Reyes Cuadrado - Las Lágrimas De Hemingway

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Una cogida mortal, es en principio lo que parece haber provocado la muerte de Alejandro Mocciaro un personaje, de vida no del todo clara, a pesar de su catedrá y su alcurnia, pero no es una cogida más, un forense concienzudo descubre que un potente anestesico para animales, es el verdadero motivo de la muerte de este personaje, mezclado con el mundo de la droga, amigo de camellos y proxenetas, ha sido victima de una conspiración para que su muerte parezca un accidente, cuando no es más que un planeado asesinato para quitarlo de en medio.
La novela, que combina personajes reales y de ficción, está ambientada en la fiesta de los Sanfermines y que rinde homenaje al escritor estadounidense Ernest Hemingway. Retrata perfectamente los aspectos más queridos de la fiesta, que serán el marco ideal para que el inspector, Juan Iturri y Lola Mac Hor sean sin duda los protagonistas de esta nueva novela.

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– ¡No digas cosas! -replica el más liberal-. ¡Cómo se nota que sólo recuerdas lo que quieres!

– ¡Qué bonito el suplente! ¡Qué bonito! ¡Mirad con que altivez patea Estafeta! -interrumpe un tercero.

En efecto, el mosquito navarro continúa su particular peregrinación; y en solitario, abandona el largo y estrecho tramo de Estafeta para pisar el asfalto de Telefónica. Son apenas cien metros el peaje que se ha de pagar para estrenar el callejón, que desciende en forma de embudo hacia la plaza de Toros.

Cegado por los rayos del sol que se reflejan en el aire húmedo provocando una claridad espectral, el astado vuelve a pararse en la boca de aquel estrecho tramo. Nuevamente vigila su diestra, como buscando algo.

Las miradas se concentran en el morlaco, que se queda allí quieto, cruzado en el callejón, observando de frente el vallado derecho. Todos aguantan la respiración. Aquél es el tramo más peligroso del encierro, donde más hombres han perdido la vida: el callejón y la plaza, la plaza y el callejón.

Cuando Lentejillo emprende la arrancada definitiva, un cretino lo cita por detrás.

– ¡Dios mío! ¡Se ha vuelto! -la gente contiene el aliento-. ¡Será imbécil! -Con voz tonante, media España increpa al estúpido mozo que incumple las reglas.

Comentando el amago, al principio nadie presta atención a un mozo que, envuelto en aquella luz fantasmal, sale del coso, desandando el camino para dirigirse al callejón. Va pues hacia el toro, en dirección contraria al encierro. Se trata de un hombre corpulento, bastante alto, algo pasado de peso y edad para esas hazañas. Su abundante cabello y su poblada barba, entre rubia y canosa, se hallan tan perfectamente cuidados como su indumentaria. Contrasta con ellas su actitud: anda pausadamente, pero no consigue caminar en línea recta si no se apoya en las paredes del túnel; lleva los brazos extendidos y tiene una extraña sonrisa.

El ojo de la cámara, sensible al movimiento, enfoca el final del callejón. Cuando aparece en pantalla, toda España -no en vano el encierro tiene una cuota de audiencia cercana al 90%- y medio mundo lanzan una exclamación unánime:

– ¡Es la viva imagen de Hemingway!

Quizás la nariz más aguileña, puede que con menos atractivo; ciertamente, no demasiado atlético, pero aquel hombre parece la reencarnación del autor de Fiesta. La pantalla capta su imagen, entre la inmensidad de rostros. Si sabe que le enfocan, no lo demuestra. No presta atención a la gente ni a la carrera ni al toro, que acaba de verlo avanzando por el callejón.

Con la viva retórica de muecas y gritos que le caracteriza, la gente pregunta qué hace aquel loco.

– ¡Está bebido! -argumentan unos, preocupados de que su fiesta sea culpada de lo que no debe.

– ¡Está rematadamente loco! -apuntan otros-. ¡Como su doble, que se suicidó cuando lo tenía todo!

Tomás, policía municipal, se encuentra, como todos los años, en el espacio intermedio existente entre los dos vallados del callejón de entrada a la plaza. Pese a que los espectadores tienen vedado ese emplazamiento, el lugar está muy concurrido. Cámaras, prensa, médicos, algún que otro invitado… se apiñan para ver llegar la manada. Aun así, siempre habrá un sitio para un corredor en apuros.

Esa mañana, Tomás ha traspasado varias veces la primera valla y paseado por el recorrido cercano para confiscar a varios corredores extranjeros cámaras, mochilas y otros objetos inconvenientes para el buen orden del encierro. Cuando mira a su derecha, y ve al fantasma de Hemingway desandando el callejón, percibe un peligro mayor y se dispone a intervenir. Por un hueco entre dos tablones, saca medio cuerpo, mientras con gestos ostentosos conmina al hombre a que vuelva a la plaza. Pero, a diferencia de sus paseos anteriores, esta vez Lentejillo está demasiado cerca. En cuanto ve que una mancha azul en movimiento emerge entre las tablas, el toro se arranca. No hay escapatoria. El pitón derecho del animal atraviesa el brazo del municipal sacándole del vallado. Desde el suelo, el sorprendido policía serpentea hacia la empalizada y, ayudado por un fotógrafo, se aleja del toro, que permanece allí, atravesado en el dintel del callejón, al acecho.

El mozo que ha salido de la plaza va a su encuentro, ajeno a lo que le rodea. Lleva la vestimenta tradicional, limpia e impecablemente planchada. No lleva pañuelillo rojo, sino una bufanda atada con doble vuelta y una faja roja a la cintura. Por ella le engancha el toro la primera vez, mientras el aire se llena de gritos. No le ha sido difícil tomar la presa. Lo ha hecho en un santiamén. El bulto está quieto, envuelto en su vaina blanca y roja.

– ¡San Fermín! -chilla un fotógrafo. La incredulidad se adueña de todos, mientras el mozo vuela por los aires sin que el toro le suelte.

El resto de la manada, que viene disgregada, va girando en Telefónica y entran de uno en uno en la plaza. Esta vez no se forma montón alguno. Lentejillo no les hace caso cuando pasan a su lado. Él sigue ocupado en el callejón. Los intentos de los mozos no consiguen apartarle de su trofeo. Tampoco la vara del pastor, que jugándose la vida se acerca peligrosamente al animal.

El pitón toca carne, y cuando casi ha salido, vuelve a penetrar, esta vez cruzando el abdomen del corredor anónimo. Su ropaje blanco comienza a teñirse de rojo sangre. Lentejillo no ceja; a empujones arrastra su triunfo hasta el albero. El hombre que ha sido cogido casi no se mueve. Una de las cámaras muestra cómo al mozo se le humedecen los ojos.

Miguel sigue insistiendo, primero con la vara, luego con las manos. Tras mucho esfuerzo, finalmente consigue que el burel suelte su golosina. Sube el toro su bien armada cabeza y enfila su mirada hacia el pastor. Los ojos de perdiz se clavan en su cuerpo. Durante un instante el mundo se para. Ojos contra ojos. Espera contra ruegos. Los dobladores no respiran. Sólo los pacientes cabestros de escoba consiguen que Lentejillo olvide el combate, llevándole sin complicaciones hasta el portón abierto. Finalmente, el número 51 atraviesa el colorido coso a galope. Las capas no tienen que hacer nada. El animal va directo a los chiqueros.

Como en chiqueros, la mitad de la plaza, ajena a la desgracia, jalea, esperando la suelta de vaquillas. La otra mitad mira sin creer lo que ha visto. Boca arriba, el mozo de mala fortuna se convulsiona con los brazos extendidos. Respira con dificultad. En el coso hay sangre, mucha y muy roja. Brilla en la arena, en su pantalón blanco y en su bufanda de doble vuelta.

Jugando con la muerte

Los toros de Navarra son una raza peculiar, pequeños y usualmente de color rojizo… Rápidos, fieros y con velocidad punta.

Ernest Hemingway,

Muerte en la tarde, Cap. XII

Y todos se volvieron para contemplar el espectáculo de sangre, capturados por aquellas emociones penetrantes. Las gentes de bien no querrían reconocerlo, pero aquella escena cruenta y morbosa les atraía como un imán, impidiéndoles apartar la mirada. Por unos instantes imperó el silencio. Tras el fogonazo, afloraron los sentimientos, variados como los colores. Barruntos de penas trémulas, melodías funestas, fulminantes lamentos, simples vacíos, réplicas al Santo moreno; todo valía para triturar la irrealidad del contexto. La emoción contenida terminó por desbordarse y comenzaron a menudear suspiros y lamentos. Finalmente, la plaza se llenó de historias; los flashes despertaron.

Miguel se ha quedado mudo. De rodillas, vencido ante el mozo corneado, no ve los miles de gestos, convertidos para él en una simple estampa. Tampoco oye los sonidos que se suceden. Una y otra vez evoca la escena. En realidad, en cuanto se ha dado cuenta del poco efecto que los golpes de su larga vara causan en el animal, ha abandonado la estrategia original, pasando a agarrar al toro por el rabo. De sobra sabía que al menor descuido el colorado le cogería sin remedio. Pero sentía que ésa era su responsabilidad. Por supuesto no sobre el papel, pero eso ¿qué importa? Al final son la nobleza y la casta, y no la ley, las que obligan. Tiró del rabo de Lentejillo con todas sus fuerzas, pero el astado se había encelado con su Hemingway particular. No pudo hacer otra cosa que dar libertad a sus lágrimas cuando nadie le miraba.

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