»Los magníficos cirujanos de la plaza -como nuestros visitantes recordarán por el reportaje que sobre estos grandes profesionales emitió ayer nuestro Canal- nada han podido hacer por salvar su vida.
»Se trata de don Alejandro Mocciaro catedrático de Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Es posible que a algunos de ustedes les resulte familiar el apellido. En efecto, la sociedad gastronómica Napardi ha entregado este año su galardón: el gallico de oro, a título postumo, a don Niccola Mocciaro, padre del hombre cogido en el encierro. Don Niccola, eminencia del Derecho Penal español, frecuentaba nuestra ciudad y amaba nuestra Fiesta. A su muerte, acaecida hace escasos meses, figuraba como el socio más antiguo de la citada Sociedad Napardi.
»Sí». El comentarista interrumpió de improviso su disertación para llevarse el dedo índice a su oído. Le hablaban por el auricular. «Bien», continuó. «Perdonen la interrupción, pero me comunican que uno de nuestros compañeros tiene junto a sí a Miguel Reta. Como todos sabrán, es uno de los pastores más experimentados del encierro de Pamplona, conocido ampliamente, además, por sus habilidades como recortador. Sin embargo, en esta ocasión es noticia por algo que quizás muchos de ustedes ignoren: Miguel Reta es propietario de la ganadería Alba Reta Guembe, a la que pertenece el toro número 51, de nombre Lentejillo , el suplente que ha sustituido al sexto de la ganadería de Antonio y Eduardo Miura. Me estoy refiriendo, naturalmente, al animal que ha empitonado de muerte a Alejandro Mocciaro.»
Miguel Reta nunca hubiera deseado verse por televisión. Cuando un pastor o un mayoral aparecen en pantalla es porque algo ha salido mal. Se hallaba cabizbajo, cariacontecido. Su rostro había perdido su natural atractivo. Hasta parecía que sus largas y pobladas patillas de torero le quedaran grandes. Desde que su animal empitonara al mozo, no podía arrancarse ese pensamiento del alma. «¡Aquel hombre, desde luego, estaba loco!», pensaba, «pero yo debiera haber sido capaz de detener a Lentejillo . No hubiera podido impedir el primer puntazo, totalmente inopinado, pero quizás sí el segundo. Es posible que si hubiera sido más hábil…»
El pastor de Estella esperaba, junto a la comentarista del canal local, la dichosa conexión cuando el miedo, aderezado con la impotencia y la rabia -los mismos que le inundaron al ver en directo aquellos puntazos-, afloró nuevamente. Anuncios de espárragos, pimientos del piquillo y vino navarro se sucedían en el monitor que tenían delante. La periodista -que esperaba turno para entrar en directo- se dio media vuelta para que le retocasen el maquillaje, dejándole solo por un momento.
Miguel cerró los ojos, recordando sin querer. ¡Cuántas veces había admirado el rebarbo de Lentejillo ! ¡Cuántas su noble estampa y su inteligencia!
Las lágrimas se agolpaban en una larga fila, pidiendo paso. Ni pudo ni quiso contenerlas. Dejando atrás las cámaras, se marchó en silencio en dirección a la plaza. Su trabajo no había acabado: tenía que prepararse para el apartado. En el camino, un brazo -el de Antonio Miura- pasó sobre sus hombros. El ganadero de Sevilla había visto la cogida y el ensañamiento del toro desde el callejón. Intuyó cómo se sentía el pastor, y tratando de darle ánimos, le apretó fuertemente sin decir nada. Tras tan providencial encuentro, el ánimo de Miguel se recuperó levemente. Antonio Miura sabía lo que pasaba el navarro, pues su ganadería había provocado bastantes muertes. Olía su rabia, palpaba su impotencia, pero a ambos el afán por proteger la Fiesta les hacía seguir, pese a roer el dolor guardado en el alma: un dolor que siempre aletearía en permanente marejada de sentimientos.
Una llamada detuvo su marcha. Ambos se volvieron. De la caseta de Televisión Española emergió un rumor cercano. En el acto lo reconocieron: era la voz del encierro que se encaminaba a su tertulia taurina. Resultaban innecesarias las palabras, sólo dos sentidos abrazos. Palmadas sinceras de pésame.
Los tres ciñeron hacia la plaza, como si el viento hinchase sus velas sin remedio, obligándoles a retornar a su puerto natural. Un trío de goletas, virando al viento, que sólo sabrán fondear en una ensenada de arena blanca y toro negro. Juntos pasaron ante la estatua de Hemingway que, aunque siente, también calla. Cuando ha visto llegar a Lentejillo , un escalofrío ha recorrido su cuerpo de bronce.
Dos hombres pasaron por la calle. El camarero les preguntó algo a gritos. Los dos hombres tenían un aspecto grave y serio. Uno de ellos movió la cabeza con gesto pesimista.
– ¡Muerto! -fue lo único que dijo…
El camarero volvió junto a mi mesa.
– ¿Lo ha oído? Muerto. Atravesado por un cuerno.
Todo un pasatiempo mañanero.
Es muy flamenco.
Ernest Hemingway,
Fiesta, Cap. XVII
Y del aparato negro emergió un sonido lacerante que se enseñoreó de nuevo de la habitación. La secretaria del Juzgado respiró hondo, tratando de mostrar un aplomo del que carecía. En su hastío, sospechaba que aquel armatoste estaba allí con el único propósito de hacer que por fin claudicara y pidiera la jubilación. Sólo tuvo que poner los pies en aquella oficina, rayando las 7, para que el complot se iniciara y el teléfono empezara con sus monsergas. Ni siquiera había podido ver la retransmisión del encierro. Pasadas las 8 y media, aquel rítmico retumbo había acabado con su paciencia. Su ánimo, de por sí menudo, se había desmoronado como una torre de naipes. Cansada, casi harta, decidió dejarlo sonar unos minutos. Mientras tanto, iría en busca de un café. El aparato dejó de sonar unos instantes, y volvió a la carga, pero en aquella oficina ya no había nadie.
Al otro lado de la línea, el agente Galbis, llamando desde la enfermería de la plaza, se extrañó de no recibir respuesta. Era imposible que no hubiera nadie. «Quizás», se dijo, intentando justificar aquella ausencia, «he llamado en un momento especialmente agitado.» No sería de extrañar. La densidad de asuntos que los juzgados tratan en un día cualquiera de las fiestas en honor al obispo San Fermín es aterradora. En los escasos metros cuadrados que circundan el despacho del juez de Guardia, se aglomeran docenas y docenas de caras de todos los colores, razas y nacionalidades, con una única, pero sutil, coincidencia: el pertenecer a la familia criminal.
El juez Uranga retornaba de la cafetería con un pastelillo de crema en la mano cuando se topó con la secretaria, que iba en sentido puesto. Con cara de pocos amigos, la mujer le explicó que el teléfono no paraba de sonar, que estaba harta y que iba a tomarse un café tranquilamente. Él no opuso resistencia. ¿Qué podía decir? Su secretaria, que era un manojo de nervios encerrados en 40 kilos, era incapaz de soportar la tensión de los juzgados de Guardia. Él, por el contrario, era extremadamente pacífico… y padecía sobrepeso. A algunos, como su secretaria, el estrés les impedía probar bocado, de modo que cada vez se les veía más flacos y demacrados. El juez Uranga, por el contrario, amagaba la agitación exterior manteniendo el estómago permanentemente ocupado. Cada guardia en día festivo engordaba un par de kilos. Luego, al retornar el sosiego, los perdía, aunque no enseguida ni totalmente. Salvo por el rotundo flotador de la cintura, el cuerpo del juez no era grueso, y su cara pecosa y su fina barba le conferían un aspecto juvenil, casi desenfadado. Los delincuentes solían confundir en la primera entrevista su jovialidad con blandura. Pronto se retractaban: era un hombre de férrea disciplina, y conocía perfectamente su campo de trabajo: la ley. Uranga tenía cincuenta y un años y desde hacía diecisiete ejercía en Pamplona. Amén de ganar peso, con los años había ido creciendo en experiencia, subiendo en el escalafón y granjeándose la estima de todos. Contestó personalmente, cosa que otros muchos colegas nunca hubieran hecho. El agente Galbis se alegró de hablar directamente con el juez.
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