José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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El hombre de la OPEP fijó los ojos en el tráfico.

– Pero lo cierto es que lo está buscando la Policía. -Frunció el ceño-. ¿En qué parte de la película entro yo?

– Los homicidios se produjeron en el momento en que usted se reunió con él.

– Oiga, le aseguro que ése no fue un tema de conversación, puede estar seguro. Alá es mi testigo.

– Lo creo -dijo Tomás-. Pero hay otra circunstancia que nos parece relevante. Es que, según nuestros cálculos, usted fue la última persona que vio a Filipe en público.

– ¿Yo?

– Sí. El desapareció después de los homicidios. Nunca más se le volvió a ver.

– ¿No le habrá ocurrido algo?

– Tal vez, no lo sé.

– Es posible que también lo hayan matado. ¿No son ustedes, los cristianos, quienes dicen que quien a hierro mata a hierro muere?

– No, él está vivo.

– ¿Cómo lo sabe?

– Tenemos un registro de intercambio de e-mails entre él y un amigo inglés.

– Entonces es muy simple. Hablen con ese inglés.

– No podemos. El inglés también ha desaparecido.

El coche se detuvo junto a una fila de estacionamiento. Qarim miró por el retrovisor antes de darle al embrague, poner el cambio y hacer una maniobra marcha atrás.

– Es una historia extraña. Pero, con toda franqueza, no veo en qué podría ayudarlo.

– Oiga, estoy intentando reconstruir lo que tenía Filipe en la mente en el momento en que esto ocurrió. Por eso es necesario que me detalle la conversación que mantuvo con él.

El coche comenzó a retroceder.

– Lo haré -prometió Qarim, mirando hacia atrás durante la maniobra-. Pero no aquí.

Y estacionó el coche.

Capítulo 7

Fueron a pie desde el magnífico edificio de la Bolsa, donde dejaron el coche. Atravesaron el jardín del parque Gmeiner, un espacio verde en plena Bõrseplatz, y enfilaron la Renngasse, la calle que irrumpe por entre el soberbio palacio barroco Schõnborn-Batthyány y el esplendoroso conjunto medieval del antiguo priorato de la Schottenkirche. Cruzaron la plaza y, como un cicerone, Qarim condujo a Tomás hacia el edificio de enfrente, el palacio Ferstel, cuyo interior reveló una suntuosa galería, la Pasaje Freyung. Recorrieron la galería, giraron a la izquierda y entraron en un enorme establecimiento, con la entrada guardada por la figura en papier maché de un hombre sentado en una silla.

– El café Central -anunció Qarim.

El café casi parecía una catedral. Enormes columnas griegas sustentaban el techo alto y abovedado, de donde pendían, como frutos silvestres en una rama, los pálidos candelabros esféricos que intentaban inútilmente iluminar el salón. Lo cierto es que la pujante claridad del día ofuscaba su luz tenue, y los rayos del sol se derramaban vigorosos por las anchas ventanas de extremo redondeado y se explayaban con fulgor por el Central. Pero hasta esa claridad parecía relegada a segundo plano, ensombrecida por el gran estilo de la decoración y de la arquitectura interior; más que por la luz, el ambiente estaba dominado por el color y las líneas armoniosas, una elegante mezcla entre el difuso tono amarillento que lo impregnaba todo y cierto estilo art nouveau que otorgaba al café un toque clásico. En otros tiempos, cuando se usaba frac, bastón y bombín, se hubiera dicho que aquél era un sitio chic.

Algunos clientes hojeaban distraídamente el periódico, otros parecían engolfados en un libro agradable y un puñado saboreaba un Kapuziner o un Pharisaer ; pero todos, realmente todos, se mostraban mecidos por la sonata melancólica que el pianista tocaba con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, arrebatado por la embriagadora pasión de la música. Mozart llenaba la Kaffehaus de melodía, las notas sonaban melifluas, como el pipiar tierno de las golondrinas recibiendo a la primavera.

Con pasos ligeros, para no molestar al inspirado músico ni estropear la hermosa sonata que fluía del teclado, cruzaron la sala y fueron a sentarse a una pequeña mesa ovalada, en el rincón, junto a una ventana.

– Este sitio es notable -murmuró Tomás, contemplando las bóvedas del techo-. Notable.

– ¿Verdad? -sonrió Qarim, acomodándose en su silla-. Dicen que antiguamente se reunían aquí los escritores de Viena. -Señaló con el dedo la figura en papier maché que vigilaba la entrada del café-. Aquél era uno de ellos.

Tomás observó la figura con bigote.

– ¿Quién es?

– Qué sé yo. Un poeta, por lo que parece.

– ¿Es famoso?

Qarim observó por la ventana la Herrengasse y la Minoritenplatz, por donde se movían los transeúntes.

– No tengo la menor idea -dijo-. Pero los intelectuales frecuentaban mucho toda esta zona de Schottenring y Alsergrund. Mire, Freud vivía por aquí, por ejemplo. Su casa es ahora un museo.

Un camarero con un esmoquin de rigor se acercó con un bloc de notas en la mano.

– Guten Tag -saludó. Revelaba una actitud incierta, era evidente que no sabía si el cliente con shumag en la cabeza y thoub cubriéndole el cuerpo lo entendería-. Was mõchten Sie?

– Yo quiero un Türkischer y un Rehrücken -respondió Qarim en inglés. Se levantó y miró a Tomás-. Voy al cuarto de baño. Pida lo que quiera.

Mientras el árabe se alejaba, ágil dentro de su túnica oscura, el historiador consultó la carta que le entregaron.

– Yo…, yo tengo un poco de hambre -le dijo al camarero. Señaló una imagen reproducida en la carta-. ¿Qué es esto? El austríaco se inclinó y observó la fotografía.

– ¿La Heringsalat?

– Sí, ¿qué lleva?

– Es ensalada de arenque.

– Tráigame una.

– ¿Y para beber?

– Una cerveza de barril.

– ¿Pfiff, Seidl o Krügel?

– No lo sé. Cualquiera.

El camarero meneó la cabeza.

– No, no. Lo que necesito saber es qué tamaño de jarra quiere.

– Ah. Puede ser una de medio litro.

– Ach so. Krügel.

Cuando Qarim regresó a la mesa lo estaba esperando un café turco humeante y una suculenta porción de tarta de chocolate. El piano ya no sonaba y el pianista se había sentado en la terraza para hacer descansar sus dedos y tomar un Einspanner. Tomás se aferraba a una gran jarra de cerveza y comía la ensalada ya servida; parecía disfrutar del sol que le acariciaba el rostro por la ventana, pero tenía el bloc de notas abierto sobre la mesa, listo para tomar sus apuntes.

– Tal vez sea bueno aprovechar la pausa en la música para que avancemos en nuestra conversación -sugirió en cuanto vio regresar a Qarim.

– Muy bien -asintió el hombre de la OPEP, acercando los dedos a la taza de café para medir la temperatura-. Dígame lo que quiere saber.

– Me dijo hace poco que, cuando vino a encontrarse con usted, Filipe Madureira quería conocer el estado de la producción mundial de petróleo. ¿Le pareció normal ese interés?

Qarim adoptó una expresión pensativa.

– ¿Normal? No lo sé. Es decir, es normal querer evaluar las condiciones del mercado, claro; al fin y al cabo, poco tiempo antes se habían producido los atentados del 11-S, los Estados Unidos habían invadido Afganistán y había una gran incertidumbre en cuanto a la situación internacional. En esas condiciones, me parece comprensible que los diferentes gobiernos quieran preservar sus intereses y saber si el mercado se sostiene. Pero me acuerdo de que él se mostraba muy insistente en cuanto a la situación de la producción de la OPEP.

– ¿Ah, sí? ¿Por qué?

– Bien… Supongo que eso era de esperar, ¿no? Si se observan bien las cosas, la situación de la producción fuera de la OPEP se encuentra en un estado calamitoso…

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