; reflejaba sólo las pocas luces que rodeaban el lago, hachotes trémulos que ondulaban al antojo nervioso de las olas.
Al cabo de algunos minutos de descanso, volvieron a remar, pero ya sin el vigor frenético que los había impulsado minutos antes. En la mente de ambos se repetía incesantemente el sonido escalofriante que habían oído después de abandonar la Shamanka, el silbar siniestro y bajo de las balas segando el aire a su alrededor, como dagas invisibles que disecaban el viento, recordándoles que los mayores peligros nunca se hacen anunciar con alharaca, sino que aparecen calladamente, con insidiosa brusquedad, invisibles y traicioneros.
Perdieron la cuenta del tiempo que pasaron remando. Vista desde la playa del campamento yurt, a la luz acogedora del atardecer, la costa que se erguía al otro lado del Maloye Morye parecía al alcance de un brazo, tan tentadoramente próxima; pero ahora allí, ciegos por la noche y hambrientos por el ansia de devorar el camino, con la espalda dolorida y el miedo rumiándoles en el estómago, la extensión se hacía insoportable. ¿Estarían cerca? ¿Estarían lejos? Contemplando las luces, la distancia parecía permanecer siempre igual; o tal vez no: si se miraba con atención, la hoguera del Jamagan no pasaba de ser un temblequeo casi insignificante, una estrella que centelleaba en el horizonte, indicio seguro de que la Shamanka ya había quedado bien atrás.
El kayak chocó de repente con algo invisible y los dos se sobresaltaron. ¿Habrían encallado? ¿Se habrían estrellado contra una roca? Nadezhda se inclinó y palpó la madera a ciegas, intentando comprobar si había agua, si el embate había rajado la base de la canoa.
– ¿Qué ha sido? -susurró Tomás, ansioso.
La mano de Nadezhda recorrió toda la madera, pero el interior del kayak permanecía seco, lo que la hizo suspirar de alivio.
– Está todo bien -aseguró.
– Entonces, ¿qué ha ocurrido?
La pregunta era buena, sobre todo porque el kayak seguía inmovilizado. La rusa se incorporó con cuidado y se inclinó hacia delante, con la intención de palpar el exterior de la canoa.
Sumergió la mano en el agua fría, a proa, y la recorrió de un lado para el otro, sin entender todavía lo que había ocurrido. Como no detectó nada, se inclinó un poco más y hundió el brazo en el agua, medio con miedo, hasta que los dedos tocaron una superficie suave y granulosa.
– Arena -exclamó ella-. Hemos dado contra un banco de arena.
– Oh, no. ¿Y ahora?
– Blin! Tenemos que salir de aquí.
Tomás se mantuvo en equilibrio en la canoa y, con el remo, inspeccionó el fondo. En efecto, allí había arena y todo indicaba que la proa había encallado, dado que la popa flotaba pero la parte delantera parecía enclavada en algo.
– ¿Crees que hemos llegado a la playa? -aventuró él.
– Es posible. ¿Consigues ver algo?
Ambos abrieron mucho los ojos, intentando vislumbrar señales de la costa. Ya se habían habituado a la oscuridad, pero era difícil, sin referencias de luz, avizorar algo más allá de las tinieblas densas que tenían enfrente. Era como si estuviesen rodeados por el abismo, incapaces de reconocer un dedo a poca distancia de la nariz, totalmente perdidos en aquella sombra espesa. Y, no obstante, era imperativo que descubriesen dónde estaban. Tomás volvió a experimentar el suelo con el remo, pero esta vez tocó la parte situada delante de la canoa; la arena parecía allí mucho más próxima que en la popa. Sintiéndose más confiado, se quitó los zapatos y los calcetines, se arremangó los pantalones hasta encima de las rodillas y, con preparativos de auténtico aldeano, se acercó a la proa.
Читать дальше