– Sí, la carta de los abogados que llevaba en el bolsillo.
El policía buscó el sobre de plástico trasparente y cerrado que contenía el documento hallado en el bolsillo del fallecido. Finalmente lo encontró, y tomándolo entre sus manos, se lo mostró al juez.
– En realidad, según indica esta carta y los datos que he podido recabar de la hermana del fallecido, Clara, ambos habían venido a la lectura del testamento de su padre. ¿Quién lee testamentos durante los sanfermines? Rubrica la carta el bufete Eregui y asociados, que está registrado en Pamplona. Pero la firma ha cerrado por vacaciones hasta el 21 de julio. Están de vacaciones, y sin embargo tienen mañana citadas a algunas personas. Bien podría ocurrir que la carta fuera falsa, aunque también cabría la posibilidad de que esos abogados dejaran sus vacaciones mediando mucho dinero.
– Perdone, Galbis, que le interrumpa, pero conozco tanto los hechos como al propio titular de ese despacho, don Gonzalo Eregui, un abogado estupendo que no se perdería unos sanfermines por nada del mundo, salvo en atención a algún viejo amigo. Le puedo informar de que Alejandro y Clara Mocciaro habían quedado en ese despacho mañana porque me lo dijeron ellos mismos. Gonzalo Eregui es el albacea de su padre, Niccola Mocciaro.
– ¿Y no le parece extraño que la lectura se realice precisamente durante la Fiesta? ¡No siendo una cosa urgente, no es lógico!
– No lo es. Pero fue decisión del propio don Niccola que la lectura de su testamento fuera ese día y en Pamplona. Eso explica que sus hijos estén en esta plaza…
– Por supuesto, eso aclara los hechos, aunque hay algunas personas más implicadas en ellos. ¿Ha visto, señoría, que hay dos teléfonos anotados en esa carta?
– Sí, tiene usted razón -confirmó el juez volviendo el sobre.
– Hemos llamado al primero de esos móviles, pero no hemos obtenido respuesta. Está apagado. No obstante, en la Central han constatado que pertenece a un hombre con domicilio en Valladolid que está estos días en Pamplona y que, curiosamente, se hospeda en el hotel La Perla.
– Y que se llama Jaime Garache…
– ¡Sí! ¿Cómo lo ha sabido?
– Verá, agente, le he contado anteriormente que me presentaron al difunto ayer durante una cena…
– Sí, la cena que le va a impedir llevar el caso.
– En efecto. Recibí hace unos días la llamada de un antiguo amigo del colegio, Jaime Garache, que me dijo que tenía que venir con Lola, su mujer, a la lectura de un testamento. Querían aprovechar para vernos a mí y a mi esposa. Aunque no coincidimos a menudo, mantengo una sólida amistad con ambos: con Jaime porque nos conocemos desde chicos, con Lola porque estudiamos juntos toda la carrera. Desde entonces nos vemos menos, pero seguimos en contacto. Quedamos a cenar los cuatro ayer, pero Jaime nos llamó diciendo que las otras dos personas que habían venido a la lectura del testamento -los hijos del difundo Niccola Mocciaro- querían sumarse a la cena. A ninguno nos apetecía especialmente, pero no pudimos negarnos. Esa es la historia. Como ve, Galbis, no tiene nada de extraño. Supongo que Alejandro Mocciaro, no teniendo a mano un papel, apuntaría allí el teléfono de Jaime Garache.
– Señoría, el segundo móvil es robado.
– ¿Robado?
– Sí, así es. Habida cuenta de los antecedentes del fallecido, puede tratarse de un camello o un proxeneta. ¡Vaya usted a saber! Amén del extraño comportamiento del finado, que sí tiene cierto olor a podrido… -sentenció el policía, moviendo la mano misteriosamente-. Si quiere llamo a Poirot.
– ¡No me tome el pelo, Galbis! Aunque mirándolo bien, me temo que en este caso no nos vendría mal la ayuda de esa suegra medio meiga que tiene. En fin. Habrá que ver qué encontramos. Espero que no haya nada de importancia, pero es una muerte violenta y media consumo de estupefacientes, de modo que hay que asegurarse.
– De acuerdo, señoría. ¿A quién quiere encargar la investigación preliminar?
– Dadas las circunstancias, al mejor.
– Por supuesto. Llamaré al inspector Iturri. No le va a hacer ninguna gracia.
– ¡Así es esta profesión! ¡Ya sabía eso cuando ingresó en el Cuerpo! Por cierto, Galbis, ¿me ha dicho que el forense ha hablado ya con la familia?
– Aún no, señoría. No sé si ya habrá llegado su hermana a la morgue. Ahora mismo me entero.
– No se preocupe. Ponga primero en antecedentes al inspector, y luego vayan ambos. Conociendo al inspector Juan Iturri como le conozco, supongo que querrá hablar con todo el mundo, empezando por Ramiro. Yo, por mi parte, trataré de localizar a otro juez para que instruya este caso, aunque no será fácil. Obviamente, yo no puedo llevarlo.
– Como usted ordene, señoría. Aunque si me permite que le diga lo que pienso, tengo un mal presentimiento.
A pesar de que compartía los malos augurios, el juez no lo manifestó. Simplemente fue en busca de su cuarto pastelillo de crema. De lejos, percibió la presencia de varios reporteros que, intuyendo morbo, olfateaban como sabuesos en día de batida.
El inspector Iturri no tenía presentimiento alguno. Estaba pacíficamente en su domicilio, preparando su atuendo sanferminero para pasear por la ciudad, contento porque le encantaba la Fiesta. Pero sonó su móvil.
Pamplona: donde se detiene el tiempo
La Fiesta había comenzado de verdad, e iba a durar así, día y noche, a lo largo de toda una semana. Se seguiría bebiendo, bailando, haciendo ruido. Ocurrirían cosas esos días que sólo pueden suceder durante la Fiesta. Todo adquiría un tinte de irrealidad.
Ernest Hemingway
Fiesta, Cap. X
– ¡Lola! ¡Lola! ¡Despierta!
La puerta de roble de la habitación se entreabrió mostrando a una mujer de mediana edad y aspecto desgarbado. Lola MacHor acababa de levantarse. Eso decían sus rojizos cabellos alborotados, sus ojos verdes a medio abrir y el estrecho pijama de batista que marcaba las pronunciadas formas de sus caderas.
– ¡Nos hemos dormido! -sentenció cuando fue consciente de dónde estaba y quién había llamado a su puerta-. ¿Qué hora es?
– Cerca de las diez.
– De modo que nos hemos perdido el encierro…
– En efecto, pero como ya nada se puede hacer, duchémonos con calma y vayamos a desayunar.
– De acuerdo, pasa tú primero. Yo todavía tengo que despertarme.
Jaime no replicó. Cogió un juego de toallas y se metió en el cuarto de baño.
Mientras su marido se duchaba, Lola se entretuvo contemplando las excelentes vistas que el mirador de su luminosa habitación le ofrecía.
Los visitantes que habían mullido durante décadas aquellos colchones habían conferido fama al hotel La Perla. Sin embargo, Alfonso XIII, Ernest Hemingway -cuando tuvo dinero para costeárselo-, Pablo Sarasate, Orson Well -que se marchó sin pagar- o un don Juan de Borbón, disfrazado de albañil en época de la dictadura, habían acudido a alojarse allí por su envidiable emplazamiento: desde sus balcones orientados a Estafeta, no sólo se veía el encierro en primera fila, sino que también se vivía; su proximidad al meollo de la fiesta permitía disfrutar de todo sin otro coste que el ruido y unos elevados precios.
El balcón de la habitación de Lola y Jaime desaguaba en la ancha calle Chapitela, donde la animación era notable. Parecía mentira que a esa hora de la mañana pudiera haber tanta gente deambulando por las calles, tantas ganas de fiesta, tantos olores sabrosos en el aire… Aunque el día prometía calor, todavía la temperatura era agradable y algunas chaquetas lucían en más de un hombro.
Pese a los estímulos que Pamplona ofrecía a sus sentidos, Lola miró el ambiente con desinterés. Entró de nuevo en la habitación, cerró la cancela y los visillos y, desganada, se dejó caer otra vez en la cama. La fecha y la magnífica ubicación del hotel hubieran levantado el ánimo de cualquier visitante. El pequeño saloncito, el baño completo y el coqueto dormitorio que conformaban la habitación hubieran sido la envidia de muchos forasteros. Pero en Lola aquel ambiente de vetusto sabor festivo no produjo el mismo efecto. La habitación 305, lejos de hacer las delicias de sus moradores, les había ocasionado un nuevo conato de crisis.
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