– De acuerdo, no hay habitaciones. Lo entiendo. Llame por favor al director del hotel. Quiero hablar con él. Supongo que ya se habrá levantado.
– Lo siento, señor -respondió con dureza el recepcionista al ver que el caballero porfiaba con bastante impaciencia-, pero no puedo molestarle.
– Si prefiere lo hago yo. Tengo aquí su móvil.
– ¿Tiene el móvil de don Rafael?
– Lo tengo. Rafael Moreno y yo somos amigos desde la infancia. ¡He pasado más tiempo en este hotel que en mi casa!
– ¡Por Dios, haberlo dicho antes! -El recepcionista perdió momentáneamente el color, y atacado por un acceso de prisa, rebuscó convulsivamente en uno de los cajones hasta encontrar lo que buscaba-. Tenga. Esta es la llave de una habitación de la última planta. No está abierta al público, porque pertenece a las estancias privadas de don Rafael. Sólo la usamos en caso de emergencia. No dispone de baño integrado en la pieza, pero posee una cómoda cama y sábanas limpias…
– Por eso no se preocupe; me ducharé en la habitación de mi esposa. Gracias, no sabe qué gran favor me acaba de hacer.
Tanta felicidad esperaba encontrar en la soledad del sueño profundo que hasta desconectó el móvil. El despertador programado no pudo hacer su función. Y se habían dormido…
– Arréglate, Lola, y bajemos a desayunar. Quiero pasar cuanto antes a dar las gracias a Rafael.
– No tardo nada. Estoy pensando en que Alejandro nos va a poner verdes por no haberle visto correr.
– No te preocupes por eso. Habrá miles de fotos que inmortalicen el momento.
A las diez y cuarto de la mañana, ambos entraron en la estancia habilitada como comedor en la que Jaime, junto a Rafael Moreno y su familia, que vivían en el hotel, habían pasado tan buenos ratos.
Esbeltas sillas de madera de época rodeaban mesitas redondas cubiertas de pálidos manteles. Recogidos a ambos lados de falsas ventanas, pues se trataba de un semi-sótano, amplios cortinajes tejidos en adamascadas rayas granates y con altura de principal ocultaban las paredes. En una esquina, lucía sus sinuosas curvas un piano antiguo; en la otra, una caja acristalada de ascensor, el primero que funcionó en Pamplona allá por el año 22.
Una graciosa señorita, elegantemente vestida con uniforme negro y delantal de encaje blanco, acababa de servir una taza de café a un cliente alemán. Al ver a Jaime y Lola, sonrió mientras les indicaba con un gesto una mesa vacía a la izquierda, junto a las reliquias del antiguo elevador.
Desde las demás mesas se prodigaron tenues saludos a los recién llegados. Casi todos trataron de hacerlo en español, como mandan los cánones, pero con éxito diverso. Los holandeses del fondo, que llevaban ya muchos años viniendo puntualmente cada 6 de julio, pronunciaron un buenos días con perfecto acento. Los australianos de al lado, un hi a lo americano. Como Lola y Jaime, todos, incluyendo a las camareras, lucían en sus cuellos el moderno símbolo de la Fiesta. Tras los saludos, cada uno volvió a sus cuchicheos.
– ¡Me encanta esta ciudad! -exclamó Jaime nostálgico-. ¡Es verdaderamente extraordinaria!
– ¿Lo dices por los sanfermines?
– Sí, por supuesto. Medio mundo está pendiente de Pamplona en estos días en que mozos y toros se hacen juntos un solo arte. Pero estoy seguro de que no es lo único que logra que la ciudad aparezca junto a las endiosadas Madrid, Barcelona o Sevilla en las guías mundiales de turismo. Hay mucho más que eso; un factor oculto, misterioso, singular. Algo que, por no poder explicarse, no figura en las guías.
– Sinceramente, Jaime, no sé a qué te refieres.
– ¿Estás segura? ¡Mira a tu alrededor! Es fácil percibirlo en esta sala.
Lola giró levemente la cabeza. Flotaban en el aire olores a cera de abeja bien lustrada; sobre ellos, planeaban susurros de vieja taima de roble.
– ¡Vamos! ¡Tú has vivido aquí! ¡Has tenido que descubrirlo! Observa este entorno, ¿qué es lo que ves?
– ¿Qué es lo que veo? No sé… Es como si el reloj se hubiera parado en los años 20, quizás en los 30, puede que hasta en los 40 o en los tres a la vez… Sin embargo…
– Sin embargo, ¿qué?
– Nada, estaba pensando una tontería.
– No lo creo. Tus ronquidos son horribles, pero tus pensamientos suelen ser muy acertados.
– Iba a decir que pese al vetusto sabor de esta habitación, aquella pantalla de TFT de la esquina no desentona en absoluto. No sé, es como si en esta estancia todas las épocas convivieran juntas. Como si fueran los dominios de un lugar sin pasado ni mañana. Como si por arte de magia alguien hubiera congelado el tiempo.
– ¡Sabía que serías capaz de vislumbrar el misterio! ¡Congelar el tiempo! Así es cómo lo has llamado, ¿no? Yo no lo hubiera expresado mejor. ¡Ése es el misterio que alberga Pamplona! Madrid, Barcelona, Sevilla… Todas esas capitales orgullosas poseen cosas verdaderamente extraordinarias, dignas de envidia, pero carecen de este misterio. Cuando vivía aquí, estaba tan habituado a esta joya única y de incalculable valor que casi no la apreciaba. Pero llevo tantos años fuera que tengo ojos de extranjero, y como ellos soy capaz de cazar al vuelo la diferencia.
Lola miró a su marido sin decir nada. Había estudiado en Pamplona cinco años, y había palpado la realidad de la ciudad hasta atarse a ella con lazos de respeto y cariño, pero era bilbaína. Pamplona no dejaba de presentarse ante ella como una ciudad pequeña y tradicional. «Naturalmente», pensó, «no es un espacio provinciano de triste anatomía: su ambiente universitario permite mezclar permanentemente su antiguo carácter con sangre nueva; su vigor económico anula esa sombría emoción de las plazas que se mueren. Sin embargo, es obvio que Pamplona no se puede comparar con Bilbao. Incluso lo que Jaime califica de originalidad, yo lo tildaría sin dudar de descuido.»
– Ya sé qué es lo que estás pensando -afirmó Jaime con un gesto-. Bilbao es Bilbao, una ciudad cosmopolita y abierta, pero no posee el don con que esta pequeña ciudad ha sido agraciada. Verás, en otras plazas como Bilbao, los entornos se desencajan y transfiguran hechizados por la belleza de la modernidad y, como las gentes, se adaptan a los nuevos tiempos. Algunos edificios mueren a manos de los depredadores de hierro; otros se empolvan con los colores y materiales de moda; nacen, por fin, otros nuevos, de manera que el tiempo va poco a poco horadando los recuerdos. Pero en Pamplona las cosas no ocurren así. Esta mañana, al levantarme, lo pensaba mirando el paisaje desde mi ventana. Estamos en el siglo XXI, una época que ha abandonado voluntariamente hasta lo postmoderno. Sin embargo, en Pamplona, no se ha querido dejar nada atrás. Se ha avanzado sin soltar lastre. Por eso, paseando por sus entrecalles, se pueden saborear simultáneamente mil y una épocas.
»Fíjate en este hotel. Mira esta habitación -continuó Jaime emocionado-. Sin esforzarme mucho, puedo ver ahí mismo, sentado sobre una de estas mesas, a Ernest Hemingway soñando medio ebrio con ser torero; a don Juan de Borbón, vestido con mono azul para escapar de Franco, o a todos los toreros de renombre… ¡Cierra los ojos! Parece que en cualquier momento va a aparecer Albaicín, luciendo taleguilla y fajín, liado en su capote de paseo en honor a la Virgen del Carmen. O Luis Miguel Dominguín, susurrando al pasar historias de valentías. O el mismo Hemingway, dispuesto a tomar un café español.
– ¿Quién es Albaicín? Suena a torero.
– Lo era, en efecto, y de los buenos. Además era un artista que se salía de lo común, un hombre bastante culto. En el hotel se le recuerda porque invariablemente antes de una corrida bajaba a tocar el piano. Lo hacía de oído, sin partitura, con los ojos cerrados y la cabeza erguida. ¡Tantas veces se lo oí contar al padre de Rafael Moreno que puedo verlo ahí mismo, vestido de luces, sentado delante de aquel piano tocando alguna pieza de Mozart…!
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