Reyes Cuadrado - Las Lágrimas De Hemingway

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Una cogida mortal, es en principio lo que parece haber provocado la muerte de Alejandro Mocciaro un personaje, de vida no del todo clara, a pesar de su catedrá y su alcurnia, pero no es una cogida más, un forense concienzudo descubre que un potente anestesico para animales, es el verdadero motivo de la muerte de este personaje, mezclado con el mundo de la droga, amigo de camellos y proxenetas, ha sido victima de una conspiración para que su muerte parezca un accidente, cuando no es más que un planeado asesinato para quitarlo de en medio.
La novela, que combina personajes reales y de ficción, está ambientada en la fiesta de los Sanfermines y que rinde homenaje al escritor estadounidense Ernest Hemingway. Retrata perfectamente los aspectos más queridos de la fiesta, que serán el marco ideal para que el inspector, Juan Iturri y Lola Mac Hor sean sin duda los protagonistas de esta nueva novela.

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– A pesar de que no les afecta el humo, no se puede fumar aquí -respondió Lola-. Hay carteles por todos los lados. Pero si quieres te acompaño fuera, a los jardines, para que puedas encender un pitillo.

– ¡Ni hablar! ¿Has visto qué cantidad de buitres hay fuera? ¡Vuelan en círculo esperando posar sus garras sobre su presa!

– ¿Buitres?

– Periodistas, hija, que no te enteras de nada. Somos una familia aristocrática, de alcurnia. Todos los medios querrán sacar la noticia. Pero yo únicamente hablaré con Hola. Con ninguna otra. Ni siquiera con Semana, la editora es una borde… ¿Sabes lo que me vendría bien? Un café. ¿Crees que aquí habrá café?

– Mujer, café hay en todas partes -argumentó Lola desconcertada.

– Nada de eso -afirmó Clara muy seria-. Tú debes referirte a ese líquido negro que sale de las cafeteras industriales. Yo hablo de café. ¿Tendrán en este sitio leche desnatada y sacarina? ¡Me sienta fatal la grasa de la leche! Luego me pesa el estómago durante toda la mañana -argumentó, palpándose con gestos desmesurados su cintura de avispa-. Ah, por cierto, no te molestes con lo de las misas, Alejandro era ateo. Si hubiera sido creyente, estoy segura de que hubiera ido directamente al infierno. Ahora que, al no creer en esas cosas, lo lógico es que simplemente se haya muerto.

– Mujer… -respondió Lola, incapaz de dar réplica a argumentos tan ilógicamente formulados.

Sin más conversación, Clara y Lola abandonaron la sala de espera y fueron en busca de una cafetería. La encontraron en el pabellón D. El edificio -de nueva planta, diseñado en cristal y mármol gris- poseía un local pequeño y muy limpio. Se sentaron a esperar la llegada de Jaime o de alguna noticia. A Lola el café le pareció excelente. Para el refinado gusto de Clara, el líquido era agrio, poco denso y estaba asquerosamente templado. Para arreglar aquel estropicio provinciano, la joven sacó una petaca de plata labrada y añadió a su vaso un generoso chorro de coñac. Clara no hizo mención de los demás ingredientes que hace unos momentos tanto le preocupaban.

Tras aquel descanso, se le soltó la lengua.

– Me alegro de que papá nos haya dejado. Él hubiera sufrido mucho con todo esto. Y eso que le encantaba Pamplona. No sé muy bien por qué, la verdad. Yo la veo simple y descuidada, como cualquier otra capital provinciana. ¡Caramba, perdona! -se disculpó-. Olvidaba que tu marido nació aquí. Aunque, claro, fue por azar: Jaime tiene la prestancia propia de un madrileño.

Lola se mordió el labio. Se había prometido no entrar en ese juego, pero violó su promesa, incluso tirando piedras contra su propio tejado.

– Pues ya ves: Jaime, provinciano de pura cepa.

Tras aquel corto cruce de espadas, ambas mujeres permanecieron calladas. Estaban solas en la cafetería acristalada. Lola se decidió a retomar la conversación sobre la muerte de Alejandro.

– Clara, supongo que en vista de las circunstancias será necesario que tomes algunas decisiones, desagradables pero necesarias. Si te podemos ayudar en eso, o en alguna otra cosa, dínoslo, por favor. ¿Quieres que avisemos a alguien? ¿Quieres que nos encarguemos de los preparativos o de organizar un funeral? En fin -repitió-, aquí nos tienes para lo que desees.

– ¡Un funeral! ¡Sí, deberíamos hacer uno! Quizás varios. Alejandro siempre decía que los funerales resultaban acontecimientos sociales de primer orden. Lo menos importante, por supuesto, es el muerto, pero es una disculpa excelente; la mejor. Tratándose de una boda o un ágape, es posible excusar la asistencia con una tonta evasiva, sin embargo toda el mundo se siente obligado a asistir a los sepelios, de modo que a la salida de estos actos se forma una interesante reunión donde resulta posible hacer buenos negocios o pescar provechosas citas. Ahora, ¡fíjate!, el muerto va a ser él y las citas y negocios los harán los demás.

– Supongo que, como siempre, Alejandro hablaría en broma. Además, tarde o temprano, nos irá tocando a todos, ¿no? -afirmó Lola con lógica aplastante.

– Sí, es cierto. Por eso es importante no perder tiempo, disfrutar de cada instante. Coger al vuelo las ocasiones. Sin ir más lejos, ayer conocí a un gitano que aseguraba ser canadiense. ¡Qué mono, qué forma tan sencilla de mentir! ¡Era divino, no te puedes imaginar qué maravilla de manos…! ¿Pero qué estoy diciendo?

– Sí -protestó Lola-, no creo que sea muy apropiado hablar de eso con Alejandro de cuerpo presente.

– Pues claro que es apropiado. Él está muerto y yo sigo viva. ¡Acabo de cumplir los treinta y ocho! Debo empeñarme en ser feliz rápidamente.

– Entonces, ¿qué querías decir? -preguntó Lola, que intuía la falacia.

– Es fácil. Me refería a que no debería hablar contigo de esto, porque tú eres incapaz de apreciar la esencia de lo que digo. Perteneces al tipo de mujer que permanece anclada en el pasado y atada a estúpidas supersticiones… ¡No me mires así! Ya sé que me vas a decir que eres universitaria y todas esas cosas. Pero eso no es lo importante. La liberación de la mujer no está en salir de casa, sino en abandonar la aburrida cama de 1,35. ¡Tú nada sabes de ese extremo! Te has limitado a desperdiciar a un hombre estupendo convirtiéndote en una matrona paridora de hijos. Cuatro, ¿no? ¡Qué barbaridad! ¡Qué estupidez! ¡Con ese marido tuyo yo hubiera hecho maravillas! ¡Qué desperdicio! En fin, de todo tiene que haber en la viña del Señor.

Lola la miró con pena. En aquella ocasión, no se sintió ofendida por los improperios que aquella boca acababa de vomitar. Vio a una mujer que se iba cubriendo inexorablemente con la capa de los años hasta penetrar sin remedio en la edad peligrosa; una mujer que se sentía sola y que estaba asustada. Los gitanos canadienses, a partir de cierta edad, visitan previo pago. Ese aspecto, que puede ser minimizado si quien desembolsa es un varón, no satisface a una mujer que busca ser apreciada y amada sin necesidad de pagar por ello.

– Clara, la vida no estriba en pasar de mano en mano. La felicidad está en otro sitio.

– ¿Ah, sí? ¿En qué otro sitio está?

– Pues en sentirse querida, apreciada en mil y un detalles. Amar y ser amada por un mismo hombre quince años seguidos, por ejemplo; contemplar cómo crecen tus hijos; disfrutar de un buen libro… La felicidad completa no existe, pero la que está a nuestro alcance se halla tejida de miles de pequeños hechos deliciosos.

– ¡Qué estupideces! ¡Dices esas cosas porque no sabes nada de nada! ¡Me recuerdas a mi padre! Vamos a ver, Lola, contéstame: ¿Has sentido alguna vez? ¿Te has dejado comer por un desconocido? ¿Has lamido cocaína sobre un cuerpo joven y fuerte, desnudo, encendido por la pasión? ¿Has…? En fin, déjalo. ¡No podrías entender lo que de verdad es vivir!

La aparición de Jaime, precedido por el agente Galbis, truncó la conversación.

Una lágrima acida rodaba por la mejilla de Clara, pero esa visión no frenó al agente Galbis. Como si tuviera prisa por acabar, informó a los tres interesados sobre el desarrollo de la autopsia. El procedimiento -les dijo- había concluido, aunque no sería posible retirar el cuerpo del difunto del Instituto Anatómico Forense hasta culminar algunos análisis. Un estudio preliminar, y no concluyente, había detectado una sustancia tóxica en la orina del finado: cocaína.

– A veces ocurren estas cosas, y no indican más que el fallecido ingirió una pequeña dosis de ese producto, lo cual es legal y no constituye problema alguno -ilustró amablemente el agente, por un momento sus ojos grises brillaron con una vivaracha chispa azulada-. No obstante, hay casos en que esa sustancia es indicio de algún delito. Por ello, es preceptivo estudiarlo. Así lo marcan las normas -afirmó-. Si lo desean, el médico forense que se ha encargado de realizar la autopsia les hará las aclaraciones que ustedes deseen. Por otro lado -les instruyó Galbis- uno de mis superiores, el inspector Juan Iturri, que se va a poner al frente de esta investigación preliminar, desea verles a los tres. Es asunto de puro trámite. Les ha citado en el despacho del forense. Normalmente estas diligencias se realizan en los Juzgados, pero como están colapsados, el inspector Iturri ha decidido venir a su encuentro. Llegará en pocos minutos. Es un hombre muy competente -añadió el policía de su cosecha-. ¡De lo mejorcito del Cuerpo, créanme! Así que, si les parece, podemos encaminarnos hacia el pabellón F.

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