Tomás y Nadezhda se helaron de terror, con los latidos del corazón tan violentos que temieron que alguien pudiese oírlos a más de cien metros de distancia; era como si la muerte rondase por allí, husmeándoles el miedo, sintiéndoles el rastro caliente. Oyeron otra voz, parecía resonar del otro lado, pero no apareció nadie más. El hombre del kalashnikov se inmovilizó por momentos en el claro frente al arbusto, dijo algo en ruso a alguien que desde allí no veían y retomó la marcha, desapareciendo entre el follaje.
Los dos fugitivos permanecieron paralizados, con el corazón en la boca, temiendo que aparecieran más desconocidos. Oyeron nuevas voces, ahora a la derecha; era como si la línea de cazadores acabase de pasar junto a ellos sin haberlos visto. Ahora parecían alejarse las palabras que se decían los desconocidos y Tomás soltó un suspiro de alivio.
– Se están yendo -susurró, tan bajo que él mismo tuvo dificultad en oírse.
– Sí -repuso ella en el mismo tono.
– ¿Entendiste lo que decían?
– Nos están buscando.
– Pero ya nos han perdido. Tal vez sea mejor que aprovechemos para huir en la otra dirección.
– Quédate quieto. Ellos saben que estamos escondidos.
– ¿Lo saben?
– Sí. Están hablando de eso.
– Entonces, ¿qué hacemos?
– Tenemos que quedarnos quietos. Si nos movemos o hacemos ruido, darán con nosotros.
Se callaron y siguieron allí, muy quietos y tensos, con tanto pánico que ansiaban salir de allí corriendo, con tanto miedo que no eran capaces de moverse. Nuevas voces confirmaron que los hombres andaban aún por allí y el sonido de la vegetación al ser movida llenaba la taiga, como si los desconocidos estuviesen registrando cada rincón de la floresta. Los sonidos pararon y los hombres se pusieron por un momento a dialogar.
– Van a volver atrás -murmuró Nadezhda, que seguía la conversación.
Acto seguido, las voces se volvieron, en efecto, más altas, y los dos fugitivos suspendieron de nuevo la respiración. Sintieron la presencia otra vez cerca y ambos se paralizaron, sin saber muy bien cómo resistirían sus corazones a un amenazador segundo paso de los extraños. Oyeron el ruido de más ramas apartadas y, de repente, dieron con las piernas de un hombre frente a ellos, a medio metro del arbusto, con el kalashnikov apuntado hacia abajo. El desconocido también llevaba vaqueros, pero era más corpulento que el anterior. El hombre se detuvo un instante, tan próximo que sólo se le veían las piernas y la barriga, y desearon intensamente que se alejase lo más deprisa posible.
Pero el desconocido siguió sin moverse. Se unió a él un segundo hombre y se quedaron los dos mirando a un lado y al otro, como si estuviesen desconcertados. De repente, el segundo se acuclilló y miró hacia el arbusto.
Se vieron.
– Vot oni! -gritó el ruso.
Aterrorizado, Tomás casi saltó del arbusto para ponerse a correr, pero las piernas estaban demasiado débiles, parecían espaguetis hervidos, de modo que no tuvo fuerzas para esbozar una reacción.
Se desencadenó un infierno en torno al arbusto. Los dos desconocidos en el claro volvieron los kalashnikov hacia el escondrijo y pronto se sintió un movimiento caótico alrededor. Aparecieron más cañones de armas venidas no se sabía bien de dónde, algunas metiéndose entre el follaje, y una voz bramó.
– Vykhodíte ottuda! - ordenó -. Bystro .
Nadezhda temblaba de pavor.
– Quieren que salgamos de aquí-tradujo.
Como un sonámbulo, con los sentidos entorpecidos, Tomás apartó las ramas y ayudó a la rusa a salir. En cuanto se enderezó, recibió un puñetazo en el estómago, se dobló en dos y se golpeó la frente en el suelo.
– Eto ti gueólog? -rugió una voz, amenazadora.
Sintió un cañón pegándosele a la nuca y le llevó unos segundos recuperar la respiración.
– No entiendo el ruso -dijo en inglés, con la boca llena de tierra.
Oyó un golpe y un gemido de mujer: habían golpeado a Nadezhda. Hubo nuevas preguntas en ruso, que la muchacha fue respondiendo entre sollozos.
«Este es el final», pensó Tomás.
Los rusos le gritaban a ella, que respondía llorando. Después se volvieron hacia él, lo tiraron del pelo hacia atrás y un hombre le pegó la boca al oído gritando alguna cosa más en ruso. El desconocido le palpó el cuerpo, buscó los bolsillos, se los revisó y sacó de ellos todo lo que pudo encontrar. Después le soltó el pelo y Tomás sintió que volvía a apoyarle el cañón en la nuca. Oyó voces conversando y, pasados unos minutos, los demás hombres se alejaron dos pasos, como si quisieran evitar que los alcanzase lo que iría a ocurrir a continuación.
«Me van a fusilar», comprendió con terror.
Nadezhda no paraba de sollozar. Por el rabillo del ojo, Tomás se dio cuenta de que ella estaba tumbada en el suelo, con un kalashnikov pegado a la nuca. Se hizo el silencio en el claro.
Pam.
Un estruendo brutal sonó al lado de Tomás, y le ensordeció el oído derecho. Volvió el rostro y comprobó, horrorizado, que Nadezhda tenía la cabeza deshecha. La sangre y la masa encefálica se desparramaban por el suelo mezcladas con los cabellos cobrizos.
El cañón pegado a la nuca de Tomás lo empujó hacia delante, haciendo que su cabeza se golpease en el suelo. En ese instante, pensó que todo había acabado. Iban a disparar. La presión en la nuca desapareció y, sin comprender bien lo que pasaba, sintió el cuerpo de un hombre que se inclinaba sobre su espalda y le acercaba de nuevo la boca al oído.
– Márchate, portugués -dijo el desconocido, ahora en inglés-. Márchate y no vuelvas nunca más.
Los hombres empezaron a moverse y, al cabo de pocos segundos, el claro quedó desierto. Temblando de nervios, con la conciencia poseída por un sentimiento de irrealidad, sin saber si aquello no era más que un sueño, Tomás se levantó despacio y se sentó en el suelo. Los hombres habían desaparecido de verdad, dejándole la cartera y el pasaporte a sus pies.
Sus ojos incrédulos se posaron entonces en el cuerpo inerte y ensangrentado de Nadezhda, extendido en el suelo húmedo como una muñeca rota, y fue en ese momento cuando se echó a llorar.
De la vivienda se apreciaba el mismo aspecto tranquilo de siempre, tal vez un poco más risueño que las otras veces que había ido; al fin y al cabo, la primavera siempre se adelantaba y los parterres del jardín ya florecían con exuberancia. Las rosas comunes centelleaban al sol, rojas y amarillas, intensas de vida, compitiendo con el naranja de los alquequenjes, las hojas traslúcidas a contraluz; pero era el azul celeste de los ajenuces, con sus pétalos abiertos como estrellas, lo que otorgaba la apariencia exótica a la vegetación.
Tomás entró en la casa y fue como si estuviese a la puerta de otro mundo. Hasta ese instante, había vivido obcecado por la aterradora experiencia que acababa de tener en Siberia. No lograba borrar de la memoria el sonido de la detonación del kalashnikov que había destruido la cabeza de Nadezhda ni la imagen de la muchacha tendida en el suelo de la taiga, con el cerebro esparcido en el claro donde la habían ejecutado. El sonido y la imagen asombraban a Tomás sin parar y fue con ese recuerdo martilleándole la mente como hizo todo el viaje de regreso, desde las márgenes del Baikal hasta el porche de la residencia, en Coímbra.
En el instante en que traspuso la puerta de entrada, el machacar ininterrumpido cesó abruptamente; parecía que la mente le había concedido una tregua piadosa. Era como si el subconsciente supiese que, para lidiar con el nuevo problema, no podía arrastrar el anterior; todo tenía su tiempo y sólo podía ocuparse de una cosa cada vez. Por ello, con la cabeza inesperadamente limpia, fue derecho al despacho de la directora, en medio del pasillo, y no se detuvo hasta que vio el nombre de Maria Flor señalado en una pequeña placa atornillada a la madera de la puerta.
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