– Pues ya metido en materia, deberías haber optado por el rojo. Al fin y al cabo, estamos en sanfermines -afirmó el forense, mientras observaba con estupor los cabellos de su joven ayudante: mitad fucsia, mitad blanco.
– No crea que no lo he pensado, pero a mi chica no le gusta el rojo. Dice que es un color muy violento; y como vamos iguales…
– Un color violento…
– Sí, eso dice ella.
– Por lo que veo, el siglo XXI no ha cambiado nada.
– ¿A qué se refiere, jefe?
– Siguen mandando las mujeres.
– Eso sí es verdad -aceptó el joven.
– Bien, empecemos. Voy a lavarme; pásame unos guantes, por favor -pidió el forense, cruzando la sala y mirando de reojo hacia la zona central.
En la mesa de acero inoxidable, construida ex profeso en forma de L, todo estaba preparado. En el lado más largo, que sobrepasaba los dos metros, se hallaba ya el cadáver. Para facilitar la labor del médico forense, el metal estaba dotado de una ligera inclinación y una conexión directa con un sumidero.
El cuerpo estaba situado en decúbito supino, de modo que Ramiro se encontró directamente con una faz a la que había abandonado el color y un grueso cuerpo que ya no serviría para ningún gozo. El cadáver estaba semidesnudo. La camisa y los pantalones estaban rajados: seguramente los cirujanos de la plaza se habían visto obligados a cortar la ropa. Un pie estaba cubierto con una alpargata tradicional, el otro no llevaba nada.
En el lado más corto de la camilla se acumulaba el material necesario para la autopsia, perfectamente clasificado.
– ¿Hora del deceso?
– Según el parte que firma el cirujano de la plaza, la muerte tuvo lugar a las 8 horas y 26 minutos de hoy. Le han puesto adrenalina, atropina, sangre… En fin, lo de siempre. Lo único nuevo es que tengamos que hacer con tanta premura la autopsia. Supongo que no querrán enturbiar el resto de la Fiestas. En los sanfermines, los cadáveres cuanto más lejos mejor.
– ¡No te engañes, Kepa! Eso ocurre en los sanfermines y en cualquier otro momento. Los humanos somos seres curiosos.
– No sé por dónde va, jefe. ¿Qué tenemos de curioso?
– ¡Todo! Verás, no sabemos si viviremos mañana, pero hacemos minuciosos planes para ese día. Sin embargo, lo único que sabemos con certeza (que nos vamos a morir) tratamos de olvidarlo. Por ejemplo, acostumbramos a situar los cementerios lejos de los núcleos de población. Nos decimos a nosotros mismos que es por motivos higiénicos, pero la realidad es que no queremos verlos. Al final, lo que hay es miedo. Sí, miedo a nuestra naturaleza, seres mortales. Sentimos pavor ante nuestro destino, recelo ante el territorio desconocido donde luego habitaremos. Nos producen espanto las ignotas reglas que gobernarán esa nueva sociedad donde viviremos inexorablemente pero que, de momento, nos es ajena. ¿Qué hay en el cielo, qué en el infierno? ¿Qué haremos allí, qué comeremos? ¿Quién mandará, qué haremos durante toda la eternidad…?
»Sabemos que el momento nos llegará, pero vivimos como si esa realidad no tuviera ninguna relación con nuestra rutina diaria. La muerte es para nosotros semejante a un precipicio escondido en una carretera plagada de curvas y cambios de rasante. Desconociendo el lugar exacto, y yendo a cien por hora, resulta, imposible frenar a tiempo y retrasar, así, el momento. De modo que concluimos que es preferible no pensar en ello. Ya sabes, ¡goza cuanto puedas que no sabes si será la última vez!
– ¿Ha dormido poco, jefe? Esos pensamientos tan negativos son producto de la falta de sueño. Es lo que dice mi novia, que de eso entiende: ha hecho un curso de control mental y practica el yoga cada noche.
– Si tu novia lo dice… -Y sin solución de continuidad, el filósofo volvió a su labor de forense-: ¿Asistolia?
– En efecto -respondió sin inmutarse el ayudante de sala.
– Bien. Prepara la grabadora. Mientras, yo iré retirando sus pertenencias.
– Las que traía fuera del cuerpo las tiene ahí -informó Kepa, mientras se colocaba unas lentes en los ojos. Eran de color zanahoria con motas blancas, y aunque esperaba algún comentario jocoso del forense, éste tenía ya la mente puesta en el trabajo y no se fijó.
Ambos inclinaron la espalda al unísono para contemplar los objetos personales del finado que Kepa había depositado sobre el lateral de la mesa.
– A la hora de su muerte, el hombre llevaba una cartera marca Loewe, conteniendo carné de conducir y documento de identidad. Según ambos documentos, el fallecido respondía al nombre de Alejandro Mocciaro y Niccolis, nacido en Cuenca el 26 de febrero del año 1959. Profesión: abogado. Domicilio: calle Doctrinos 14, Valladolid.
– Llevaba bastante dinero, jefe. Si no cuento mal, 2.590 euros. ¡Caray! ¡Cuatro billetes de 500! ¡Creo que nunca había visto uno de éstos! ¡Vaya color violeta que han escogido: es horrendo!
– Sí, no está muy logrado. Sin embargo, en este caso el valor y no el color es lo importante.
– En eso le doy la razón… Cuatro billetes de 100; tres de 50 y dos de 20 -siguió listando el ayudante del forense-. Ni una sola moneda, jefe. Este será de los que deja toda la calderilla de propina. No llevaba llaves de coche ni otros objetos, salvo el llavín de la habitación del hotel.
– De acuerdo, sigamos. Lee en voz alta el parte del cirujano de la plaza, por favor -pidió el forense.
Mientras su ayudante leía el informe de la enfermería de la plaza de toros, Ramiro contempló el cadáver. El cuerpo, que tenía un gran agujero en el abdomen, estaba tremendamente pálido, como correspondía a una muerte por hemorragia masiva. Por la posición, la sangre y fluidos habían quedado depositados en la espalda y la cara interna de las extremidades. El forense, ayudado por unas tijeras, retiró los restos del pantalón y del calzoncillo y los examinó.
– El bolsillo derecho del pantalón contiene una carta -sonó la voz del forense-. Parece una convocatoria. Sí, procede de un despacho pamplonés y señala algunas cuestiones acerca de un testamento. Nada más. La meto en una bolsa de plástico. En el bolsillo izquierdo, San Fermín.
– ¿Cómo? ¿Qué quiere decir con eso de que lleva a San Fermín en el bolsillo? -preguntó Kepa extrañado-. Igual es que era católico.
– ¿Y tú te llamas navarro? ¡Yo, que soy de Gijón, conozco mejor la tradición que tú! ¡Escucha y aprende, pamplónica! -dijo con socarrona ironía-: Lo que lleva es una de esas pequeñas tallas en plástico que venden por dos cuartos los avispados de los tenderetes. Las llevan muchos de los mozos que se disponen a correr el encierro en señal de respeto al Arbitro de la carrera. Y que yo sepa, siguen la tradición los católicos, los no católicos y hasta los ateos, por sí acaso. ¡Ah, San Fermín! ¡El Santo moreno! Si levantaras la cabeza, ¿qué nos dirías? -concluye el médico.
– Pues, sin duda, que los mejores los miuras -afirmó el ayudante-, taurino de sol.
Ambos se rieron ante la ocurrencia, mientras continuaban con su trabajo.
– Aunque rasgado, el pantalón ha aguantado bien las embestidas del toro. Será de una buena marca. Vamos a ver… Sí, tanto el pantalón como la ropa interior están firmados por Ermenegildo Zegna.
– Pues a ése no le conoce ni su padre -protestó el ayudante.
– Has de saber que es una marca estupenda, desmesuradamente cara.
– ¡Ah! En ese caso, será una marca de pijos que yo no conozco -se excusó Kepa.
– En la muñeca izquierda, el finado tiene un rólex de acero y oro. No lleva más adornos ni otros objetos. Vayamos al examen físico.
Tras las consabidas mediciones, el forense dictó: «El cuerpo mide 1 metro y 92 centímetros y pesa 121 kilos. En su masa corporal se ha ido acumulando bastante grasa, aunque su altura lo disimula. Su pelo rubio, ya muy blanquecino, parece natural. Era miope, y cubría sus ojos azules con sendas lentillas. Presenta varias cicatrices antiguas, probablemente de juegos infantiles, y un amplio moratón, reciente, en el glúteo derecho…»
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