José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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– Va a tener que llevarla, Tomás. Ella no está en condiciones de vivir sola.

– Pero ¿cómo, doctor? Ella no quiere ir…

El médico respiró hondo.

– Oiga, Tomás -dijo-. Es muy arriesgado dejarla sola. Las cosas no van a ir a mejor, ¿entiende? Ella se muestra desorientada y éste es un proceso degenerativo. Su madre necesita ayuda, no puede quedarse sola. Además, en una residencia tiene otras personas con las que va a convivir, y eso le hará bien.

– Lo creo, lo creo. Pero el problema se mantiene. ¿Cómo voy a llevarla a una residencia si ella no quiere ir?

– Tiene que ir.

– Pero ¿cómo lo hago?¡Ella no quiere!

– Tiene que conversar con ella y convencerla.

Tomás rio sin convicción.

– ¿Conversar con ella? ¿Y cómo lo hago? No quiere escuchar y se pone…, se altera muchísimo. ¿Cómo la convenzo?

Gouveia carraspeó.

– Oiga, lo que voy a decir ahora no se lo digo como médico, ¿entiende?, sino como amigo.

– Dígame.

– Usted sabe que, a medida que la edad avanza, los viejos entran en regresión y, en cierto modo, vuelven a la infancia, ¿lo sabe o no?

– Lo sé.

– Entonces imagine que su madre es una niña.

– Sí.

– Ella es una niña y no quiere ir al colegio. Usted sabe que necesita ir al colegio, que eso es bueno para su futuro, pero ella no lo sabe, ¿de acuerdo? Sólo sabe que no quiere ir al colegio, prefiere quedarse en casa y jugar con las muñecas. Frente a esa negativa, ¿qué es lo que hace usted? ¿Satisface su capricho o elige lo que es bueno para ella?

– No es lo mismo.

– Responda a mi pregunta. Si la niña no quiere ir al colegio, ¿usted qué hace? ¿No la lleva? ¿La deja que se quede siempre en casa jugando? ¿No va a educarse nunca más? ¿Perjudica su futuro sólo para no contradecirla en ese instante?

– Claro que la llevo al colegio.

– ¿Aunque sea a la fuerza?

– Sí.

– Esa es la respuesta.

Capítulo 3

El aroma salado de la marea llenaba el restaurante, fresco y vigoroso, acompañando el murmullo arrullador y cadencioso en el arduo vaivén sobre la playa. Tomás se asomó por la ventana y vislumbró el bulto blancuzco de la espuma pegándose a la arena, daba la impresión de algodón dulce impregnado de azúcar; pero el mar se mantenía invisible, era de un negro profundo que se confundía con la noche, cortado por el foco intermitente del faro del Bugio y los puntos iluminados de los barcos que, en el horizonte escondido, se deslizaban dulcemente por la boca del Tajo. Las farolas públicas llenaban de luz la playa de Oeiras, casi como si fuese de día, pequeños solos rasgando la noche; su claridad se revelaba fuerte para la corta lengua de arena, impotente, sin embargo, frente a las inmensas tinieblas duras del océano.

Miró el reloj: eran más de las ocho y cuarto. «Se retrasa», pensó. Mordisqueó una empanadilla de gambas más y mantuvo los ojos fijos en el manto oscuro de las aguas, mecido por el rumor ritmado de las olas en su incansable vals con la playa.

– ¿Profesor Noronha? -preguntó la voz con leve acento.

Era un hombre corpulento, dueño de un abdomen enorme; llevaba en la mano una cartera vieja; tenía un pelo rubio fino, con entradas en el extremo de la frente, y densos ojos azules, una papada hinchada bajo el mentón, como un sapo.

– ¿Sí?

– Le pido disculpas por mi retraso -dijo casi jadeante y extendió su mano gruesa-. Alexander Orlov, de la Interpol. Mis amigos me llaman Sacha.

Se saludaron; Orlov colocó la cartera bajo la mesa y se sentó con dificultad: la silla era casi demasiado estrecha para su corpachón.

El camarero se acercó e hizo un gesto de saludo dirigiéndose al recién llegado.

– Buenas noches, señor Orlov. ¿Quiere pedir ya?

Orlov era un conocido de la casa. El voluminoso cliente cogió el menú que le extendían y pasó los ojos superficialmente por las sugerencias del restaurante. Estuvo a punto de hacer el pedido de inmediato, pero se calló a tiempo y miró a Tomás.

– ¿Ya ha elegido?

– No conozco bien los platos.

– Le recomiendo el centollo relleno. Es una delicia.

– Muy bien -aceptó Tomás-. El centollo, pues.

– Y vino verde blanco muy frío -añadió Orlov, que encaró a Tomás en busca de aprobación-. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

El camarero se alejó y Orlov se abalanzó sobre los aperitivos y comió en un instante tres empanadillas, dos croquetas y dos tostadas untadas con crema de atún.

– ¿Qué tiene en la cabeza? -preguntó reparando en la venda que Tomás llevaba en la nuca.

El historiador tocó levemente la venda.

– ¿Esto? Oh, no es nada. Tuve un pequeño accidente de coche, sólo eso.

– Nada grave, espero.

– No, nada grave.

Orlov se llevó dos sarnosas a la boca.

– Supongo que se habrá quedado sorprendido con mi llamada -dijo con la voz casi ahogada por la boca llena.

– Sí -admitió Tomás-. No llego a imaginar lo que pretende la Interpol de mí. Usted me habló de un amigo mío del instituto, pero, con toda franqueza, no entiendo qué tiene que ver eso conmigo.

– No voy a andarme con rodeos -dijo Orlov levantando la mano-. Soy una persona informal.

– Muy bien.

– Sé que usted es profesor de Historia, experto en lenguas antiguas y uno de los mejores criptoanalistas del mundo, ¿no?

Tomás enrojeció y sonrió.

– ¿Uno de los mejores del mundo? Qué exageración…

– De exageración, nada. Yo he hecho los deberes en casa.

– Devoró una empanadilla más-. Lo importante es que eso es útil en la investigación que estoy llevando a cabo para la Interpol.

Tomás cambió de posición en la silla.

– Estamos en una situación desigual, ¿se da cuenta? Usted sabe todo sobre mí y yo no sé nada de usted.

Orlov soltó una carcajada.

– Tiene razón, le pido disculpas. Mi nombre es Alexander Ivanovich Orlov. Nací en San Petersburgo en la época en que mi gran ciudad se llamaba Leningrado. Estuve en el Ejército, fui consejero en Angola y después…

– Ah, ¿fue ahí donde aprendió portugués?

– Sí, fue en Luanda. Había muchos consejeros soviéticos trabajando con los cubanos y el MPLA. -Sonrió-.¡En esa época aquello era una juerga! -Suspiró-. Después fui a trabajar para la Policía rusa, pero el fin del comunismo me hizo ver que mi futuro no estaba en Rusia. La autoridad central se desmoronó y el país quedó entregado a los oligarcas y a las mafias. -Esbozó una mueca y meneó la cabeza-. La corrupción se impuso en todas partes, incluso en la Policía. Preferí irme a quedarme viendo a mis jefes y a mis compañeros vendiéndose por un puñado de rublos. Y quien no se vendía acababa con un tiro en la cabeza. -Mordisqueó una rebanada de pan-. Me postulé entonces para un puesto en la Interpol y acabé yéndome a vivir a Lyon, donde me integraron en el Specialized Crime Directorate, una unidad dedicada a combatir el crimen especializado. -Se llevó la mano al pecho-. Me pusieron a trabajar en casos que afectaban a sectas y cosas por el estilo.

– ¿Sectas?

– Sí, esos chiflados que cometen crímenes por los motivos más estrafalarios que te puedas imaginar. Suicidios colectivos y asesinatos motivados por creencias políticas o religiosas, por ejemplo. -Hizo un gesto con la mano-. Son esos tipos que creen en el Demonio o piensan que está por llegar el fin del mundo…

– Ah, ya veo.

– Estoy lidiando con esos idiotas desde hace siete años. No se imagina los tarados con los que me he tenido ya que ver…

El camarero se acercó con una bandeja. Puso los platos calientes sobre la mesa: dos humeantes caparazones de centollo, y sirvió vino verde helado en las copas. Inclinó la cabeza, deseó buen apetito a los clientes y se retiró.

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