Cuando la puerta se abrió, el vapor de agua de la ducha lo invadió todo. Como una aparición, de la nebulosa emergió un cuerpo alto y esbelto, con el torso desnudo y una toalla blanca anudada a la cintura. Lola sonrió. Ajeno a la sonrisa burlona de su esposa, Jaime comenzó a secarse con su habitual meticulosidad, imponiendo el orden que solía establecer en todas sus rutinas. Primero el lado derecho, luego el izquierdo; comenzando por los hombros, inmediatamente después los brazos… En ningún momento se desprendió de la toalla que pendía de su cintura, aunque su esposa conocía al milímetro su anatomía. Él era así. Modales refinados hasta para eso. Un extraño recato, quizás sólo un exquisito respeto por los ojos del prójimo, mezclado con una vergüenza casi infantil otorgaban a Jaime Garache un encanto ancestral, puro, siempre sin estrenar.
Lola y Jaime habían recorrido juntos muchos kilómetros; habían toreado astados de todos los pelajes; habían aprendido a vivir de la mano, a saborear los entresijos del amor, a ablandar el egoísmo sin permitir que la ilusión envejeciera. Durante todos esos años, ambos se habían forzado a respetar los pequeños espacios del otro, aunque en el fondo de su ser pensaran que no eran sino manías. Sin ir más lejos, a Lola le encantaba contemplar el cuerpo desnudo de su marido, aunque aceptaba sin quejarse que él se vistiera con la puerta cerrada. Por el contrario, él admitía con una sonrisa su lágrima fácil, sus sentimientos contradictorios y hasta sus celos.
Todos aquellos cuidados habían merecido la pena, juntos habían tejido una pausada felicidad. No había sido fácil. A las penurias económicas de los primeros años, les habían seguido cuatro hijos. Ellos habían hecho sus delicias pero, como todos los niños, habían resultado pesados y posesivos, dispuestos a violar la intimidad marital con cualquier excusa. El exceso de trabajo y la familia política tampoco habían ayudado mucho. Mil y un azares, mil y una remoras, pero habían conseguido sortear todos los obstáculos. Habían tenido peleas y crisis, sin embargo nada había hecho bascular el edificio… hasta que llegó Clara; y con ella, un conflicto que hasta entonces no habían tenido que enfrentar. La pelota estaba en el tejado de Jaime, y Lola no podía hacer nada.
Impotente para impedir que los celos la embargaran, primero se derritió llorando, pero ése es un sentimiento demasiado difícil de domar sólo mojándolo. Agotadas las lágrimas, Lola se refugió en la fortaleza más próxima: el trabajo. Cuando éste también falló, tomó sin vacilar la senda de la desesperación. Sólo cuando estaba desmoralizada hasta el punto de perder el orgullo, habló con Jaime, que se burló de ella con una risa que a Lola le pareció sincera. La tormenta cedió de inmediato, pero momentáneamente. Quizás todo aquello viviera sólo en su imaginación. Quizás, como la experiencia tantas veces le había mostrado, no eran sino una colección de malentendidos. Quizás. Pero quizás no es sinónimo de no. Creía en Jaime. Quería creer en él, como siempre, como antes. No obstante, al mismo tiempo que confiaba en él, dejaba sueltos sus sentimientos, que se escoraban por su cuenta hacia la exageración. Y esa exageración había sembrado la duda, y una vez sembrada resulta imposible cosechar paz. Había que volver a empezar de nuevo, otra vez……
Había pensado que estos días en Pamplona les ofrecían una de esas raras ocasiones de tejer pasiones sin prisas. Podían pasar veladas y noches juntos, cenas y desayunos sin niños, sin llamadas inoportunas a la puerta, sin reloj, como antaño. Durante todo el viaje se había relamido pensando en los momentos tiernos e irresistiblemente dulces que habrían de venir. Y, en efecto, por unas horas todo volvió a ser como antes, como los períodos que ambos tenían cuidadosamente acantonados en sus memorias. El ambiente festivo, la atracción de una simple vestimenta blanca y roja, las sonrisas cómplices, las manos enlazadas y aquella coqueta habitación con vistas…
Pero los azucarados instantes se esfumaron en cuanto la luz amarillenta que nacía del techo murió.
La mujer mantenía la mirada, aunque sabía que a su marido no le gustaba. Ahora el cuerpo de Jaime estaba tapado, y sus rizos color noche habían sido encerrados en los grilletes de un fijador extrafuerte. Sin embargo, su alma se exhibía completamente desnuda y sus proporciones mostraban todo su esplendor.
Olía a colonia y a confianza; a cariño… y a un ligero enfado. «Verdaderamente le quiero», pensó. «Mucho más que hace quince años… Infinitamente más.»
– ¿Qué miras, fisgona? -oyó decir a Jaime, que se colocaba las gafas, dejando ver parcialmente aquellos ojos azul verdoso que a Lola tanto le gustaban.
– Mis posesiones -replicó ella-. Tengo que proteger mi inversión. Al fin y al cabo, es lo único valioso que tengo.
– Tu inversión se está volviendo obsoleta y perdiendo pelo, y además está cansada.
– Sí, lo siento muchísimo. Soy un desastre. Trescientas veces en la misma piedra. ¿Qué tal ha sido el resto de la noche?
– Estupenda, tú no estabas allí. Siempre te olvidas de que nuestro matrimonio pierde su validez cuando la noche se cose a tu piel y te convierte en rana.
Lola recibió el comentario con tranquilidad. Aunque Jaime tenía razones para estar disgustado, sabía que nunca hubiera pronunciado esa frase en serio.
Cuando había recibido la carta del despacho de abogados citándola junto a su marido en Pamplona como beneficiarios del testamento de don Niccola Mocciaro, olvidó mencionar su problema. El joven letrado le comunicó que les habían reservado habitaciones en un hotel céntrico. Una semana antes del viaje, de improviso, se dio cuenta de que lo más probable es que, siendo un matrimonio, hubieran elegido para ellos una habitación doble. Llamó al bufete y se lo confirmaron: la 305 tenía cama de matrimonio.
Lola no se atrevió a decir nada. Sabía con certeza que, durante la fiesta grande, en Pamplona no cabe ni un alfiler. Además le dio vergüenza que pensaran que algo iba mal entre ellos. Pero sobre todo creyó que les vendría bien emplear la misma cama por una vez. Por eso no dijo nada. Por eso guardó silencio utilizando la política de hechos consumados que tanto le gustaba.
Los tapones fueron inútiles. La valeriana no funcionó. Un ruido rítmico y bronco, estrepitoso, apabullante, desesperante, arañó minuto tras minuto, hora tras hora, la espalda de su marido hasta hacerle desesperar. Ella que, feliz, se había dormido enseguida, fue despertada con sacudidas histéricas e impelida a encontrar de inmediato solución al problema que, desde hacía años, les obligaba a verse de día y huirse de noche.
A las tres de la madrugada, el joven recepcionista del hotel vio bajar del ascensor a un caballero que, pese a tratar de domar sus nervios pidiendo permanentes disculpas, se encontraba al borde de la histeria. Un paso por detrás, una mujer llorosa. Ambos suplicando desesperadamente una habitación más. Cualquiera, donde fuera, como fuera. «Preferiblemente en otra planta», dijo él, con gran disgusto de su esposa.
El recepcionista escuchó los lamentos sin inmutarse, aunque no se creyó en absoluto las explicaciones. Quizás porque usualmente el ronquido sea patrimonio del varón, y suele ser la dama la que pierde los nervios, entendió que lo que veía no era más que una riña marital que no merecía ser atendida, de modo que les informó de que no había ninguna habitación disponible en el hotel.
Si no era posible, entonces se acomodaría en la butaca. «Como usted desee», fue la respuesta a la amenaza. A las seis de la mañana, Jaime se levantó de aquel trozo de terciopelo con patas, que no había resultado tan cómodo como había supuesto, y realizó nuevamente la solicitud. El recepcionista le prestó la misma educada e ineficiente atención.
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