José Santos - El séptimo sello

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El asesinato de un científico en la Antártida lleva a la Interpol a contactar con Tomás Noronha. Se inicia así una investigación de lo que más adelante se revelará como un enigma de más de mil años. Un secreto bíblico que arranca con una cifra que el criminal garabateó en una hoja que dejó junto al cadáver: el 666.
El misterio que rodea el número de La Bestia lanza a Noronha a una aventura que le llevará a enfrentarse al momento más temido por la humanidad: el Apocalipsis.
Desde Portugal a Siberia, desde la Antártida hasta Australia, El séptimo sello es un intenso relato que aborda las principales amenazas de la humanidad. Sobre la base de información científica actualizada, José Rodrigues dos Santos invita al lector una reflexión en torno al futuro de la humanidad y de nuestro planeta en esta emocionante novela.

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Tomás se quedó largo rato contemplando la escena, casi sorprendido porque hubiese quien almorzase así. Desde la infancia se había habituado a la idea de que las comidas en grupo eran acontecimientos sociales, el momento en que la familia o los amigos se reúnen alrededor de una mesa para afirmar su sentido de grupo, intercambiar impresiones, compartir sentimientos, esgrimir argumentos. Era el momento de la palabra, de las historias, de las carcajadas, de la discusión, hasta de la disputa, el instante en que la comida a veces se veía relegada a segundo plano, como si no pasase de un mero pretexto para la animada reunión diaria.

Allí, sin embargo, todo era diferente. La comida parecía haber perdido su sentido social, se había reducido al instante en que aquellas figuras carcomidas por los años convergían en la misma sala para chupar ruidosamente sus cucharas de sopa. Era un momento de soledad. Tomás ya había oído decir que, con la edad, las personas tienden a regresar a la infancia; no a la infancia del niño inquieto que todo lo pone patas arriba, sino a la infancia más tierna, más primitiva, más inerte, a la infancia del bebé que ronronea y duerme y come y defeca y ronronea y duerme y come y defeca. Una cosa, no obstante, es oír en abstracto esa descripción de lo que es el envejecimiento; otra, mucho más brutal, es tenerlo enfrente, verlo ante tus ojos, sentirlo palpable, constatarlo real, saberlo tan crudamente verdadero.

– Es una escena extraña, ¿no le parece?

Tomás volvió la cabeza hacia atrás y posó los ojos verdes en los castaños achocolatados de la mujer que había hablado. Tenía una mirada dulce y un rostro bonito, el cabello oscuro ondulado con mechones claros.

– Sí -asintió él-. Nunca imaginé que el ambiente de una residencia tuviese este aire tan…, tan de nido.

La mujer extendió la mano.

– Maria Flor -se presentó-. Soy la directora de la residencia. -Se saludaron-. ¿Ha venido a visitar a algún familiar?

– No. Estoy buscando un lugar para mi madre.

Maria le pidió datos sobre el estado de salud de la madre y, después de escucharlo, adoptó la expresión de persona experta.

– No es fácil, ¿no?

– No, no lo es.

La directora recorrió con la mirada el comedor, donde los viejos comían la sopa en silencio.

– A veces, cuando estoy aquí viendo a mis huéspedes a la hora de las comidas, me descubro pensando en los triunfos de la medicina. Se anuncian curas para el cáncer, soluciones para las enfermedades cardiacas, vacunas nuevas, antibióticos más eficientes, descubrimientos increíbles que nos permiten prolongar la vida. -Sonrió sin humor-. Dicho así, es muy bonito, ¿no? Prolongar la vida, triunfar sobre las enfermedades, vivir hasta los cien años.¡Qué cosa magnífica! -Observó a Tomás-. Cada vez se muere más tarde, ¿se ha dado cuenta?

– Sí, es extraordinario.

– ¿Verdad que sí? -Volvió a contemplar el almuerzo-. Pero ¿para qué? -Frunció los labios-. Cuando se dice que vivimos mucho más tiempo, hasta da la impresión de que es como una fiesta que se prolonga hasta la madrugada. Me hace recordar a cuando yo era pequeña y mis padres me mandaban a la cama después de ver Bonanza en la televisión. Me encantaba Bonanza y detestaba que el programa se acabase, porque era señal de que tenía que irme a acostar. Aquí ocurre lo mismo. Los avances de la medicina dan la impresión de que ha llegado un Bonanza que dura horas y más horas. En vez de ir a la cama a las diez de la noche, me dicen que me puedo acostar a las cinco de la mañana. -Con los ojos desorbitados, imitó una voz juvenil-:¡Vaya chollo!

– Es un poco eso, sí -coincidió Tomás-. La medicina nos permite irnos a la cama mucho más tarde.

Maria alzó el dedo.

– Es un hecho que morimos mucho más tarde, sí. Pero eso tiene un precio, ¿sabe?

– ¿Cuál?

La directora hizo un gesto amplio que abarcó todo el comedor.

– Este. Prolongamos la vida y, a partir de cierto límite, empezamos a vegetar. -Se volvió hacia Tomás-. Imagínese a sí mismo con la edad de esta gente. No puede andar, confunde las cosas, no puede cuidar de sí mismo ni para las cosas más elementales. Le ponen pañales, le limpian el culo, le dan la sopa en la boca, se pasa el tiempo sentado o acostado viendo pasar el día. ¿Qué sentido tiene decir que ha aumentado su esperanza de vida? ¿De qué vida estamos hablando exactamente? ¿De la vida de los pañales, del babero, del culo que nos limpian?

– Bien, ésa es una manera un poco cruda de ver las cosas…

– ¿Le parece? Mire, hay personas que dicen: «¿Va a la residencia?¡Qué horror!». Pero no entienden que el horror no es la residencia. La residencia es la solución que encontramos para enfrentar el verdadero horror, el problema del envejecimiento hasta el límite. Postergamos el horror de la muerte para conocer el horror de la vejez extrema. Es el horror de la degradación, del deterioro indigno, de la sumisión a la humillación.

– ¿Las personas se sienten humilladas en su residencia?

– No, no es mi residencia lo que humilla a las personas. Por el contrario, intentamos dar lo mejor para que se sientan bien. Lo verdaderamente humillante es aquello a lo que tienen que someterse las personas para poder vivir más años. Son sus limitaciones y su degradación. Es su vejez.

– ¿La vejez es humillante?

– No la vejez en sí, sino el hecho de que perdamos facultades y quedemos enteramente a merced de los otros, ¿entiende? -Hizo un gesto con la cabeza en dirección a los viejos sentados en silencio a la mesa-. ¿Qué cree usted que es la vejez extrema? Imagínese a sí mismo, un hombre seguro, bien parecido, independiente, que siempre supo ocuparse de sus cosas. Imagine que de repente ya no consigue andar y que por ello no puede ir cada media hora al cuarto de baño. ¿Qué le ocurre?

– Alguien me lleva al cuarto de baño, supongo.

– Oiga, un enfermero es capaz de hacer eso con usted una, dos, tres veces, no digo que no. Pero, si le pide al enfermero que lo haga veinte veces al día, todos los días, semana tras semana, mes tras mes, y hay diez viejos más que piden lo mismo y el enfermero está cargado de tareas que debe realizar en poco tiempo, ¿sabe lo que ocurre? ¿Lo sabe? -Dejó sentir el peso de la pregunta-. Le ponen un pañal. Y allí está usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, sentado en el sofá orinándose en los pañales. Y eso para el resto de su vida, sin perspectiva de recuperar la autonomía anterior. ¿Cómo se sentirá cuando eso ocurra?

– Pues…, no lo sé…

– Humillado. Se sentirá humillado. Y cuando tenga que defecar, ¿qué va a hacer? Se defecará en los pañales. Después vendrá el enfermero a quitarle las faldas y a limpiarle el culo. ¿Cómo se sentirá usted? Humillado. ¿Y cuando ya no pueda sujetar bien la cuchara porque le tiembla la mano y usted, por más que lo intente, no logre controlarla? Le pondrán un babero en el pecho y le darán la sopa en la boca. Y usted, que durante toda la vida ha sido dueño de sí mismo, un hombre independiente, un ser humano autónomo, orgulloso, ¿cómo se sentirá?

– Humillado -asintió él, bajando la cabeza.

Maria Flor miró la mesa donde transcurría el almuerzo silencioso.

– Es así como se sienten ellos.

Tomás volvió a casa algo deprimido. Fue a la habitación y se encontró con su madre durmiendo en la cama, la luz amarillenta de la lámpara encendida en la cabecera, un libro caído entre las manos con las páginas abiertas. Puso el libro en la mesilla, apagó la lámpara con un clic suave, estiró la manta para abrigar más a su madre, la sintió respirar de forma tranquila y cadenciosa y la besó suavemente en la frente.

Entornó la puerta de la habitación y fue al antiguo despacho de su padre. Había tenido una idea y quería ponerla en práctica. Encendió el ordenador y buscó el sitio en el que pensaba. La página se abrió en la pantalla y Tomás contempló con una sonrisa nostálgica los rostros familiares que lo miraban como si los hubiesen transportado en una máquina del tiempo. Era el sitio de la gente de su generación en el instituto de Castelo Branco. Se veían fotos de la época e imágenes actuales; algunos rostros seguían siendo casi los mismos, pero otros se habían transformado, habían perdido el pelo o engordado un montón. Contempló escenas en la puerta del instituto, equipos de fútbol, fiestas, excursiones, sonrisas, payasadas, amoríos, motos; desfilaba allí un compendio de recuerdos. Clicó en el chat y entró en la página en la que los antiguos alumnos intercambiaban mensajes.

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