Clara escrutó al joven sin ningún pudor, con ojos golosos, contoneándose como una paloma torcaz en busca de un macho nuevo. Pareció fijarse especialmente en su cabello pajizo, segado como un campo de trigo. Pero al percatarse de cómo brillaba su anillo de casado, señal inequívoca de que llevaba poco tiempo incrustado en su dedo anular, terminó por despreciarlo, volviendo a su ostra de seda y silencio. Lola tomó a su marido del brazo. Éste le devolvió una franca sonrisa.
Durante toda su vida se había creído la historia que ella misma había escrito. Había planteado su vida bajo la certeza de que a la felicidad se llegaba en silencio y en casa. Creía haber construido aquel escenario con Jaime, al alimón. Sin embargo, las palabras de Clara repicaban en sus oídos. ¿Se habría equivocado en el camino? Y, sobre todo, ¿se habría equivocado al interpretar los deseos de Jaime?
La procesión hacia el pabellón F discurrió así en silencio, en fila de a dos.
Yo fui a España a ver lidias de toros y a tratar de escribir acerca de ello para mí mismo.
Yo pensé que sería simple, bárbaro y cruel y que podría no gustarme, pero que vería alguna acción definitiva que me llevaría a sentir la vida y la muerte en las que yo estaba trabajando.
Encontré esa acción definitiva, pero la lidia de los toros estaba muy lejos de ser simple y me gustó tanto que me fue complicado emplearlo para escribir…
Fui incapaz de escribir algo sobre ello durante cinco años. Ahora me alegro de haber esperado.
Ernest Hemingway
Muerte en la tarde, Cap. I
La hilera que encabezaba el agente Galbis abandonó la luminosa cafetería del pabellón D y se dirigió a la morgue. Los jardines que habían de cruzar estaban sembrados de cientos de larvas humanas, embutidas en sacos de dormir, mantas o periódicos, disfrutando del ansiado letargo.
Que los forasteros de pocos recursos hibernan durante el día en sus vainas de amianto colgados de cualquier parte es suficientemente conocido. Sin embargo, impresiona verlos allí tirados, como caracoles al sol, durmiendo deprisa, porque enseguida volverá a estallar la Fiesta y no quieren perdérsela. Clara hizo un comentario despectivo, pero nadie secundó sus palabras.
Aunque la parranda había bajado su intensidad, sones festivos continuaban preñando la ciudad ya que, tras explotar, la Fiesta no podía detenerse hasta que muriera. Por doquier se sentían alborozo y regocijo, aunque cambiados. Había llegado el momento de las gentes sencillas, las verdaderas, las que no necesitan gran cosa para disfrutar de la Fiesta. Que descansado es estar en familia sin quebranto del alma, y agradecido el cuerpo, que ha sido bien tratado en la taberna, al ritmo de chistorrica frita, pimientos del piquillo y vino español.
Galbis hizo notar al resto del grupo cómo se cocinaba a lo lejos un teatrillo infantil. Vestidos con toda la magnificencia que permitía su corto presupuesto, tres artistas espontáneos azuzaban el olfato de los más pequeños, que olisqueaban complacidos hazañas de magos y princesas. Aunque los locos bajitos no entiendan de esplendores o de contratos, sus mentes blancas aprecian como pocas el portentoso talento encerrado en quien consigue hacerles sonreír.
Al aproximarse a la puerta del Instituto Forense, el agente de policía se detuvo. Desde aquella posición, vieron a un hombre que fumaba en una cachimba de amplia cazoleta y negruzco color.
– Es el inspector Iturri -informó Galbis lleno de admiración-. Esperemos que termine.
En efecto, el inspector de policía que iba a encargarse del caso se les había anticipado y se hallaba en la puerta de la morgue enzarzado en una enjundiosa conversación con el médico forense, ya ataviado con su traje de pamplónica.
Junto al agente Galbis, los tres afectados esperaron que aquella larga charla concluyese. El intervalo permitió a las dos mujeres juzgar al encargado de la investigación preliminar.
Juan Iturri era un hombre de apariencia y complexión ordinarias, más menudo que grande. «Nada provechoso», dijo Clara a Lola nada más verle. Esta pensó también en el gris, luego observó detenidamente al inspector y cambió de opinión.
Por su porte y agilidad, se diría que no había superado el listón de los cuarenta, sin embargo, el amplio bigote canoso, que prácticamente ocultaba su labio superior, le hacía parecer mayor. Sus gafas de pasta ocultaban una mirada viva, cargada de fuerza. Se desprendía de ellas a menudo y, cuando lo hacía, se frotaba mucho los ojos y el tabique nasal. Lola se dio cuenta de que en una ocasión permaneció varios minutos con ellas en la mano. «Son postizas», concluyó tras varias observaciones. Como era incapaz de ocultar su descubrimiento, en voz queda hizo partícipe del mismo a Jaime.
– Silicona pura -respondió éste, creyendo que su esposa hacía referencia a los pechos de Clara, liberados de la prisión del primer botón.
– Me refiero a los lentes del policía -protestó Lola molesta.
– ¿Para qué querría alguien llevar gafas postizas?
– Para ocultar su mirada, naturalmente
– Parece un hombre capaz -comentó Lola en voz alta, cuando Clara se sumó a la conversación.
– ¿Capaz? ¿Te has fijado en sus zapatos? ¡Parecen de poliéster! Y si esto fuera poco delito, ¡son de suela de goma! Ese pobre diablo no gana ni para calzado decente. Y para remate, sus lentes. ¿Has visto qué gafas? ¡Parecen robadas de un cargamento de auxilio a Sri Lanka o a alguno de esos países de Asia! ¿Está en Asia, verdad? En fin, ¡qué más da! Lo importante es que carecen de estilo y son horriblemente horteras.
Lola miró los zapatos del policía. Ciertamente no eran unos Sebago ni estaban confeccionados a medida por un maestro italiano, pero estaban impecablemente limpios y parecían cómodos. No desentonaban en absoluto con la persona y su función. Tras su comprobación, estalló en protestas:
– ¡Qué manía tienes! ¡No se puede juzgar a las personas por su apariencia! ¿Qué tendrá que ver la elegancia con la profesionalidad?
– ¡Todo! -replicó Clara-. ¿Cómo voy a fiarme de alguien vestido así?
– Pues a mí me parece que trasmite confianza -intervino Jaime.
– Perdona, chico, pero tú no puedes juzgar. ¡Eres un despistado crónico! Observa cómo le sudan las manos: eso es muy mala señal. ¡Seguro que come hamburguesas llenas de mayonesa y aceite de girasol! Me he fijado en sus dedos: son gorditos y pequeños como dátiles. ¿Crees que alguien así puede averiguar algo?
– ¡Por favor! ¡Estamos a 30 grados! ¡Es normal que sude! ¡Yo también lo hago!
Súbitamente, una bandada de anoréxicos adolescentes, pelilargos y fusilados con trozos de metal, desfilaron delante de ellos. Sus ojos mostraban lo que parecía tristeza infinita, aunque sólo fueran los efectos de una cogorza barata y cabezona. En su particular lucha con el mundo, miraron despreciativamente el uniforme de Galbis, concluyendo su observación con un gesto ofensivo. Galbis no se inmutó. Pocos segundos después, a escasos metros de allí, estallaron unos berridos estridentes, ritmos que trataban de imitar al rock duro, pero que se quedaban en un mísero aullido.
Clara volvió a mencionar las gafas. Lola y Jaime insistieron en que no juzgara por las apariencias. Sin embargo, no se dejó convencer. Sin más preámbulos, tomó su móvil y localizó el teléfono que buscaba.
– Aquí está -exclamó satisfecha-. Miguelón Ruiz.
Instintivamente, Clara acomodó de nuevo su ropa. El orden que impuso no coincidiría probablemente con el que cualquier otra mujer hubiera considerado armónico o elegante. Sin embargo, resultaba evidente que Clara no era elemento representativo de una muestra común. Tan solo el pañuelo rojo típico de la Fiesta disimulaba algo aquella exagerada exhibición. Tras la ropa, le tocó turno al resto: se atusó la melena, estiró sus pantalones pitillo y conformó una vez más el fajín colorado a su grácil cintura de avispa. Finalmente, extendió el brazo, colocándolo a la altura de su rostro, y apretó el botón verde de su móvil. Contestaron de inmediato.
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