El hombre extendió el brazo desde el interior y empujó la puerta del coche hacia fuera.
– Entre, entre -le invitó-. Yo soy Abdul Qarim.
Superando la sorpresa, Tomás se acomodó en el coche y saludo a su anfitrión. Era un hombre delgado, de mediana edad, con una barba puntiaguda y los pómulos salientes. Llevaba un shumag rojo y blanco en la cabeza y el cuerpo cubierto con un thoub, una larga túnica oscura, atuendos tradicionales que ofrecían un extraño contraste con la sofisticada tecnología que brillaba como ámbar en el salpicadero del Mercedes. Sujetaban el volante del automóvil unos dedos repletos de anillos relucientes, tantos que esa mano se diría cubierta por una corona.
– Creía que nuestra conversación sería en su oficina.
Apenas cerró la puerta, el coche arrancó con tal brusquedad que los neumáticos chirriaron y hasta el cuerpo se le pegó al asiento, como si fuese un astronauta en el momento del despegue.
– Viena es mi oficina -dijo el árabe, que señaló con el pulgar el edificio que desaparecía deprisa tras ellos-. Nuestra sede es horrible, ¿no le parece? Voy a llevarlo a un sitio más interesante. -Miró a su pasajero-. ¿Conoce Viena, señor Tomás?
– No.
– Es una ciudad encantadora -dijo-. Paso aquí la mitad del año. Una mitad en Medina, donde está mi mujer y mi familia, y la otra en Viena.
– ¿Medina? ¿En Arabia Saudí?
– Sí. Es mi tierra. -Golpeó el volante-. ¿Ve mi coche? -Alzó la mano llena de anillos y la hizo girar, como si mostrase todo lo que los rodeaba-. ¿Ve estos automóviles en la carretera? ¿Estas oficinas, esta actividad, esta vida? ¿Ve todo esto?
– Sí.
– Todo esto es posible gracias a mi país.
Tomás sonrió.
– Oiga, Viena es una ciudad muy antigua. Es más antigua que Arabia Saudí.
– Sin duda. Pero todo lo que existe en Occidente sólo existe de esta forma gracias a nosotros. Sin Arabia Saudí, nada de lo que ve a nuestro alrededor sería posible.
– ¿Se está refiriendo al petróleo?
– Claro. Es el petróleo el que hace que el mundo se mueva.
– Pero hay mucho petróleo fuera de Arabia Saudí.
– Dígame dónde.
– Bien…, qué sé yo, en Iraq, en Irán, en Kuwait…
– Todos son países que forman parte de la OPEP y que, por ello, se articulan con Arabia Saudí.
– Pero hay otros.
– ¿Cuáles? Dígalo.
– Mire: Rusia, Estados Unidos…
El árabe soltó una carcajada.
– No me haga reír.
Tomás lo miró, desconcertado.
– ¿Dónde está la gracia?
Bajaban por la Obere Donaustrasse, la calle paralela al canal del Danubio; el canal serpenteaba al lado, más allá de una alfombra de césped bien recortado, el agua reflejaba los árboles y los edificios como un vasto espejo. El Mercedes deportivo parecía deslizarse por el asfalto, era un felino de plata cortando la vegetación, un perdiguero veloz corriendo por la carretera, la avenida Marginal transformada en su coto.
– Millones de personas en todo el mundo disfrutan hoy de un nivel de vida increíblemente elevado, gracias a Dios -dijo Qarim, con los ojos atentos al tráfico-. Se quejan de ganar poco, de no tener dinero para comprar un coche mejor o para construir una casa más grande, pero se olvidan de que hace apenas setenta años tener un coche o una casa era privilegio de ricos, se olvidan de que tener calefacción en el hogar o poder ir a pasar las vacaciones al extranjero era exclusivo de la aristocracia. El ciudadano común casi se contentaba con comer y calentarse junto a una chimenea. Aunque eso no nos ocurra, la verdad es que hoy vivimos una era de prosperidad, y quiera Dios que se prolongue. Inch'Allah! -Clavó los ojos en Tomás-. ¿Sabe en qué se asienta esta abundancia?
– ¿En el petróleo?
– No es simplemente en el petróleo, habibie. Es en el petróleo barato.
– ¿Barato? ¿Cree que el petróleo es barato? Mire que yo, cuando voy a llenar el depósito, lo encuentro siempre muy caro, y está cada vez peor.
– Eso porque nunca se ha parado a pensar en el asunto. ¿No ha reparado ya en que, considerando toda la prosperidad que genera el petróleo, éste es un producto increíblemente barato?
Mire el caso del perfume, por ejemplo. Un litro de perfume es infinitamente más caro que un litro de petróleo, ¿o no?
– Creo que sí.
– Hasta el más ordinario de los perfumes es más caro que el petróleo. -Alzó el índice, adornado con un magnífico anillo de diamantes-. Pues yo le aseguro que nuestro modo de vida podría pasar perfectamente sin perfume, pero sería del todo imposible sin petróleo.
– De eso no me cabe duda.
– Todo lo que consumimos, desde un Wiener Schnitzel hasta un zumo de naranja, desde una mísera mesa de madera hasta la consulta de un dentista, desde una sofisticada pantalla de plasma de televisión hasta un billete para ir a la Staatsoper a escuchar a Strauss, todo representa una medida de energía producida y consumida.
– No llego a entenderlo…
Qarim carraspeó.
– Oiga, ¿qué sabe usted de la historia de la humanidad?
– Algo sé -se rio Tomás-. Al fin y al cabo, soy historiador.
El árabe lo miró con los ojos desorbitados.
– ¿Usted es historiador? Pensé que era policía.
– No, soy historiador. Este trabajo para la Interpol, realmente, es sólo una…, una colaboración puntual. Digamos que la investigación parece tener conexiones con enigmas antiguos y fue eso lo que llevó a la Policía a pedirme ayuda.
– Hmm…, entiendo. Entonces, si es historiador, supongo que está al tanto de la relación entre el progreso y el consumo de energía.
Tomás vaciló.
– Es decir, sí y no. ¿A qué se está refiriendo, concretamente?
– Me estoy refiriendo a la organización social en función de las necesidades energéticas.
– Bien… Confieso que ésa no es mi especialidad.
– Es muy fácil de explicar -dijo Qarim con entusiasmo; ésta era, claramente, una materia que conocía a fondo-. Dígame una cosa: ¿por qué cree que los hombres primitivos preferían cazar animales grandes?
– Vaya, eso es fácil. Los cuerpos de esos animales, al ser grandes, tenían más alimento.
– Claro. O, dicho de otro modo, porque las calorías necesarias para cazar se compensaban más fácilmente con un trozo grande que con uno pequeñito de carne. Si matar una vaca exige tanta energía como matar un conejo, es mejor matar a la vaca, ¿no? Esto quiere decir que la valoración beneficio-costo energético ya estaba en la mente de los hombres más primitivos de una forma instintiva. Por esta razón, además, se pasó de una economía de caza a una economía agrícola. Nuestros antepasados se dieron cuenta de que la agricultura ofrecía ventajas en esa relación entre consumo y adquisición de energía.
– Planteado así, me resulta evidente.
– Ahora bien: ¿qué ocurrió cuando comenzó la agricultura? La vida se hizo más fácil y prosperaron las comunidades. La prosperidad trajo más población y nacieron las ciudades. El problema es que cada persona consumía media tonelada de leña al año, de media. Como había mucha más gente que antes, eso implicó la destrucción de superficies cada vez más grandes de bosques con el fin de satisfacer las necesidades de una población creciente. Como los bosques iban retrocediendo, año tras año, se hizo necesario ir cada vez más lejos a buscar cada vez más leña para cada vez más personas. -Arqueó las cejas-. Repara en el problema que eso produjo, ¿no?
– El abastecimiento dejó de satisfacer el consumo.
– Exacto. Para dar respuesta a ese problema, nació la primera economía energética. Las personas no podían recorrer, antiguamente, distancias cada vez mayores para ir a buscar cantidades crecientes de combustible, y decidieron organizar equipos a los que se les atribuyó esa tarea. Pero las nuevas invenciones hicieron disparar aún más las necesidades energéticas. El hierro, por ejemplo. Hacía falta una tonelada de leña para obtener unos míseros kilos de hierro. Como la industria del hierro se expandió, se volvieron enormes las necesidades de leña para fabricarlo. Pero, como había cada vez más gente y menos bosque, en un momento dado esa economía basada en la leña empezó a entrar en quiebra. -Observó a Tomás-. ¿Sabe cuál fue la solución?
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