Reyes Cuadrado - Las Lágrimas De Hemingway

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Una cogida mortal, es en principio lo que parece haber provocado la muerte de Alejandro Mocciaro un personaje, de vida no del todo clara, a pesar de su catedrá y su alcurnia, pero no es una cogida más, un forense concienzudo descubre que un potente anestesico para animales, es el verdadero motivo de la muerte de este personaje, mezclado con el mundo de la droga, amigo de camellos y proxenetas, ha sido victima de una conspiración para que su muerte parezca un accidente, cuando no es más que un planeado asesinato para quitarlo de en medio.
La novela, que combina personajes reales y de ficción, está ambientada en la fiesta de los Sanfermines y que rinde homenaje al escritor estadounidense Ernest Hemingway. Retrata perfectamente los aspectos más queridos de la fiesta, que serán el marco ideal para que el inspector, Juan Iturri y Lola Mac Hor sean sin duda los protagonistas de esta nueva novela.

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Sus últimas palabras quedaron suspendidas en la atmósfera de aquel lugar perenne. El aroma a cafeína recién exprimida y a napolitanas rellenas de crema, el perfume a densa cera de anticuario, el fantasma de Alfonso XIII, Hemingway bailando al son de un bolero, Albaicín vestido de nazareno y oro, la luz irrumpiendo a raudales… Aquellos espectros convertían en irreales los hechos que Rafael Moreno había narrado.

Todos los clientes sin excepción miraban a Lola, miraban a Jaime, compadecían a Pamplona por un nuevo deceso. Nadie se movía. Todos callaban. Rafael miraba el vacío; la camarera, el suelo.

– ¿Dónde…? En fin, ¿debemos ir a la plaza, al hospital…? -preguntó Jaime con su habitual espíritu práctico.

– Realmente no lo sé -confesó el director de La Perla-. Pero supongo que la mejor manera de acertar es acercarse al Hospital de Navarra. Allí llevan a los heridos serios, y también allí está instalada la morgue… En fin, creo que es la mejor solución.

– Rafael -preguntó Lola. Su instinto de abogada estaba muy desarrollado-, ¿dices que te ha llamado la Policía Científica?

– Sí, así es.

– Pues es raro…

El conserje de día, nervioso y con la cabeza gacha, interrumpió la conversación. Un cliente rico, extranjero y completamente borracho estaba empeñado en llevarse a su habitación a una orquestilla que había contratado: doce miembros con sus correspondientes instrumentos. Tenía capricho de dormir la mona oyendo peisodobres.

– ¿Me perdonáis? -interrogó Rafael.

– Por supuesto -respondieron ambos.

– No hace falta que os diga que estoy a vuestra entera disposición. Estoy seguro que acierto si digo que Beatriz se ofrece de la misma manera.

Del cielo llegaban noticias de ardientes soles cuando Jaime y Lola llegaron al Hospital de Navarra. La puerta de Urgencias, literalmente tomada por reporteros novatos, parecía un enjambre. Sin embargo, dentro imperaba un pastoso silencio. Los miuras se habían portado como se esperaba y el encierro había sido limpio. Sólo los estragos de Lentejillo les habían hecho trabajar en serio. Naturalmente, se habían sucedido golpes y contusiones, pero nadie más que el agente municipal que había tratado de socorrer al difunto había quedado ingresado. Los demás heridos ya habían recibido el alta médica. Salieron. Una celadora les había informado de que la persona por la que preguntaban no estaba allí.

– Debéis ir al pabellón F. Nada más salir, siempre a mano derecha. No tiene pérdida, pero en todo caso, si os perdéis, preguntad a cualquiera por el velatorio o por los de medicina legal, seguro que os informarán. ¡Y también allí está prohibido fumar! ¡Agur!

No fue necesario preguntar. Desde la calle percibieron una silueta conocida. Entraron. En la sala de espera de la entrada del Instituto Anatómico encontraron a Clara, inclinada hacia delante, con la cara oculta por su larga melena. Los rizos de oro volaron hacia atrás cuando oyó su nombre. Tenía los ojos enrojecidos y el rímel corrido; una mirada que pedía a gritos una respuesta racional a aquella absurda situación.

Clara, que vestía una impoluta vestimenta blanca y roja algo arrugada, se puso en pie, rozó la mejilla de Lola con un amago de beso y, al son del tintineo de las múltiples pulseras de oro que ceñían su muñeca, se abrazó a Jaime. Fue un abrazo intenso que él completó frotando con sus manos la espalda de la mujer. Tras el saludo, los tres se sentaron en silencio. Jaime parecía absorto, apoyada la espalda en el respaldo, recostando su largo cuerpo en aquella incómoda silla, mirando el techo, inmerso en algún alto pensamiento. Lola tomó la mano de Clara, pero ella rechazó el gesto y volvió a su posición original; erguida, casi enhiesta. La espalda al aire, sus esculturales piernas cruzadas en un difícil equilibrio que le permitía mostrarlas a la perfección. No lloraba, se limitaba a jugar con su collar de perlas de tres vueltas, enroscándolo en su dedo índice, esperando que la joya deshiciese por propia inercia el nudo formado artificialmente. La camisa de seda que vestía había perdido el primer botón, como si alguien lo hubiera arrancado violentamente; en su lugar había un amplio agujero que permitía ver el sujetador de seda blanca. Aunque aquel volcán atraía inevitablemente todas las miradas e incluso algún sublime deseo, ella no hizo ademán de taparse.

De una de las puertas que daban al vestíbulo, salió de improviso un hombre con una bata blanca. Era difícil saber de quién se trataba, quizás un conserje: un tipo rechoncho, serio, perfectamente mimetizado. Tenía una cara de velatorio perpetuo, sólo empañada por el subido tono rojo del rostro y el cuello. Jaime se levantó de inmediato. Manifestando su condición de médico, y apoyado en esa camaradería que siempre acompaña a esta profesión, decidió ir en busca del forense, y se perdió por los pasillos de la morgue acompañado por aquel individuo. Lola permaneció en la sala de espera junto a Clara.

– Lo siento de veras. Me imagino que estarás destrozada -Lola se sintió en la obligación de decir aquello aunque, con la excitación y la premura, en realidad no se había parado a pensar lo que aquella muerte podría representar para ella-. He llamado a mi madre pidiéndole que encargue una misas por Alejandro. Es lo único que hemos podido hacer con estas prisas.

Ella no contestó. Lola, por respeto, guardó silencio. Tras unos minutos de calma, Clara quebró el silencio con su voz aflautada.

– ¿Sabes? Ni siquiera se han molestado en operarle. Simplemente han certificado que estaba muerto. Me han hecho entrar: estaba muy pálido, completamente desnudo y con la tripa abierta de arriba abajo. ¡Ha sido horrible! Parecía de cera. Es la primera vez que veo un muerto; cuando llegué a ver a papá, ya estaba amortajado. El parecía que se hubiera quedado dormido, pero Alejandro… Tenía un color espantoso. No parecía él. Era otra persona.

Lola no respondió. Siempre había dudado de que Clara fuera capaz de tener algún sentimiento altruista. Todo hombre paga el peaje de pertenecer a la raza humana, un género tendente a la horizontal y a aherrojarse en el propio yo; sin embargo, Clara superaba en ese aspecto al común de los mortales. A ella no le preocupaba el hambre en el mundo, las catástrofes naturales o la capa de ozono. Las únicas cosas que entraban en la cabeza de Clara tenían que ver con el colágeno, la pasarela Cibeles o los hombres. Escuchando ahora sus palabras, Lola dudaba de su objetividad. En realidad, nunca podría ser objetiva al juzgar a Clara. La prueba estaba en la punzada en el alma que había sentido al ver el abrazo que su marido acababa de darle; en la rabia que había sentido al verla ataviada de esa guisa. Ese pantalón ceñido, ese maquillaje sobreabundante, esos zapatos de tacón rojo evidenciaban que estaba dispuesta para la caza del hombre.

Pero Clara era así; siempre había sido así. Era muy probable que muriera así, coqueteando con el enterrador. Lo único que a Lola le importaba era que no cortejase al único hombre que a ella le importaba.

Dolida de su duro corazón, se decidió a decir algo, pero en ese instante Clara se puso en pie.

– ¡Dios mío qué calor hace en esta sala! ¿Has visto que poco gusto? ¡A quién se le ocurre poner sillas grises de plástico en una sala de espera! Arquitectos pueblerinos, ¿dónde tenéis la conciencia?… ¿Se podrá fumar? ¡Necesito una buena dosis de nicotina! Supongo -siguió riéndose de su propia gracia- que como aquí los enfermos están definitivamente caput no habrá inconveniente en que sean fumadores pasivos. Además, estos cigarrillos Cartier son muy saludables, nada que ver con ese asco de Winston que venden por ahí.

Sorprendida por aquella disentería de palabras, Lola tardó en contestar, esforzándose en convencerse de que se trataba de una reacción normal tras un acontecimiento traumático. «Al fin y al cabo», se dijo, «Alejandro era su hermano.»

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