José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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– Le pagamos quince mil euros por mes, más cualquier gasto que le surja, incluidos los viajes. Y le damos la inolvidable oportunidad de volver a ver a un viejo amigo del instituto.

– Ah, Filipe. ¿Cuál es, al fin, su papel en medio de todo esto?

Orlov se enderezó en la silla y adoptó una actitud grave.

– Me temo que su amigo está metido en esta historia hasta el cuello.

– ¿Ah, sí? ¿Qué ha hecho él?

– Tal vez apretó el gatillo.

– ¿Filipe?

– Sí.

– ¿Qué lo lleva a afirmar semejante cosa?

– Su nombre se encuentra apuntado en la agenda de las dos víctimas y, en ambos casos, con un triple seis por delante.

– ¿En serio?

– ¿Tengo cara de estar bromeando?

Tomás consideró la revelación.

– Pero eso no quiere decir nada.

– Quiere decir que las dos víctimas conocían a su amigo. Quiere decir que las dos víctimas estaban relacionadas con él a través del número de la Bestia.

– ¿Ya han hablado ustedes con Filipe?

Orlov abrió las manos, como un prestidigitador que acabara de hacer desaparecer una paloma.

– El desapareció. Se esfumó.-Resopló-.¡Puf!

– ¿Y no lo encuentran?

– Es como si nunca hubiese existido. Cuando descubrimos su nombre y el de otro científico en las agendas de las dos víctimas con la señal del Diablo, nos pudo la curiosidad, claro. Para colmo, ésa fue la señal que dejó el asesino junto a los cadáveres. De modo que decidimos ir a interrogarlos de inmediato. -Hizo una breve pausa-. Pero no encontramos ni a uno ni al otro. Se esfumaron al mismo tiempo.

– Realmente extraño.

– Eso no es extraño, querido profesor. -Enarcó las cejas, como si quisiera subrayar su conclusión-. Es sospechoso.

– ¿Y qué otro nombre encontraron en las agendas?

– James Cummings. Se trata de un físico inglés ligado a la tecnología nuclear. Le pedimos a Scotland Yard que lo interrogase, pero la Policía llegó demasiado tarde. Hacía dos días que nadie veía al hombre, ni en su casa ni en el laboratorio en el que trabajaba, en Londres.

– ¿Y Filipe? ¿Qué relación tenía él con todos esos…, todos esos científicos?

– Su amigo también es científico.

Tomás adoptó una expresión de asombro.

– ¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Ya qué se dedica?

– Se graduó en Geología y se dedica al área energética. Era consultor de dos empresas portuguesas ligadas con ese sector. -Consultó los nombres en un pequeño bloc de notas-. La…, la Galp y la EDP.

Tomás reflexionó sobre esos datos.

– Ha dicho que Filipe y el inglés desaparecieron, ¿no? ¿Cuándo ocurrió eso?

– En 2002, justo en el momento de los asesinatos.

– ¿Ellos siguen desaparecidos desde entonces?

– Sí.

– ¿Y por qué razón ha esperado hasta ahora para hablar conmigo?

– Porque interceptamos hace días una comunicación entre ellos. Los sistemas de monitorización del proyecto secreto Echelon captaron un e-mail y lo enviaron al FBI, que lo remitió a la Interpol.

Tomás tamborileó sobre la mesa.

– ¿Dónde entro yo en esta historia?

– Espere -dijo Orlov, haciéndole un gesto para indicar que tuviese paciencia-. El profesor Cummings envió originalmente a su amigo el e-mail interceptado. Como se trataba de una comunicación a través de Internet, no tenemos forma de detectar los puntos de origen y de destino. Sólo podemos leer el mensaje.

– ¿Y qué dice ?

– El sentido de una parte es muy claro, pero en la otra parece cifrado. Ahora bien: usted es uno de los mejores del mundo en esta especialidad y por un agradable coincidencia, conoce incluso personalmente a uno de los sospechosos. -Frunció el ceño-. ¿Quién mejor que usted para ayudarnos a esclarecer el caso?

– Hmm -murmuró Tomás, que reflexionó lo que acababa de decirle Orlov-. Por eso la Interpol quiere contratarme.

– Con las condiciones económicas que ya le he mencionado.

Casi inadvertidamente, el historiador fijó la mirada en el bloc de notas del hombre de la Interpol.

– Pero explíqueme: ¿qué dice el mensaje?

Orlov sonrió.

– Ya veo que está ardiendo de curiosidad -observó-. ¿Debo deducir, por su pregunta, que se considera contratado?

– Puede deducirlo, sí. Pero dígame…

El ruso le tendió la mano.

– Entonces, enhorabuena -interrumpió, efusivo-.¡Bienvenido a la Interpol!

Se dieron la mano sobre la mesa, sellando el acuerdo.

– Calma -pidió Tomás-. Que yo sepa, no he entrado en la Interpol. Solamente voy a colaborar con las investigaciones, ¿no?

– Claro, pero eso merece celebrarse, ¿o no? -Orlov cogió la copa de vino casi vacía y la alzó frente a su nuevo colaborador-. Na zdrovie!

– Eso, eso -repuso Tomás, levantando tímidamente su copa-. Pero aún no ha respondido a mi pregunta.

– Recuérdemela.

– ¿Qué dice el mensaje que interceptaron?

– ¿El mensaje entre el profesor Cummings y su amigo?

– Ese mismo.

Orlov consultó el sobre de donde había sacado las fotografías de las víctimas de los asesinatos.

– Mire, aquí tengo una fotocopia. ¿Quiere verla?

El ruso extendió un papel y Tomás lo leyó de un tirón.

Filipe,

When He broke the seventh seal,

there was silence in heaven.

See you.

Jim

El historiador miró interrogativamente al policía.

– ¿Qué diablos quiere decir esto?

Orlov se rio.

– ¡Justamente acabo de contratarlo para responder a esa pregunta!

Tomás releyó el mensaje.

– Bien… Nadie podría decir que esto no requiere un profesional.

El ruso cogió la fotocopia.

– Fíjese: aquí hay una parte que para nosotros resulta clara. -Señaló la tercera línea-. Esta despedida, see you, sugiere que James Cummings y Filipe Madureira planean encontrarse en breve. -Golpeó con el dedo sobre la segunda línea-. Pero lo esencial del mensaje, y ése es nuestro gran problema, está en la frase principal.

Tomás cogió la fotocopia y observó la segunda línea.

– Esta, ¿no?

– Sí. Ahora léala.

El historiador afinó la voz y, en un susurro bajo y con palabras pausadas, enunció entonces el enigma que encerraban esas líneas.

– «Cuando Él rompió el séptimo sello, se hizo silencio en el Cielo.»

Capítulo 5

Una tranquilidad inquietante parecía dominar el ambiente. Era algo irreal, incluso perturbador, como si un espectro invisible se cerniese en el aire, flotando fantasmagóricamente sobre las conversaciones susurradas. No fue hasta el mediodía, deambulando por la tercera residencia que visitaba esa mañana, cuando Tomás se dio cuenta de qué lo desorientaba.

El mutismo.

Figuras encorvadas y arrugadas, frágiles, las cabezas calvas o cubiertas por copos blancos de pelo, rodeaban la gran mesa, como resignadas al inexorable expirar del tiempo; la hoguera que años antes las había animado de vida se encontraba ahora casi extinta, mera leña de la que ya no salía llama ardiente, sólo un vago hilo de humo; su vida se había convertido en el calor tenue de la chimenea que se apagaba, pronta a ser vencida por el gran frío que se acercaba, cruel y eterno.

Algunos viejos sumergían despacio las cucharas en la sopa; otros, con babero, tenían mujeres con bata que les llevaban la comida a la boca, como si fuesen bebés; y dos parecían zozobrar de sueño sobre la mesa, con la cabeza pendiendo entre espasmos hacia delante, los ojos húmedos casi derrotados por la modorra, las bocas desdentadas soltando saliva. Pero lo que todos tenían en común, además del aspecto desgastado y de la llama que se les apagaba en el pecho, era comer en silencio. Los murmullos irrumpían intermitentes, marcados por el tintineo de los cubiertos en la loza blanca y por el schlurp mojado de las bocas desdentadas sorbiendo la sopa. Los sonidos del almuerzo.

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