Tecleó:
«Filipe Madureira. Necesito hablar contigo
con mucha urgencia. Dime algo. Tomás Noronha».
Le dio al enter y el mensaje entró en el sistema de chat.
Apagó el ordenador y se recostó en la silla, analizando sus opciones. Iría al día siguiente a Lisboa a hacer el control suspendido y entonces quedaría libre para la investigación que le había encargado la Interpol. No estaba seguro de si el mensaje que había lanzado en el chat tendría respuesta, así que necesitaba explorar otros caminos. Pero ¿qué caminos?
Se levantó y fue al estante a buscar una Biblia de su padre, que llevó hasta el escritorio. Hojeó el grueso volumen hasta localizar, en una de las páginas finales, el texto que buscaba.
Apocalipsis.
«Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este libro, no selles los discursos de la profecía de este libro, porque el tiempo está cercano», murmuró en un susurro, leyendo el párrafo inicial.
«Una profecía», se repitió a sí mismo. «Esto es una profecía. Y el tiempo está cercano.»Cercano.
Volvió la atención al texto y lo siguió línea a línea, frase a frase, párrafo a párrafo; porfió entre la maraña de palabras, paciente y meticuloso, hasta que, unas páginas más adelante, localizó por fin el fragmento crucial. Lo leyó en silencio una vez y después repitió la lectura en un susurro, como si el sonido de su propia voz lo ayudase a detectar sentidos ocultos.
– «Aquí está la sabiduría» -leyó-. «El que tenga inteligencia que calcule el número de la Bestia, porque es número de hombre. Su número es seiscientos sesenta y seis.» -Alzó los ojos, pensativo, y repitió la frase misteriosa-: «Su número es seiscientos sesenta y seis».
Dibujó los tres guarismos en una hoja de papel:
Se quedó un buen rato mirando el triple seis, analizando las alternativas que tenía frente a sí, contemplando los caminos para la solución. «Este número contiene una palabra. Más que una palabra, es un mensaje», concluyó.
Un mensaje cifrado.
Se levantó y fue de nuevo al estante a buscar otro libro, un viejo volumen de páginas amarillentas, las hojas casi despegadas por el tiempo, letras orladas en oro con el título Cábula en la cubierta y en el lomo descolorido. Abrió el libro y sintió el olor dulzarrón del tiempo liberarse de las páginas envejecidas; las volvió una a una, con movimientos delicados, como si tuviese miedo a que se deshicieran en polvo bajo sus dedos.
Mientras hojeaba el volumen, su mente regresó al mensaje que había dejado en la página del instituto. ¿Y si Filipe no respondía? Consideró lo poco que sabía, y deprisa concluyó que necesitaba reunir más información sobre su viejo amigo.
Dejó el libro momentáneamente de lado, cogió el móvil y marcó el número.
– Orlov, dígame una cosa -pidió, después de intercambiar saludos con el hombre de la Interpol-: ¿qué tipo de trabajo estaba haciendo mi amigo Filipe?
– Consultoria en el área energética.
– Sí, pero ¿qué es eso de área energética? ¿Electricidad?
La voz del otro lado emitió unos sonidos cercanos al jadeo que Tomás pudo captar que eran propios de alguien que estaba masticando. Ese hombre no paraba de comer.
– Petróleo -dijo Orlov, después de tragar algo-. Se licenció en Geología y le preocupaban cuestiones energéticas en general, pero su verdadero interés residía en el área petrolera.
– ¿Ah, sí?
– Además, la última persona que lo vio, por lo que sé, fue un tipo llamado Abdul Qarim, en la sede de la OPEP.
– ¿Vieron a Filipe por última vez en la sede de la OPEP?
– Sí.
– Pero ¿la sede no está en Arabia Saudí?
Orlov se rio.
– No, profesor. Está aquí, en Europa.
– ¿La OPEP está afincada en Europa?
Más sonidos confusos revelaban que el ruso estaba comiendo un nuevo bocado. Masticó deprisa e, instantes después, con la voz ahogada por el alimento y la respiración casi jadeante de tanto esfuerzo de deglución, pudo volver a hablar.
– En Viena.
Cuando le dijeron que el edificio estaba situado junto al canal del Danubio, Tomás se imaginó un palacete rodeado de verdor, imponente en su arquitectura imperial, el espejo azul del río a sus pies como un vasallo postrado ante el señor feudal. Tal vez por ser tan altas sus expectativas, vaciló con decepción al llegar al número noventa y tres de aquella calle de Leopoldstadt. Se quedó un instante observando el edificio bajo y feo, con estructuras blancas o grises interrumpidas por líneas azules; en el extremo, una bandera azul y blanca, un reloj digital y la sigla OPEP.
La sede de la Organización de los Países Exportadores de Petróleo era todo menos grandiosa. No pasaba de una mera arca encajada entre edificios de oficinas en el segundo distrito de Viena; no había allí magnificencia ni esplendor, nada que sugiriese que desde ese lugar se generaba el negocio mayor y más lucrativo del planeta, el producto milagroso que hacía mover el mundo. Llegó a dudar de sus sentidos, pensando que aquélla no era la dirección que buscaba, sin duda debía de haber un error, pero la sigla OPEP en lo alto y el noventa y tres sobre la puerta cubierta por una complicada estructura acristalada no ofrecían dudas. Estaba realmente frente a la sede de la OPEP.
Entró en el edificio y se dirigió a la recepción.
– El señor Abdul Qarim, por favor.
– ¿Tiene cita con él?
– Sí. Mi nombre es Tomás Noronha. Vengo de parte de la Interpol.
El empleado árabe marcó un número y transmitió la información al otro lado de la línea. Tomás no entendía nada de la algarabía, excepto su nombre y el de la Policía internacional. El empleado escuchó las instrucciones, agradeció y colgó.
– El señor Qarim ya viene -dijo, y señaló en dirección a la calle-. Espere allí fuera, por favor.
– ¿Fuera? -se sorprendió.
– Sí, me ha pedido que lo esperase fuera.
Sin entender nada, Tomás salió del edificio y aguardó junto a la estructura acristalada del vestíbulo, observando a menudo el interior de la sede de la OPEP. Se veía a muchos hombres con turbante, otros con corbata, casi todos árabes o africanos; pasaban con carteras hacia un lado y hacia el otro, pero sin prisa, el suyo no era el ritmo propio del estrés. Fuera, Tomás se impacientaba. Cambiaba la pierna de apoyo y se sentía cada vez más irritado por la falta de cortesía, nunca había visto a nadie mandar a un visitante a esperar en la calle.
Los coches pasaban en medio de un runrún constante, con los ojos cerrados se parecía al sonido del mar, el murmullo furioso interrumpido por bocinazos exasperados de la misma manera que entrecorta el rumor de las olas el graznar melancólico de las gaviotas. Se trataba realmente de una desconsideración, concluyó.
Los bocinazos se volvieron tan insistentes que volvió la cara para saber lo que ocurría. Un reluciente Mercedes plateado, un deportivo de dos plazas con líneas aerodinámicas, había parado frente a la puerta de la sede de la OPEP y, entre la penumbra del interior, vislumbró una mano agitándose en el aire. No distinguió bien lo que era y se inclinó hacia delante, intentando ver mejor. La mano parecía apuntar en su dirección y daba la impresión de que lo llamaba. «¿Será a mí?», se preguntó. Esbozó un gesto interrogativo señalándose a sí mismo y la mano indicó que sí. Se acercó cauteloso y, al otro lado de la ventanilla abierta, vio a un hombre con turbante al volante.
– ¿Usted es el tipo de la Interpol? -preguntó el desconocido.
– No…, quiero decir sí, soy yo.
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