Reyes Cuadrado - Las Lágrimas De Hemingway

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Una cogida mortal, es en principio lo que parece haber provocado la muerte de Alejandro Mocciaro un personaje, de vida no del todo clara, a pesar de su catedrá y su alcurnia, pero no es una cogida más, un forense concienzudo descubre que un potente anestesico para animales, es el verdadero motivo de la muerte de este personaje, mezclado con el mundo de la droga, amigo de camellos y proxenetas, ha sido victima de una conspiración para que su muerte parezca un accidente, cuando no es más que un planeado asesinato para quitarlo de en medio.
La novela, que combina personajes reales y de ficción, está ambientada en la fiesta de los Sanfermines y que rinde homenaje al escritor estadounidense Ernest Hemingway. Retrata perfectamente los aspectos más queridos de la fiesta, que serán el marco ideal para que el inspector, Juan Iturri y Lola Mac Hor sean sin duda los protagonistas de esta nueva novela.

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Lola, que había perdido hacía rato interés por la conversación, escuchaba a su marido sin demasiada atención. Tenía los ojos hinchados por el sueño y el llanto. Necesitaba un café. Comenzó a mirar a un lado y a otro buscando la atención de la camarera. Fue entonces cuando lo percibió.

– ¿No notas algo raro en la gente? -especuló.

– Sí -confirmó Jaime, que también había tenido una extraña sensación.

– Coffee or tea? -preguntó la camarera, estudiante de filología inglesa, que finalmente se había dado por aludida.

– Café, gracias, con leche. Bien caliente -respondió. Dándose cuenta de su falta de cortesía, se volvió hacia su marido, y con cara de disculpa le dijo-: Templado, ¿no? -Jaime afirmó con un significativo gesto, mientras preguntaba a la camarera lo que rondaba por su cabeza.

– ¿Mal encierro?

– ¿No se han enterado? -A la joven camarera, la pregunta le desató la lengua, de por sí floja. -¡Ya me parecía a mí raro que estuvieran tan campantes pidiendo un café y hablando de tonterías!

– ¿Enterarnos? Enterarnos ¿de qué?

– De lo del encierro, ¿qué otra cosa iba a ser? ¿No lo han visto?

– Desgraciadamente se nos han pegado las sábanas -respondió Jaime algo cortante; era poco aficionado al palique fácil.

– Y eso que uno de nuestros amigos iba a correr -remachó Lola, cuyo carácter era bastante diferente-. ¡Nos va a matar cuando nos vea!

– Pues un cliente ha sido el protagonista. Un caballero rubio con barba a lo Hemingway. No sé si le habrán visto. Alto, con ojos azules, quizás un poco rellenito, con pinta de vivales…

– ¡Vaya memoria tiene usted, señorita! -exclamó Jaime.

– Sí. Soy buena fisonomista; en especial, naturalmente, con los hombres atractivos. Y con éste, ¡como para no tenerla! Figúrense que esta mañana me ofreció…

– ¡Está hablando de Alejandro! ¡Ni yo mismo le hubiera descrito mejor! -sentenció Lola.

– ¿Le conocían? -preguntó extrañada la camarera.

– ¡Pues claro! Hemos venido juntos -respondió Jaime-. Cuéntenos; ¿por qué dice que ha sido protagonista?

– En fin -respondió la camarera-. Lo de protagonista es un decir…

Un silencio incómodo dominó repentinamente el local. Todas las miradas confluyeron en aquella chiquilla vestida de uniforme negro y delantal de encaje blanco. Jaime y Lola esperaban la narración con los ojos fijos en ella, pero la muchacha no se decidía. Tras algunos segundos de reflexión, se colocó la bandeja metálica redonda bajo el brazo y espetó:

– Primero voy por el café, usted caliente y el caballero templado -dijo-. Regreso en un santiamén y se lo cuento.

– Ha debido de haber alguna cogida grave, Jaime. ¿No ves lo cariacontecida que está la gente?

– Sí. Yo también lo creo. Espero que a Alejandro no le haya pasado nada. ¿De dónde habrá sacado la estúpida idea de correr los toros con su mala forma física?

– Ya sabes cómo es. ¡Qué no daría por una foto que le permitiera exhibirse ante sus amistades! «Voy a buscar mi migaja de gloria», dijo.

– ¡Bah! ¡Tonterías! Sólo quería emular las andanzas que Gabriel Uranga y tú narrasteis ayer durante la cena.

– Sí, naturalmente. Pero nosotros teníamos veinticinco años menos y no le dábamos a la cocaína.

– ¿Tú también lo notaste? -inquirió Lola en voz baja, mirando de reojo.

– Era inevitable no hacerlo: del estado cuasi-depresivo en el que se encontraba antes de su visita a los servicios, a la euforia y la locuacidad de su vuelta. Sudoración, pupilas dilatadas… En fin, creo que te puedo decir hasta a quién se la compró.

– ¿Compró la droga allí mismo?

Habían cenado -mal y caro- en una tasca abierta ex profeso para los sanfermines, junto a la noria. Prefirieron eso a perderse los fuegos artificiales lanzados desde la muralla de la ciudad: otro de los espectáculos que Pamplona ofrecía durante sus fiestas.

– ¡Claro! ¡Y luego dicen que las mujeres sois observadoras! ¿No te fijaste en aquel tipo de la barra? Unos treinta y tantos, vaqueros, cazadora de ante… ¿No te diste cuenta de cómo nos miraba?

Lola lo recordaba perfectamente, pero en todo momento había pensado que a quien miraba tan insistentemente era a Clara, la hermana de Alejandro. No hubiera sido de extrañar que sus ojos se dirigieran a ella, habida cuenta de su indumentaria.

– ¡Pues claro que me fijé! Pero apuesto que te equivocas. A quien miraba era a Clara o, más bien, a sus transparencias.

– Pues no, te equivocas; no miraba los dos pegotes de silicona a los que te refieres.

– Vale, listillo -protestó Lola, menos enfadada por haber reducido las dotes de observación de su género que por el hecho de que su marido se hubiera fijado en el pronunciado escote de Clara-. ¿Cómo estás tan seguro de tener razón?

– ¡Elemental, querido Watson! En cuanto Alejandro se acercó a él, simulando comprar cigarrillos, el tipo dejó de mirarnos y se empleó con los de la mesa de atrás. Está claro que, si buscaba un buen rato con Clara, no hubiera cejado hasta obtener su presa.

– En eso tienes razón. ¡Hubieras sido un buen policía! De todas formas es curiosa la forma de contacto. Supongo que entre los yonquis y camellos terminan creándose lazos que les permiten comunicarse sin siquiera hablar.

– Sí, así es. Se huelen. Y en diversiones como ésta, lo que es difícil es no toparte con la droga delante de tus narices. Oferta y demanda no faltan. Además, una vez afiliado en el club, eres socio de por vida.

Los olores animaron pronto el olfato de los huéspedes. Sin embargo, tras la repleta bandeja y el delantalito blanco de la camarera, asomaba el canoso bigote navarro de Rafael Moreno.

– ¡Rafael! -Tanto Lola como Jaime se levantaron-. Debo pedirte disculpas, tuve que utilizar tu nombre para resolver un pequeño problema.

– Ya me han informado. No te preocupes, Jaime; hiciste bien.

– ¡Te lo agradezco muchísimo! ¡Al final he conseguido dormir como un lirón! ¡Tanto que nos acabamos de despertar!

El semblante del navarro, que era como un poema, no pareció cambiar con los agradecimientos. Sus larguísimos bigotes blanquecinos, habitualmente enhiestos, aparecían ahora mustios y deslucidos… Trató de decir algo, pero no pudo, de forma que cogió una silla y sin más contemplaciones se sentó junto a ellos. Lola y Jaime volvieron a acomodarse. Al mover el mobiliario, los susurros de la tarima de roble y los nuevos vapores de cera llenaron el ambiente.

– ¿Ocurre algo, Rafael? -preguntó Jaime alarmado.

– A vuestro amigo Alejandro le ha cogido un toro. El suplente, el de encaste navarro.

El director del hotel, intentando vanamente alargar la conversación, ofreció al matrimonio todos los datos técnicos que fue capaz de recordar

– ¿Pero ha sido grave? -preguntó Lola angustiada. A Jaime no le hizo falta.

– En realidad -prosiguió Rafael-, la radio acaba de decir que la cogida le ha seccionado el hígado. Por lo que yo he visto, el morlaco embrocó a Alejandro entre sus astas para acabar empitonándole sin piedad… ¡No sabéis cómo lo lamento!

– ¿Está… muerto? -Lola no salía de su asombro.

– Lo está. Son las cosas del encierro.

– ¿Y Clara? ¿Se habrá enterado? ¡Tenemos que ir a buscarla…! -Lola volvió a ponerse en pie-. Ella es la hermana del…

– Lo sé. Ya he hecho las averiguaciones pertinentes. Estuvo en el hotel. Llegó de madrugada con… con un amigo… pero ambos volvieron a salir cerca de las seis. Supongo que al recorrido. Si es así, lo habrá visto en vivo. Además, me ha llamado la Policía Científica. Les he explicado lo poco que yo sabía: que las habitaciones habían sido reservadas por el despacho de abogados de Gonzalo Eregui, un viejo conocido de la familia, para la lectura de un testamento; que Alejandro había venido de madrugada y había vuelto a salir a las siete, supongo que para correr el encierro. Les he facilitado el teléfono móvil de Clara y el vuestro, ya que ambos figuraban en el registro. Sin embargo, vosotros lo tenéis apagado.

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